El arte que libera: La mujer y el poder de la palabra

El arte que libera: La mujer y el poder de la palabra
octubre 16, 2022 Aglaia Berlutti
dia de las escritoras

Hace unos días, alguien en mi TimeLine de Twitter comentó que tenía problemas con libros “para mujeres” como Mujercitas de Louisa May Alcott. Además agregó que se trataba de un libro aburrido que sólo podía interesar a mujeres “con ese tipo de sensibilidad”. No sólo me escandalizó la manera en que el anónimo comentarista descalificó una obra que cambió para siempre la forma en que se asume la libertad femenina, la identidad y el estereotipo, sino además, el menosprecio directo hacia la literatura escrita por mujeres. Una percepción que por supuesto, tiene una directa relación con un tipo de machismo del que muy poco se habla en realidad.

Porque admitámoslo, a pesar que la palabra incomode, machismo es la mejor forma de describir el comportamiento soberbio que lleva a reflexionar sobre la literatura de autoras femeninas desde un cierto cariz de condescendencia. He leído críticas contemporáneas sobre la obra de Alcott que hacen hincapié en el hecho de lo innecesaria que resultan sus “pequeñas descripciones” sobre la vida “común” de una mujer, como si se tratara de una versión sobre la realidad que merece menos atención o no es tan importante como el en apariencia, más complejo y matizado universo masculino.

Lo más preocupante es que la opinión de la obra de Alcott — fundacional y sobre todo, elemental, para comprender el tránsito de la mujer que escribe como individuo creador — no sólo parece tener un considerable número de adeptos, sino también, un cierto peso específico que hace que la noción sobre su trascendencia deba luchar contra el peso invisible de los prejuicios.

Pero no se trata de un fenómeno reciente. En 1900, una crítica de un periódico inglés, insistió en que Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley necesitaba al menos “una revisión” y que carecía “de belleza narrativa” con su insistencia “en mostrar la realidad desde una óptica casi masculina”. Mucho peor aún, son los diferente catedráticos que durante buena parte de la primera mitad del siglo XX, insistieron que Cumbres Borrascosas de Emily Brontë era exagerado, con graves problemas de edición y que sólo había conseguido su fama debido a la muerte prematura de su escritora.

Otras tantas mujeres han tenido que enfrentarse actitudes semejantes durante buena parte de sus carreras literarias, sobre todo, las que decidieron incluir parte de su vida — o sus vivencias — como parte de las estructuras de su obra. A Doris Lessing se le llegó a criticar su uso “constante de imágenes de su infancia”, mientras que Iris Murdoch tuvo que lidiar con detractores que le acusaron de “incluir su vida como límite para narrar y no como base de inspiración”.

Una y otra vez, el señalamiento apunta hacia la idea que cuando una mujer narra hechos o situaciones sobre su vida, lo hace como una forma casi patológica o de catarsis, mientras que un hombre lo utiliza como un válido recurso narrativo.

— Mujercitas fue considerado un libro para mujeres por mucho tiempo — me dice L., una de mis profesoras universitarias con quien mantengo contacto — es de hecho, el epítome de la narración sobre mujeres y desde el punto de la vista de la mujer.

— ¿Y por eso merece ese tipo de percepción condescendiente?

Se echa a reír. Por años, hemos conversado sobre lo mismo y quizás, en el mismo tono un tanto desenfadado. Fue ella la que me insistió por primera vez en leer los diarios de Sylvia Plath o las apasionantes confesiones eróticas semi ficcionadas de Anais Nin.

“La literatura de mujeres debe enfrentarse, por principio, al hecho que el mundo académico consideró cualquier texto escrito por mano femenina como una curiosidad” me contó en una ocasión. La idea a la distancia, me parece más incómoda que nunca, en especial ahora que vivo para y por escribir, lo cual hace todo más complicado, doloroso y abrumador.

¿Qué hace que la literatura escrita por mujeres deba atravesar el cristal opaco de ser considerada cuando menos una forma menor de narración?

— Porque el mundo literario está construido por hombres para hombres — me dice — no es algo que puedas cambiar, con lo que debas luchar, ni mucho menos, con que puedas lidiar con facilidad. Es algo que debes asumir porque debes construir tu propio lugar, uno que no necesites competir con la idea del género.
— Lo dices como si fuera sencillo.
— Lo digo como si fuera lo real que debes enfrentar.

Cuando publiqué mi primer libro — una narración semi ficcional sobre mi infancia como hija de emigrantes y en medio de una familia pintoresca — muchas veces tuve que responder la misma pregunta: ¿Por qué escoger para tu primer libro la historia de tu vida?

La pregunta, que supongo tiene algo de tendencioso — después de todo, hay un considerable número de escritores que utilizan su vida para analizar la realidad — fue también una, que me llevó a una incomoda discusión con un lector desconocido que me envió un largo correo en el que me preguntaba el motivo por el cual, casi todas las autoras desmenuzaban su vida de forma casi patológica. Recuerdo que leí la velada crítica con una rara sensación de frustración que no supe a qué atribuir hasta que le envié a a L. el rarísimo texto. Me respondió con una llamada telefónica en la que escuché reír al otro lado de la línea.

— Agla ¿es que no lo sabes? para la mayoría de la gente, las historias de las mujeres y escritas por mujeres, tienen un componente emocional con el que no pueden identificarse y les incomoda. Es casi inevitable.

No supe que responder. Mi libro no tenía la intención de ser una historia femenina, sino en realidad, usé mi infancia — o algunos elementos de ella — para analizar temas universales como el desamor, el transcurrir del tiempo, el fenómeno de la identidad y la herencia. Nada especialmente original, pero fue una forma personalísima de abarcar la concepción del mundo, tal y como lo miré por mucho tiempo.

— Lo sé, pero recuerda que el mundo te interpreta desde tu género — me explicó — y una de esas interpretaciones es justo que cuentas tu vida, porque estás ligada emocionalmente a ella.

¿Lo estoy? por supuesto que sí. Como casi todos supongo, pensé después de esa curiosa conversación que me provocó una vaga sensación de angustia. Después de todo, Virginia Woolf escribía interesantes ensayos basados en su experiencia personal, lo mismo que Susan Sontag y ninguno de estos, tuvo que atravesar el matiz del género.

Obviamente, sabía el motivo: se trataban de reflexiones académicas sobre temas más o menos universales — sobre todo los de Sontag — y en especial, análisis pormenorizados sobre el individuo más allá de identidad que la cultura puede imponer. Pero en el caso que no decidas hacerlo, que escribir sea un ejercicio cuidadoso que implique extrapolar la propia experiencia con algo más elaborado ¿Por qué una mujer que escribe sobre su experiencia suele ser menospreciada o al menos, disminuida desde un punto de vista específico?

— Creí que nuestra cultura había madurado lo suficiente para sólo asumir la necesidad de una narración sustanciosa — le digo a L., todavía enfurecida por el comentario sobre Mujercitas — que…

No sé como debería completar la idea. Ella levanta la taza de café que tiene entre las manos y bebe un sorbo, con brillo malicioso en los ojos. Recuerdo no sólo lo dicho por el usuario de Twitter, sino las críticas tibias que ha recibido la enésima adaptación la novela de Alcott dirigida por Greta Gerwig, que además fue ignorada en la primera oleada de la temporada de premios. ¿La excusa? es una película para “chicas”, de la misma forma que el libro es “para niñas”. La idea me resulta angustiosa, antipática pero como bien dijo L., realista.

— Es decir, todavía hay quien cree que si una mujer escribe sobre su vida, lo hace porque no puede escribir de otra cosa.
— Más complicado que eso: que una mujer sólo puede escribir sobre su vida porque la literatura de mujeres escrita por mujeres, siempre será confesional y emocional.
— ¿Le ocurre lo mismo a los hombres?
— ¿Qué crees tú?

En una ocasión, un periodista le preguntó a Henry Miller si escribía sobre su vida — o la incluía bajo cualquier aspecto — al crear la atmósfera de sus libros. Miller se tomó un tiempo para pensar y al final respondió que no conocía a ningún escritor que no utilizara su propia vida como una forma de referencia. “Es inevitable escribir sobre lo que sabes y la mayoría de las veces, tu conocimiento más amplio procede sobre lo que haces a diario, todos los días de tu vida”.

¿Parece lógico? Lo es, pero por alguna razón, es una idea que no se aplica a las escritoras, a las que con frecuencia se les suele criticar por el hecho de que sus vivencias sean su principal fuente de inspiración. Se les acusa de manera velada de desmenuzar su vida bajo la lupa literaria porque no tienen otro remedio o, lo que es aún peor, otra perspectiva para crear universos y espacios narrativos lo suficientemente creíbles, como si esa concepción de lo que puede ser atractivo a nivel literario — o no lo es — tuviera relación con el hecho de la forma en que su vida cotidiana sostiene su capacidad para contar historias.

Se trata claro está, de una percepción incompleta, prejuiciada y muy dura sobre la naturaleza de la literatura como fuente de expresión, basada en la mayoría de las ocasiones, en las vivencias personales y el recorrido emocional del autor acerca de su propia vida. Es además, una forma de menospreciar la cualidad de la literatura femenina como un ente autónomo y carente de verdadero peso. O al menos, una parte de ella.

Hay una cierta percepción errónea sobre el motivo por el cual las mujeres escriben sobre sus vidas, como si pudieran transformar incluso sus menores anécdotas en ideas narrativas complejas. Me pregunto si Clarice Lispector tuvo alguna vez que empeñarse en demostrar que su literatura era independiente a su género o que debía lidiar de una forma u otra, si la forma en la que narraba, tenía relación con una sensibilidad “especial” sobre ciertas ideas.

O peor aun, el hecho que a la mayoría de las mujeres que escriben sobre sí mismas y sobre sus vidas, a menudo son tachadas de narcisistas o al menos egocéntricas, como si el ejercicio de ficcionar lo íntimo fuera de hecho, una mirada refleja de vanidad sobre ciertas ideas redundantes.

O al menos, ese fue el ataque más común que recibió Anais Nin a lo largo de su carrera. Una y otra vez, se le atacó por usar su vida como material literario e incluso, se le descalificó por lo que se llamó un ejercicio “casi redundante” de narrar su historia, algo que no sólo no era nuevo en la literatura, sino que forma parte de una forma por completo legítima de narrar.

Lo mismo ocurrió décadas después con Joyce Maynard, a quien directamente se le llamó “oportunista” por escribir sobre su vida y sobre todo, por profundizar en su relación con J.D Salinger. Según un nutrido grupo de críticos, la periodista y escritora no tenía derecho a revelar detalles sobre su vida junto al escritor, en especial luego que Salinger dejara claro que era un hombre que detestaba la publicidad y sobre todo, la exposición a la vida pública. Maynard respondió que ella también había sido parte de la pareja que ambos habían formado y que por supuesto, tenía toda la libertad de expresar sus ideas al respecto.

— Pero Maynard al parecer no tenía ese derecho — dice L. — Y cuando lo reclamó, convirtió su literatura en algo de “mujeres”.

Lo cierto es que todo lo relacionado con Joyce Maynard y su relación con Salinger, podría de un modo u otro ilustrar la forma en que se interpreta a la mujer que escribe sobre su vida o la forma en que la interpreta. Maynard describió a un Salinger muy lejos del estereotipo del hombre privado, inaccesible y de mente asombrosa que la cultura popular popularizó. En realidad, era un hombre con una extraña obsesión por las adolescentes, tanto como resultar inquietante.

En su libro “Mi Verdad” Maynard no sólo narra a detalles su por momentos, escabrosa relación con el escritor, sino la manera en que cambió su vida y especuló sobre su futuro. Más de la mitad del libro es una reflexión sobre la forma en que se especula sobre las grandes figuras literarias y sobre todo, la obsesión que despiertan. “Este libro trata de la relación entre una mujer joven y un hombre mayor y con poder. En Estados Unidos he recibido centenares de cartas de mujeres que dicen: ‘Este libro habla de mí’; es un fenómeno universal. Además J. D. Salinger es un hombre que ha actuado con violencia en la vida de una serie de chicas muy jóvenes, y mi obligación era contarlo” dijo la escritora para una entrevista para el periódico New York Times en el año 2000.

No obstante, a pesar de ser un texto maduro, inteligente e ingenioso, la mayoría de los críticos lo calificaron como una especie de “chisme de salón” por involucrar detalles del gran genio literario.

— Se trata de la forma en que se percibe la literatura escrita por mujeres. Y en especial, la manera como se estructura la noción sobre lo que sostiene el tipo de narrativa que las mujeres suelen preferir. La connotación sobre la emoción está relacionada con el género, aunque sea del todo injusto.

Pienso en las memorias del escritor Gabriel Garcia Márquez “Vivir para contarla”, llenas de como es obvio, una nutrida variedad de anécdotas emocionales sobre su infancia y juventud. El escritor no sólo dedicó una considerable cantidad de páginas a contar su vida como la recordaba — y que dio origen a la ya célebre frase “la vida es como uno la recuerda” — sin que nadie acusara al libro de sensiblero, descriptivo o incluso, de abusar del recurso de sus vivencias como parte de la estructura narrativa.

Por supuesto, se trata de una biografía, pero al leerla, es notorio que buena parte de sus obras más conocidas están basadas de manera directa en su vida, vivencias y la forma en que especuló sobre su pasado y su comprensión sobre el mundo. ¿Por qué para Márquez es un logro literario y para Rosa Montero “La loca de la casa” es un ejercicio experimental por el que recibió velados comentarios burlones? Sin comparar la trascendencia y el lugar literario que ocupa cada uno de los autores, la gran pregunta es muy obvia: ¿Por qué el hecho de que una mujer use sus recuerdos y la forma en que ha vivido resta importancia y peso a su libro?

— Porque nuestra sociedad no quiere escuchar a mujeres — dice L. con toda tranquilidad — y si debe hacerlo, necesita que no sea sobre ellas mismas. Es un desdén tácito, enorme y directo.

Emily Dickinson dijo en una ocasión que escribía para sí misma para evitar “el deber de justificar mis poemas”. De hecho, la mayoría de su obra fue publicada de manera póstuma. Mary Shelley debió inventar una historia ficticia sobre cómo comenzó a escribir Frankenstein, para dejar de recibir ataques más o menos disimulados sobre el tono y la forma en que describe la diatriba moral de su novela. Virginia Woolf imaginó a todo tipo de mujeres en la historia, escribiendo a escondidas, aterrorizadas por su talento o mejor dicho, disminuidas por la posibilidad de utilizar la literatura como vehículos de expresión. Antes, las hermanas Bronté debieron publicar sus colosales obras bajo seudónimo para no llevar a cuestas el peso de su género. Aurora Dupin escribió libro tras libro, oculta bajo el nombre de George Sand, en los que pudo hablar sobre libertad sin tener que soportar la crítica por su forma de narrar al mundo.

Cada mujer que ha tenido que enfrentar la concepción de la literatura que menosprecia y aplasta a la mujer bajo el prejuicio, encontró que su vida podía ser contada, pero siempre bajo el peso incómodo de ser minimizada como “literatura para mujeres”.

— El mundo literario es misógino de origen. Las mujeres que escriben pueden convertirse en figuras de éxito, incluso respetadas, pero siempre deberán lidiar con ser “la mujer” que escribe y no el autor que firma — dice L. — la noción sobre la escritura como terreno neutro resulta desconcertante aún para mucha gente.

Una vez leí que a nadie le preocupaba demasiado que Jack Kerouac haya escrito casi toda su obra basada en su vida y que esa vida se convirtiera en motivo fundamental del análisis de su obra. Algo parecido sucede con Karl Ove Knausgaard y su numerosa obra basada en sus vivencias. Aún más allá: Knausgaard basa su obra literaria de manera integral en sus vivencias, en una casi obsesiva, meticulosa y casi interminable descripción de si mismo. Tanto a uno como al otro, se le consideran “experimentales, asombrosamente vívidos” y sin duda, parte de un tipo de narrativa de profundo significado que despierta la admiración mundial. ¿Qué habría ocurrido de ser mujeres las que utilizan el mismo método?

— Anais Nin fue llamada narcisista y vanidosa, una mujer ávida de atención por hablar sobre su vida erótica — me dice L. — mientras que Susan Sontag es una catedrática y académica de enorme peso literario, gracias a que su discurso sobre lo privado varía. ¿Qué te indica eso?

Me echo a reír. Ahora es mi turno de tomar café y tratar de ordenar las ideas. Según el escritor David Yaffe, autor de la biografía de la cantante Joni Mitchell Reckless Daughter, el actor Kris Kristofferson le aconsejó pusiera menos de “sí misma en su arte”. Más allá de eso, insistió en que el arte que tiene demasiada emoción femenina “a menudo pierde su valor”. ¿Funciona de la misma manera en la literatura? L. suspira de mal humor.

— El problema radica en el hecho que para la mayoría, el hecho de que una mujer que cuente su vida, implica que debe hacerlo por un motivo emocional. Para el hombre se presupone uno intelectual.

Pienso en todas las críticas que leí en una ocasión sobre Jane Eyre de Charlotte Brontë, por su aparente incapacidad para separar “su mirada sufriente sobre la vida de la que describe de sus personajes”. Se trató de una crítica que se publicó incluso antes que la editorial Smith, Elder & Company llegara a admitir que había una mujer detrás del seudónimo Currer Bell. Pero mientras que para Nathaniel Hawthorne, hablar en sus obras sobre su versión del mundo y para Dickens, describir la Londres violenta y hostil que conoció fue un triunfo literario, para Brontë se trató de una “simplificación del mundo y de lo que le rodeaba”. Claro está, el poder y la belleza del texto superó con creces la desconfianza que provocaba en la crítica especializada, pero aún así sigue siendo un buen ejemplo de cómo se analiza la relación de las mujeres escritoras con la realidad.

— Una vez Ursula K. Le Guin dijo que escribía sobre la vida en otros planetas, porque la que encontró en la tierra le decepcionó con más frecuencia de la que podía admitir — me dice L. — lo cual, es una forma poética de dejar claro que prefirió explorar sus propios mitos a un nivel mucho más metafórico que directo. Es una idea incómoda, si lo analizas. Ningún escritor se hace esas preguntas sobre lo que escribe.

David Foster Wallace, que escribió prácticamente sobre todo lo divino y lo humano — y más de una vez — dejó claro que la ficción era un hecho humano, basado en lo humano y que naturalmente, se basaba en lo humano. Lo hizo además, mientras ponderaba sobre todo tipo de ideas que iban desde pornografía a la depresión, con igual inteligencia y capacidad narrativa. “La ficción es sobre lo que es ser un maldito ser humano” escribió en la Broma Infinita. Un tributo definitivo a la idea consistente de la literatura como marco reflejo de todo lo que el ser humano puede ser y puede crear.

Lo más intrigante, es que un buen número de escritores están conscientes del nivel de compromiso emocional que requiere la escritura. O al menos, la forma en que se conecta de forma directa y profunda con la forma en que se concibe el mundo y la percepción intelectual que se tiene sobre él. F. Scott Fitzgerald, escribió a Frances Turnbull en una carta que incluyó en su libro F. Scott Fitzgerald: A Life in Letters, sobre la forma en que escribir es un compromiso a largo plazo y de forma esencialmente profunda, con el espacio y el tiempo que se entrecruza entre sí:

“Me temo que el precio por hacer un trabajo profesional es mucho más alto de lo que estás dispuesta a pagar en este momento. Tienes que vender tu corazón, tus reacciones más fuertes, no las pequeñas cosas menores que solo te tocan a la ligera, las pequeñas experiencias que podrías contar en la cena. La escritura se debe a las emociones más profundas y dolorosas”.

Todo lo cual, claro, resulta una contradicción. Mientras buena parte de la crítica y el mundo académico considera que una mujer que escribe sobre sí misma lo hace porque no tiene otro remedio, para escritores del talla del llamado gran autor norteamericano, es por completo necesario una conexión profunda y emocional con lo que se escribe. Pero al parecer, la idea sólo se relaciona con los hombres. En el caso de las mujeres, su universo emocional queda reducido a una idea diminuta relacionada con los prejuicios que se tienen sobre ellas.

— Ese tipo que me dices comentó que “Mujercitas” es una novela “para mujeres”, no te dirá lo mismo de Madame Bovary, que habla sobre una mujer pero desde la perspectiva de un hombre — me dice L. — ¿Ves la diferencia? La emoción se sostiene sobre la forma en que se reflexiona sobre ella.

Cuando Mujercitas se publicó, se convirtió en un inmediato fenómeno de ventas y de público, no sólo por su cándido retrato sobre la vida doméstica norteamericana sino por una razón más concreta: Jo March, la voluntariosa, talentosa y fuerte hija destinada a ser escritora. El alter ego de Alcott, no sólo cambió la forma en que las mujeres se percibían en la literatura, sino que también elaboró una nueva versión sobre la forma en que se analiza el bien y el mal dentro de la moral conservadora norteamericana. Todo un reto, si tomamos en cuenta cuando fue escrita y a qué se tuvo que enfrentar.

— Pero ese tipo dice que es una novela de mujeres — comento, enfurecida.
— Porque para los hombres, la comprensión es un tema que se abre como un espacio sin explicación.

Mi segundo libro habla sobre mujeres. Sobre Virginia Woolf, Hannah Arentd, Lizzie Sindal, Clarice Lispector. Pero las analiza desde una óptica académica, en una búsqueda racional de vincularlas a todas en un único discurso sobre la capacidad creadora femenina. En esta ocasión, nadie me preguntó sobre mis emociones al escribir el libro ni tampoco, el motivo por el cual, decidí usar algunos recuerdos de infancia para ilustrar mi relación con las mujeres que de alguna forma, me educaron intelectualmente. ¿El motivo? L. suelta otra de sus carcajadas un poco estrepitosas.

— Porque esta vez hablaste como se supone lo hace alguien que utiliza la emoción de manera modulada ¿lo ves? — me dice — allí el dilema y la paradoja.

Hará unos seis años, alguien me dijo que Mary Shelley optó por contar que había tenido la idea sobre Frankenstein o el moderno Prometeo durante un sueño, en el que vio a un joven científico que era atacado por un monstruo. “Al despertar, me levanté y escribí lo que había visto” escribió la autora en el prólogo de la obra corregida que se publicó cinco años después de la primera edición. ¿Por qué Shelley decidió ocultar los tres años de correcciones, de esfuerzos y sobre todo, el hecho que todas sus obsesiones estaban plasmadas en las costuras visibles, dolorosas y grotescas del monstruo sin nombre?

— Porque toda mujer que escribe debe cuidar no parecer demasiado interesada de forma emocional en lo que hace y Mary lo descubrió pronto — dice L. — ¿No es algo doloroso?
— Es algo temible.
— Pregúntaselo a Agatha Christie.

La gran Dama del Crimen, pienso con cierto dolor. Que siempre fingió que se tomaba a la ligera su escritura, pero que en realidad, estaba dedicada por completo a escribir, a imaginar esos grandes crímenes como pequeños mecanismos de relojería que funcionaban como engranajes pulcros. Suspiro, entristecida. La primera vez que leí a Christie pensé que la pasión por escribir podía salvarte la vida, lo mismo que me hizo sentir — y pensar — muchos años más Virginia Woolf y que por supuesto, supo metaforizar mejor que nadie Louisa May Alcott.

Al final, todo parece relacionado con la idea sublime y dolorosa que las mujeres que escriben sobre mujeres son un grupo pequeño, limitado e incluso, exclusivo, sin que eso sea directamente bueno. Una sensación angustiosa que me pregunto si atormentó a Angela Carter, que escribió “la vida es lo pequeño que se esconde en las grandes emociones” o a Audre Lorde, que insistió que “la pasión que habita lo que se escribe, supera al mundo”. O a la mismísima Charlotte Perkins Gilman, que nunca dejó de recordar “que la mujer es tan fecunda en el útero como en la página”.

Quizás sean preguntas sin respuestas, me digo mientras comienzo a leer uno de los maravillosos cuentos de Flannery O’ Connor. En Sangre Sabia, la escritora — que se llamaba a sí misma una “mujer cruel” — disfruta de lo grotesco con una inocencia casi impúdica. Una característica que fue parte de su vida emocional e intelectual durante toda su vida.

¿Quiénes somos las mujeres que escribimos? me pregunto de nuevo. No lo sé. Quizás una mezcla de la necesidad de contar y narrar, en medio de un paisaje inhóspito que se alza ante todas como un muro invisible. Una idea extraña, hermosa pero por supuesto, también espeluznante.

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

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