Del debate, el argumento y las axilas velludas.

Del debate, el argumento y las axilas velludas.
octubre 29, 2022 Aglaia Berlutti
feminismo

Confesiones de la feminista defectuosa…

Hace unos días, una amiga pareció sobresaltarse al escuchar que me llamé feminista. Así, a secas. Sin medias tintas, sin matizar el término. Feminista, porque considero que debo luchar por mis derechos culturales y legales y lo hago a través de los mejores argumentos de los cuales dispongo y el debate intelectual. Después pensaría que quizás, no había sido una declaración inocente: estoy bastante consciente que la palabra se ha transformado en una especie de insulto solapado, un matiz preocupante sobre una idea mucho más amplia que nadie parece encajar muy bien. De manera que no me sorprendí que cuando le pregunté el motivo de su incomodidad, me dedicara una sonrisita nerviosa y pareciera levemente irritada.

— De verdad, no creo que sea bueno autoproclamarse extremista ideológico — me respondió — es un poco peligroso eso. — ¿Sólo por llamarme feminista?
— ¿No te parece suficiente? Las lees en las redes sociales insultando a los hombres, declarando que tienen la verdad absoluta, denigrando todo lo que no encaje en su visión del mundo. Tu eres demasiado femenina para eso.

¿Demasiado femenina? El concepto me desconcertó. No sólo por el hecho que nunca me había detenido a pensar que lo femenino podía tener grados de intensidad — ¿Ser mucho más mujer que otra? — sino porque además, parecía describir un estado de ánimo cultural que al parecer es cada vez más común. Me encogí de hombros, comenzando a sentirme un poco fuera de lugar y sobre todo, preocupada por el cariz que estaba tomando la conversación.

— Asumir la defensa de ciertas ideas que consideras indispensables no me hace menos femenina o en todo caso — le respondí — es una elección personal. Y yo elegí que me preocupan ciertos temas y me identifico con esa necesidad de contradecir ciertos tópicos de la cultura popular.

Mi amiga sacudió la cabeza y miró la taza de café que tenía entre las manos. Era evidente que toda aquella discusión a media voz no sólo le resultaba incómoda sino directamente sin sentido. Pero por algún motivo, consideré necesario insistir. A pesar de saber los motivos — sí, lo admito, la redes sociales y la virtualidad han convertido el debate sobre derechos e inclusión en una trivialidad de posturas y tópicos superficiales — continúo creyendo firmemente que el mundo necesita comprenderse así mismo a través de cierta batalla de ideas, de construir un planteamiento sobre la desigualdad que no sólo beneficie a la mayoría sino que nos recuerde, que la cultura debe aspirar a la inclusión.

Y no me refiero sólo al caso del género: nuestra sociedad parece comprenderse a sí misma a través de infinitos grados de diferencia, en una especie de cartografía malograda sobre lo que debe ser y lo que se aspira podemos lograr construir. Un planteamiento que no sólo resulta preocupante, sino discriminatorio de origen.

Pero idealismos aparte, el hecho simple es que la desigualdad entre géneros existe.

Y se trata de un tema recurrente, cotidiano y que toda mujer ha sufrido, en mayor o menor grado, en algún momento de su vida. No es un tema novedoso ni cuya discusión sea desconocida para nadie. A pesar de los evidentes y considerables progresos logrados durante las últimas décadas en lo que a la inclusión de género se refiere, continúa existiendo una percepción sobre la mujer basada en una serie de elementos cuando menos preocupantes. Una idea sobre su minusvalía intelectual, legal e incluso, social que sigue siendo parte de buena parte de la percepción cultural que se tiene sobre lo femenino.

Por supuesto, dicho así, la idea resulta exagerada, un poco dramática e incluso especulativa, pero la realidad es tan evidente como directa: La discriminación existe, la cultura misógina se normaliza y la mayoría de las veces, se acepta como inevitable.

Ejemplos sobran. Días atrás, la actriz Maggie Gyllenhaal contó su experiencia al ser rechazada para un papel cinematográfico por parecer “demasiado vieja” para encarnar a la amante de un hombre de cincuenta años. Lo hizo explicando que para ella, resultó desconcertante que se le exigiera un tipo de juventud irreal y sobre todo, que su talento histriónico pareciera depender directamente de su aspecto físico. Gyllenhaal bromeó al respecto y aunque no pareció tomárselo en serio — o al menos, logró manejar lo ocurrido sin crear un debate ideológico al respecto — la circunstancia refleja una idea que se insiste con tanta frecuencia que termina siendo parte de lo que se asume normal: a la mujer se le juzga por su aspecto. A la mujer se le menosprecia, se le minimiza por motivos y elementos que poco o nada tienen que ver con su capacidad y talento.

Ya lo dijo Patricia Arquette en su caótico pero bien intencionado discurso luego de ganar el Oscar. La desigualdad es real y lo sufrimos a diario. Y más allá del ámbito hollywoodense, lo ocurrido con Gyllenhaal demuestra que el prejuicio es cosa de todos los días. De un concepto que se populariza. De una idea que se internaliza. ¿También ocurre con los hombres? seguramente y sin duda con el mismo ingrediente cruel y prejuiciado que puede sufrir la mujer. ¿Es admisible algo semejante? En ninguno de los casos lo es y por ese motivo, la discusión, el debate y el planteamiento sobre la necesidad de inclusión, igualdad y justicia resulta imprescindible.

— Estás hablando del feminismo como se lee en los libros — insistió mi amiga cuando le dije todo lo anterior — pero en realidad, el feminismo moderno es un grupo de gente radical tratando de imponer su verdad sobre las cosas. — Eso no desmerece todos los argumentos. — ¿Pero a quién le importa conocerlos cuando son tan malcriados y además tan absurdos?

Guardé silencio, sin saber muy bien cómo responder aquello. O sabiéndolo, pero intentando no perder mi escasa paciencia en una discusión que probablemente no me llevaría a ninguna parte. Después de todo, mi amiga tenía razón en cierto punto. O quizás, no se trataba de un argumento, sino una reacción hacia todo un tipo de comportamiento tan usual en las plataformas virtuales que con mucha frecuencia afecta las ideas que se transmiten a través de ellas.

Una y otra vez, el fanatismo militante, el insulto, la agresión, la intolerancia a la opinión, han distorsionado mensajes políticos y humanistas de considerable importancia. Mucho más aún, lo han transformado en algo por completo nuevo y sobre todo simplificado a la medida de la nuevas plataformas de comunicación.

Una idea lamentable: el feminismo parece reducirse a su mínima expresión, resumirse a un planteamiento básico y caricaturizado. Y en realidad, se trata de algo más profundo, diverso e importante. No sólo se trata de una aproximación sobre los debates sobre lo que lo femenino es o sobre todo, como se percibe históricamente, sino también un análisis sobre la sociedad como una estructura que se manifiesta a través de sus diferencias y las manera como esas estratificaciones, deben ser comprendidas a cabalidad.

Porque nadie lo niega: las sociedades reflexionan a través de las desigualdades pero también, su aspiración a incluir esa idea en medio de la dinámica que la sostiene. De allí, que las luchas de clases siempre hayan existido y sean parte de la comprensión de lo que la sociedad es. Y no obstante, las de género son de data reciente, una evolución de ese debate frecuente e insistente. Una manera profunda de asumir la diferencia como parte de una idea general.

Quizás el primero en plantearse la disyuntiva fue Engels. No sólo le prestó atención a la problemática de género, sino que lo asumió como parte de un razonamiento mucho más profundo con respecto a las nociones políticas y culturales de la época que le tocó vivir. Para el filósofo alemán, el género era un elemento determinante para comprender el cambio económico: insistía que la transición a la sociedad agrícola y la propiedad privada, tuvo como inmediata consecuencia el paso del matriarcado primordial — la madre y la mujer creadora — a un patriarcado represor. De hecho, Engels es el primero en admitir que la represión y menosprecio de la mujer, es un reflejo de la transformación social que beneficia la explotación de clases. Entre ambas ideas, surgió una especie de proto feminismo limitado que aún así, demostró que la desigualdad es un rasgo cultural que se asume como un prejuicio social.

De manera que por ese motivo, durante la década de los sesenta y setenta del siglo XX, el feminismo se asumió como militancia política. No sólo fue un argumento que se sostuvo sobre la necesidad de ejercer roles sociales y culturales mucho más amplios que hasta lo que entonces había sido lo habitual, sino asumir que la inclusión necesita un proyecto a futuro que debata sobre la necesidad de iguales derechos legales y sociales en busca de la democratización. Fue una época donde se debatió y se replanteó la economía, la sociedad y la percepción histórica sobre la mujer de una manera distinta, para asumir la comprensión de la historia como una evolución en concreto. Todo esto, bajo un marco de libertad e independencia.

En ese tipo de ideas confío. Crecí entre ellas, de hecho. Me identifiqué con todo lo que sugería e implicaban incluso antes de saber eran realmente un argumento. De jovencita, no sabía que era feminismo, pero sí que aspiraba a cierta justicia. Que deseaba que nadie pudiera juzgarme por el largo de mi falda, por el maquillaje que llevo. Que nadie pudiera considerar que mi género me hace débil o que el hecho de ser mujer, me obliga a cumplir con un rol específico. Aspiraba a la libertad de las ideas y sobre todo, a esa percepción de mi vida como parte de un amplia dimensión de planteamientos sobre mis derechos y deberes ciudadanos. O lo que es lo mismo: decidir en base a la igualdad que deseo y construir el camino para obtenerla.

No es muy sencillo explicar algo semejante cuando ni siquiera tu misma lo entiendes. Porque ser “feminista” no se trata de vestirte o verte de una manera específica. Es una manera de pensar. De plantearte ciertos argumentos, de asumir el poder del debate reflexivo. De exigir derechos. Más de una vez, mientras crecía en el inocente ambiente universitario, me pregunté como podía asumirse el feminismo reivindicativo fuera de las aulas de clase, más allá de los debates de jardín, del aspecto físico de las activistas. Me lo cuestionaba, mientras comenzaba a analizar lo que realmente implica la igualdad: igual salario por igual trabajo, la capacidad legal de la mujer de defender sus derechos. Cuotas de representatividad política, social y cultural, el respeto por los derechos civiles. Todo un universo de luchas y debates que tienen mucho que ver con tu visión sobre el mundo y también, el peso que esa perspectiva tiene sobre tu vida.

— Incluso y a pesar de la tergiversación de lo que el feminismo es, también hay una profunda noción sobre lo justo y lo que no lo es — le respondo. Comienzo a impacientarme — no hablamos ya de como te llames o te identifiques, sino del hecho que todos aspiramos a cierta justicia intelectual y social.
— El mundo es como es. ¿Lo vas a cambiar cortándote el cabello como un macho o llevando ropa de hombre?
— Eso es sólo un aspecto del feminismo militante. Las ideas son mucho más profundas que eso.

He escuchado opiniones semejantes por años. De hombres que me acusan de “odiadora de lo masculino” por el simple hecho de objetar la cultura misógina. De mujeres que me llaman “loca” o “machorra” por hablar sobre temas que usualmente, nadie quiere tocar. De feministas institucionales que critican lleve el cabello largo, me guste llevar ropa a la moda o me maquille.

Tal pareciera que nadie está especialmente feliz o satisfecho por la idea de esa militancia concreta, por esa necesidad mía de insistir en lo que creo necesito para aspirar a un mundo a la medida de mis reflexiones.

Supongo que resulta antipático, irritante e incómodo que mi opinión política y cultural sea tan visible. Después de todo, al parecer cualquier cosa relacionada con los derechos de las mujeres, su compromiso, análisis y defensa parece enfrentarse a esa diatriba donde la identidad de la mujer parece incluirse como un debate de ideas insustancial.

¿Eres menos femenina — mujer, plena, maternal — por enfrentar las ideas que te limitan? ¿Por debatir los planteamientos sociales que distorsionan tu imagen y capacidad? Se insiste en que el “nuevo feminismo” ( como si defender los derechos fuera cosa de etapas o tendencias casuales) se resumió a la superficial, a las axilas velludas y al hecho de rechazar lo masculino como único argumento. Y sin embargo, el feminismo (sin matices) continúa debatiendo sobre una idea esencial: La inclusión de género no es sólo necesaria sino que también, saludable en cualquier sociedad que aspire a comprenderse así misma más allá de sus prejuicios.

— Bueno ¿Y que has logrado con tanta insistencia? — me pregunta. Está irritada, molesta. Y no es para menos. Lo que comenzó siendo una simple merienda entre amigas, acaba de convertirse en una especie de debate informal, pero igualmente inconveniente y quizás inoportuno. Cuando ocurre, me pregunto lo mismo. ¿Qué he logrado con tanta insistencia? ¿Qué he logrado con admitir mi posición política y cultural públicamente? ¿Qué éxito he obtenido insistiendo una y otra vez sobre la necesidad de reivindicaciones y mejoras para la mujer? Es un buen grupo de preguntas. Son preguntas necesarias. Y me las hago con frecuencia.

En primer lugar, he obtenido preguntas. Muchas preguntas de mujeres que comienzan a cuestionarse ciertas ideas. Que como yo, decidieron transitar ese largo camino de elaborar una nueva percepción sobre si mismas. Mujeres que de pronto, asumen que el feminismo es una postura intelectual, más que una manera de verse o relacionarse con el resto del mundo. También he obtenido opiniones de hombres que intentan comprender mi visión de las cosas, de mujeres no muy convencidas que han agregado el necesario matiz a las ideas que consideré absoluta. He obtenido comprensión, reflexiones. Enriquecí mi perspectiva, se hizo más real, menos ideal. He madurado no sólo como libre pensadora, sino como también como mujer, como ciudadana y más allá de eso, como espíritu independiente que desea crear y construir su propia idea del mundo. Pero además de eso, llamarme feminista, me ha recordado que está bien asumir una voz activa en los cambios y transformaciones que considero necesarios.

Nadie puede ignorar que el prejuicio continúa estando en todas partes. Lo está, cada vez que una mujer insiste en menospreciarse en silencio, en asumir que el mundo “es así” como un rasgo que define esa diferencia inevitable entre los géneros.

¿Por qué produce incomodidad asumir que el mundo invisibiliza de muchas formas a la mujer y que es necesaria la reivindicación? La necesidad de señalar y puntualizar la necesidad de transformación es real y necesaria cuando la mujer continúa callando la incomodidad que le produce el menosprecio, el hecho de ser juzgada por la ropa que lleva o el maquillaje que luce, por el hecho de desempeñar el rol de madre, por la forma como se ve, por el aspecto de su cuerpo. Continúa callándose la inquietud que le produce que su éxito profesional dependa de la forma como se interprete su género, su rol sexual. Un silencio que duele, que inquieta, que desconcierta, que hiere.

De manera que sí, a pesar de que pueda parecer logros discretos, siempre creeré que levantar la voz, luchar por mis ideas tiene el valor esencial en cómo valoras tu propia capacidad para crear y comprenderte. O al menos así lo veo yo, que desde que recuerde me he empeñado en creer que necesitamos crear, desde las ideas, el mundo que aspiramos construir.

Mi amiga escucha mi anterior argumento con una sonrisa condescendiente y no responde nada. Supongo que ya no tenemos otra cosa que debatir. O sí, pero que para ella, el tema es una de esas visiones inconcretas de la realidad que con toda seguridad, le irritan. Seguramente, como muchísima gente que conozco, está convencida que mi empeño en llamarme feminista es una forma de provocación más que cualquier otra cosa. Lo acepto todo, el silencio, esa especie de percepción general errónea sobre mis ideas políticas e ideológicas. Después de todo, me digo, tomando un sorbo del café que comienza a enfriarse, esa noción sobre lo que creamos y tenemos esperanzas de elaborar como perspectiva de la realidad, no es otra forma que una manera de insistir en lo que consideramos correcto y justo. Una y otra vez, en todas las ocasiones que sea necesario.

Y es que la llamada “gran promesa feminista” quizás se trate de la suma de sus externalidades positivas o lo que es lo mismo, una promesa de asumir que se trata de una apuesta donde todos pueden ganar. No únicamente las mujeres. E incluso, no sólo las que reclaman y protestan, sino toda persona que comprenda que el mundo siempre será capaz de transformarse en una idea mucho más amplia sobre si mismo.

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

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