Me miro en el espejo. Me observo con una atención crítica casi agresiva. Tengo —de nuevo— unos cuantos kilos de más que se traducen como una pequeña pancita y algunos gorditos alrededor de la cintura. No soy tetona —nunca lo he sido— y mis curvas son un poco disparejas. El cabello negro, grueso, alborotado y abundante, me cae sobre los hombros. Nunca tuve una melena lisa, manejable, como de publicidad de champú. Pero me encuentro bella, en mis defectos y la topografía irregular de mi cuerpo.
Sonrío mientras lo pienso. Me siento sana, plena, fuerte. Quizá con esa sincero aprecio por mi identidad, por las líneas conocidas de mi cara, esas regiones irregulares de mi identidad. En otra época de mi vida, ese pensamiento me habría producido miedo, una profunda angustia. Pasé muchos años enfrentándome a mí misma, cuestionando mi reflejo, intentando encontrar algo en él que no tuviera que criticar. Fueron tiempos duros, una larga discusión a solas con mi propio concepto sobre mi feminidad.
Decía Susan Sontag que «no está mal ser bella. Lo que está mal la obligación de serlo». Esa frase me obsesionó por años. Pasé toda mi adolescencia sintiéndome muy inadecuada, muy extraña, poco agraciada. Estudiaba en un colegio solo de niñas y desde muy pequeña asumí dos ideas: la belleza tenía unas medidas, colores y formas determinadas. Y yo no las tenía.
Era muy delgadita, con cabello abundante y rizado, pálida y pecosa. Ningún peinado de moda me lucía bien y mi cutis pálido no parecía agradarle a ninguno de los chillones maquillajes de esa adolescencia radiante de principio de la década de los noventa. Me sentía constantemente incómoda, extrañamente aislada en mi singularidad. Lo peor era que no comprendía bien qué sucedía conmigo.
¿Por qué la belleza —o no tenerla, en todo caso— me importaba tanto? ¿Qué era exactamente lo que me hacía sentir tan pequeña, herida al mirarme en el espejo?
Eran tiempos complicados: la adolescencia por lo general lo es, pero además crecía en un país adicto al brillo y a la lentejuela, a las curvas abundantes, a la mirada masculina. Rodeada de muchachas de mi edad que no podían ser más distintas a mí misma, ¿Por qué no podía comprenderlas? Una sensación agria, porque realmente quería hacerlo, deseaba pertenecer. ¿Y quién no? pienso ahora, a la distancia, cuando pienso en esos años difíciles y angustiosos, en esa sensación perenne de intentar encajar en el entramado de las cosas que deben ser, sin lograrlo.
Me miraba en mis fotografías con una profunda ansiedad: los ojos negros, el cabello oscuro y alborotado, la boca grande y sin forma. ¿Quién era? Me preguntaba mirando la muchacha del espejo. La que no era rubia ni tenía el cabello liso, la que no llevaba maquillaje, ni tenía un abundante y juvenil escote. ¿Quién era? La respuesta era complicada, quizás porque no existía. Había algo agotador en ese cuestionamiento constante, en esa inquietud de mirarte al espejo buscando lo que no tienes. ¿Por qué quería ser distinta? ¿Por qué necesitaba serlo?
Terminé el bachillerato muy jovencita: tenía apenas quince cuando comencé en la universidad. Seguía siendo bajita, flaquita, greñuda y pálida. A veces me miro en la fotografía con mis compañeras de promoción: todas ellas llevando maquillaje, el cabello teñido, siendo pequeñas mujeres que sonríen porque sabe que lo son. A su lado, con la melena alborotada domada y un sencillo vestido negro, me veo más aniñada que nunca. Más angustiada por no llevar zapatos de tacón alto, las uñas esmaltadas y esa belleza de mujer experimentada. A lo sumo, llevo un disfraz de nínfula torpe: con los ojos muy maquillados de negro, mi aspecto es el de alguien muy incómodo, muy fuera de lugar. Exactamente como me sentía.
Por supuesto que, en la universidad, las cosas cambiaron radicalmente. Con la libertad recién descubierta encontré que mi necesidad de pertenecer se transformó en otra cosa: la necesidad de comprenderme. Era muy joven aún para disfrutar a plenitud del campus, de esa sensación de redescubrimiento que te brinda la independencia intelectual, pero sí comencé a tener otra perspectivas de las cosas. Una aceptación de mi propia identidad que nunca había conocido.
Tal vez se debía al simple hecho de estar rodeada de desconocidos, pero mi aspecto físico dejó de preocuparme. O mejor dicho, me miré de otra manera. Recuerdo ese alivio que experimenté cuando a nadie pareció importarle si mi cabello era rizado o liso, o si era muy delgada o comenzaba a ganar kilos. La presión era académica y aunque subsistía la estética, yo podía decidir si la aceptaba o no. O mejor dicho, dejé de aceptarla y me dediqué a cuestionarla. Un buen cambio, sin duda. Una manera de asumir mi identidad desde otra perspectiva: la propia.
Porque se trata de eso, ¿verdad? Mirarte a través del cristal ajeno. De allí nace esa extraña sensación de no comprender el mundo, de no mirarlo de manera clara. No lo miras desde tus ojos, tus conclusiones. Intentas amoldarte a otras.
Esa idea me hace recordar cuando era niña y no me interesaba jugar con la célebre protagonista de la infancia femenina: La muñeca Barbie. Tenía una buena colección —por extraño que parezca, mi madre es fanática de su pequeño mundo rosado— pero en lo particular, nunca supe muy bien que hacer con la muñeca. Me asustaba un poco, de hecho, la sonrisa congelada, el cuerpo articulado y desnudo, lo mudo que resultaba. De manera que prefería jugar desarmando y armando relojes, escribiendo en la vieja máquina escribir de mi abuela cuentos de terror que solo leía yo y tomando fotografías borrosas con mi vieja cámara Kodak.
Y Barbie continuaba allí, vestida y bien peinada, representando esas cosas que nunca entendí muy bien pero que parecía todo el mundo sí. Los vestidos llamativos, el cabello en melena rubia de nylon cayéndole sobre los hombros diminutos. ¿Y si no eres así?, me pregunté más de una vez. ¿Y si no eres la niña que viste de rosa? ¿Si no eres la rubia del guardarropa opulento? ¿Si no entiendes a las muñecas simplemente? Recordé esa sensación de confusión muchas veces en el colegio de monjas bigotonas donde me eduqué: ¿Qué pasa si no quiero llevar el cabello liso? ¿Qué pasa si no deseo sonreír?
Me hice adulta debatiéndome con esas ideas. Siempre regresan. Es inevitable no cuestionarte, una y otra vez, sobre tu aspecto físico e incluso, sobre tu visión de la estética cuando el mundo lo hace constantemente. Mi respuesta fue fotografiarme, muchas veces. Y fotografiar.
Pero en todo caso, lo mejor que hice fue comenzar a luchar contra el miedo. Porque es miedo, así de simple. Hay un miedo terrible a ese no ser, a ese no poder reconocerte en ningún lado. Quizás por ese motivo mi amor por las grandes escritoras, el poder de la mente de otras mujeres que como yo, comenzaron a preguntarse qué le debían al mundo para mirarse en un espejo deformado de expectativas.
Crecí luchando contra ese dolor diminuto de lidiar con tus propios prejuicios sobre la belleza y más allá, con esa necesidad de comprenderme a través de ellos. Crecí, mirándome madurar frente al lente de una cámara y enfrentándome a mi miedo a diario, intentando vencerlo pero a la vez, siempre un poco asombrada de su poder. Y cuando finalmente me convertí en adulta, gané la batalla o mejor dicho: supe la había ganado. Nunca advertí cuando.
Pero la mujer que ama las ideas, la mujer que se construye cada día, la mujer que se considera hermosa por derecho propio venció a la asustada, a la que se inquietaba por la imperfección de la piel, la que lamentó no entender nunca el mundo rosa y de encajes de la Barbie. La niña que amó las palabras antes que al labial, y la mujer en que me convertí después.
Mi reflejo en el espejo sonríe. Y siento ese placer enorme, misterioso, del poder de las ideas, de esa rebeldía del que ama lo que es, más allá de lo que cree necesita ser. Me pregunto entonces, mirándome sin reservas, con amabilidad y con enorme satisfacción, si la niña que fui, esperaba ser la mujer que soy. La sonrisa se hace más amplia, radiante.
Porque creo que la respuesta es sí.