Por décadas, Venezuela fue conocida como el país con mayor cantidad de reinas de belleza por kilómetro cuadrado de su modesto territorio. Se trata quizás de una idea más o menos extravagante que me acompañó durante buena parte de mi niñez y adolescencia. Después de todo, para buena parte de las niñas que conocía, ser una “Miss” era la meta inmediata, una especie de idealización del éxito basado en la belleza. La idea siempre me produjo sobresaltos, aunque era muy pequeña para entender con exactitud el motivo por el que me preocupaba tanto.
— Nunca seré tan bonita como una Miss — le solté en una ocasión a mi madre — sólo seré bajita, paliducha.
Tenía doce años y eso me parecía realmente preocupante. Mi madre me miró con un cierto sobresalto. Dejó a un lado el libro que leía y me miró de arriba a abajo.
— ¿Quieres ser una Miss?
— Es lo que todo el mundo quiere.
— ¿Tu quieres ser una Miss?
Eso era una buena pregunta. Lo era para la época. Antes de los cuestionamientos muchos más sofisticados y pertinentes sobre la identidad de género, la sexualidad, la expresión de lo femenino y masculino. En Venezuela, en la década de los noventa, la obsesión era la belleza, la simple belleza que se podía comprar en un quirófano. Y mucho más, la que se vendía sobre el escenario de un programa anual convertido en símbolo nacional. Claro está, la verdad, no tenía muy claro quién — o qué — era esa mujer entronizada en el imaginario popular. La que protagonizaba el programa de televisión más visto del año, la que salía en todas las portadas de revista. Había algo nebuloso en esa percepción sobre la belleza, algo inexistente. No era como las actrices de la televisión y el cine, que consideraba bellas por tal o cual razón. Por fuertes, por extrañas, por sus bonitos ojos o el cabello maravilloso. Con la mítica Miss Venezolana ocurría algo más inquietante. Había un peso específico, una noción sobre esa mujer imposible que acompañaba a buena parte de las mujeres venezolanas de un lado a otro. Incluso a una niñita flacucha y deslenguada como yo.
— Las niñas de la escuela dicen que las Misses son como todas las mujeres deberíamos ser — dije entonces, como si eso se trata de un argumento irrefutable — que se supone son como…
No supe explicarle el furor y la admiración que despertaban el grupo de beldades en traje de baño, cabello esponjoso y brillante, maquillaje impecable. La mayoría de mis compañeras de clase parecían encontrarse realmente obsesionadas con la apariencia de las dos docenas de mujeres que protagonizaban una vez al año el escenario nacional. Con lo que hacían y decían, pero, sobre todo, como lucían.
En una ocasión, una de las niñas con las que estudiaba afirmó categóricamente que todas tendríamos que ser como “las Misses”. “Así de bellas, de altas, de flacas” declaró a quien quisiera escucharla. Sacudió su larga y sedosa melena, las manos en las cintura. Era una niña de catorce años, tan delgada como yo, con un rostro tan infantil como el mío. Pero ya llevaba maquillaje. Las manos con perfecta manicura. En contraste, me sentía pequeña, inmadura, un poco ridícula.
Por supuesto, nadie piensa en tales términos a esa edad, pero lo que si tenía muy claro, es que la manera en que lucía, no se parecía — ni mucho menos — al emblema más reconocido de la mujer nacional. Una sensación extraña, como si no perteneciera a ningún lado, como si algo estuviera mal en mí aunque no supiera exactamente el qué. Un pensamiento que me atormentaba a diario, que me hacía mirarme en el espejo, alarmada por mis cejas desordenadas, el cabello en punta, las manos pálidas de uñas cortas. ¿Podría ser como una Miss?
— No se supone que debas ser nada, menos una Miss — dijo mi mamá con su acostumbrada calma — lo único que necesitas es sentirte cómoda en tu piel y eso lleva más esfuerzo que desfilar por un escenario.
— ¿Cómoda en mi piel? — pregunté, sin entender nada. Ella sonrió.
— El día en que te mires al espejo y te puedas sonreír, ese será un buen día.
***
El comentario de mi amigo M. me tomó por sorpresa. Lo escuché, con los ojos muy abiertos y muy cerca estuve de escupir el sorbo de café que acababa de tomar. Pero de alguna manera logré recuperar la compostura y sonreír, intentando no parecer ofendida. No demasiado.
– ¿Botox? — repetí — ¿me estás diciendo que necesito Botox?
– Chica, pero no te lo tomes tan a pecho — respondió — solo te comento que ya no eres una niña y es hora de comenzar a pensar como verse joven para siempre.
Para quién se lo está preguntando, sí, M. es cirujano estético. De hecho, es el médico de la mayoría de las amigas de mi madre y supongo autor de esa expresión un tanto inquietante que todas exhiben con orgullo: algo en medio de la sorpresa y una sonrisa eterna que no favorece a casi ninguna. Pero ya sabemos, en la búsqueda de la belleza todo se vale, y sobre todo en Venezuela, donde la estética es una obsesión nacional.
Pero sigamos con la anécdota M. intentó explicarme porque a mis treinta y no te importa años, ya tenía que comenzar a preocuparme por cualquier línea de expresión que pudiera recordarme mi edad, mi historia o simplemente, que sí, estoy envejeciendo. Un pensamiento difícil por supuesto, pero no especialmente traumático. Intenté explicárselo de esa manera, hacerle entender que la vejez — o sus primeros síntomas en todo caso — no me produce gran ansiedad, como no sea constatar que estoy viviendo, que el tiempo está construyendo una nueva versión de mi misma y que mi mundo interior, quizás, comienza a hacerse visible en mi piel. Pero M. consideró toda esa explicación “poesía” e insistió en su punto.
– La medicina y la técnica te permiten conservar la belleza todo lo que puedes, ¿Por qué no aceptarlo? ¿Por qué no continuar siendo hermosa a pesar de los años que pueda cumplir? Eso no tiene nada de malo.
– ¿Y si no quiero?
– ¿Por qué no querrías?
– ¿Y si me parece un poco antinatural?
– Eso es una postura pasada de moda. Simplemente es tecnología para mejorar la vida.
– Lo entiendo, y me parece estupendo si alguien quiere aprovecharla, pero ¿Qué ocurre si no quiero?
Silencio incomodo entre ambos. Y es que al parecer, para M. la idea que una mujer no quiera utilizar los enormes recursos de la medicina actual para verse hermosa — o al menos, no ahora mismo — es cuando menos, imposible de comprender. La discusión continúo un buen rato y sobre todo otros temas, pero lo principal que quedó claro es que en Venezuela, la vejez o mejor dicho, envejecer con dignidad, no es una opción.
Nunca he estado muy consciente o pensado con seriedad como afrontaré el tema de la vejez. Tal vez cometo el error de considerar que esta juventud pasajera será mi presente por mucho tiempo o simplemente, que las mujeres con las que crecí, jamás prestaron demasiada atención al tema. Mi abuela era una mujer muy bella, con unas preciosas arrugas que siempre consideró trofeos de experiencia. Nunca dejó a un lado su natural coquetería — se tiñó el cabello de un hermoso color rojo toda su vida y jamás dejó de hacerlo hasta que murió — pero para ella, la vejez no era una vergüenza que ocultar, sino un mensaje que mostrar. Porque para Celia, la vejez era una forma de sonreír una manera de comprender el mundo, una forma de crear una nueva interpretación de si misma. De manera que crecí con la idea que las arrugas y las canas no eran algo terrible, sino tal vez, el inevitable reflejo de como has vivido. O mejor aún, tu mejor espejo para paladear tu historia.
Por otro lado, soy venezolana y eso quiere decir que la belleza me importa. O debería importarme en todo caso. Porque en Venezuela ser bella es ser importante y más aún, es significativo. Es un tipo de poder. Tal vez en todos los países del mundo sea así, no lo dudo, pero culturalmente, para el venezolano la belleza tiene su peso, su lenguaje y se entiende de una manera particular. Claro está, vivir en una cultura donde las niñas de quince años se preocupan por el tamaño de sus senos — y como aumentarlo artificialmente — y las mujeres de veinte ya tienen una guerra declarada contra las líneas de expresión, te da un criterio muy especifico sobre el tema. O te dejas llevar — y sufres — o lo aceptas y sufres también.
Oponerte es otra de las opciones, claro y es la que yo escogí. Quizás no de manera muy consciente y muy probablemente por simple malcriadez, pero siempre he logrado comprender la belleza como una manera de crear y no como una idea limitante por si misma. Porque la belleza existe en la medida que la perfección y la imperfección crean su propio equilibrio, la belleza es real en la medida que es parte de algo tan enorme y conmovedor como lo natural y más allá de eso, la belleza es una opinión.
A veces se nos olvida eso: la belleza solo existe en quién la mira, quién la aprecia y que le otorga el calificativo de bella. Parecerá un cliché, de hecho creo que lo es, pero la belleza es la apreciación más subjetiva de todas, es la manera más sencilla de expresar tu idea del mundo, tu lenguaje interior y un poco más allá, tu manera de construir un concepto sobre el mundo que sea válido en tu manera de concebir lo esencial del ser humano: la individualidad.
Me siento frente al espejo y me acaricio con la yema de los dedos la diminuta y fina de expresión que aparece y desaparece de mi frente cada vez que me rio. Según M., una aplicación de Botox la eliminaría para siempre. De nuevo, tendría la piel lisa de los veinte, volvería a hacer la adolescente que nunca pensó que esa línea existiría. Pero de pronto, comienzo a pensar en todas las carcajadas que crearon esa arruga: la risa desordenada y a todo pulmón de los chistes, la risa sonrojada del amor, la risa entre lágrimas de los momentos difíciles. La risa, sí, que me ha hecho ver el mundo de otra manera, la carcajada que me ha sacudido el pecho y el alma de dolor. Que bella arruga, pienso, acariciándola de nuevo. Que bonita línea en el libro de mi vida. Y que hermosa se ve allí, contando una historia que solo yo entiendo, una escena que quizá recordaré para siempre gracias a ella.
Así que no, nada de Botox, me digo riendo, otra vez, a todo pulmón, con mi risa nasal y desordenada. No hay nada más hermoso que reconocerte en el espejo, que encontrarte en esa nueva mujer que emergen de tu piel de cada día. Y quiero reconocerla muchos años, quiero mirarla crecer, quiero reír y llorar junto a ella. Esa mujer que soy yo, que es la niña que fui, la adolescente en que me convertí y la anciana que seré. La belleza de la experiencia, la ternura de una vida bien vivida.
Una forma de fe, sin duda. Una manera de crear