Una participante en un foro mencionó que en una oportunidad le negaron una promoción en su empresa bajo la excusa de que ese movimiento hubiese dejado por fuera a su jefe inmediato, quien por cierto tenía menos credenciales que ella. Reclamó, pero recibió el mensaje de que su insistencia no sería bien vista, por lo que, a falta de otra opción laboral, no le quedó más remedio que mantenerse quieta, callar y aguantar. Luego alguien le dijo que le faltó empuje para pelear por lo suyo y que seguramente sufría del “síndrome de la impostora”.
Porque es que hay nombres para todo. A eso que le pasó a la amiga, le han puesto varias etiquetas además de la famosa impostora, tales como “miedo al éxito” o “auto saboteo”. Todas están dirigidas a hacer ver que las mujeres padecemos de algún problema casi psiquiátrico de autoestima o confianza que nos impide avanzar, aun teniendo muchas oportunidades al frente. Es la vieja concepción misógina de las mujeres como pertenecientes “sexo débil”, esas tontas que teniendo el cielo al alcance de una mano, no se atreven, por lo que algo malo habrá en ellas.
La concepción masculina del éxito es el primer obstáculo.
Es un tópico común atribuir a las propias mujeres las razones por las que no llegan a posiciones gerenciales altas o a ser las dueñas de sus propias empresas (a nivel mundial sólo el 5% de las mujeres son presidentas de juntas directivas, en Venezuela no supera el 1%). Sin embargo, esta enorme brecha no puede ser explicada con base en las capacidades o motivaciones de las mujeres, quienes usualmente copan los espacios universitarios y formativos demostrando desde hace mucho tiempo ya, que la inteligencia no hace distinciones en base al sexo.
Como buena estructuralista y feminista radical que soy, prefiero mirar hacia las reglas de juego que organizan los espacios sociales, diseñadas siempre desde la lógica y la mirada masculina, para explicar las razones que mantienen el poder como un coto cerrado y exclusivo del “boy´s club”. Esto nos pone en un camino diferente cuando de soluciones se trata. En lugar de culpar a las propias mujeres de los pocos avances registrados a la fecha en materia de igualdad, tomemos en cuenta el contexto en el cual tales conductas operan.
Dentro de todos las barreras con que tropezamos las mujeres en el espacio laboral, una de los más insidiosas y difíciles de precisar y cambiar, es la concepción masculina del éxito llena de estereotipos sexistas, que obliga a tomar uno de dos extremos: masculinizarse para acceder al poder (abejas reinas y adalides defensoras del patriarcado) o comportarse como se espera de una “dama” para obtener así el reconocimiento que les haga subsistir en la dinámica empresarial.
La mayoría de las veces, abstenerse de participar o de optar, es la inteligente respuesta ante la percepción de un entorno que no acepta a una mujer en una posición poderosa y que la obliga a adoptar conductas contrarias al ejercicio de un liderazgo tenaz que pareciera ser valorado sólo cuando es ejercido por hombres.
Un asunto de sobrevivencia
Es más frecuente de lo que se cree, pero algunas mujeres aparentan no saber mucho para no ser descartadas por “ambiciosas, conflictivas, demasiado autosuficientes, arribistas”. Pareciera que la estrategia para sobrevivir es seguir las reglas no escritas del juego que van por la vía del no destaques mucho, no plantees las cosas tan asertivamente, no reclames, no hables tanto, no pidas, que no se note que quieres esa posición; sé más sumisa, para que no te conviertas en amenaza y evites ser rechazada socialmente.
No es un problema de autoestima o de confianza en sí mismas, no es un techo auto impuesto, no es falta de ambición. No es que “ellas no quieren participar cuando las invitamos porque les da pena”. Esas son explicaciones limitadas que no parten de una mirada sistémica del juego en las relaciones de poder entre mujeres y hombres.
Las hipótesis del supuesto miedo al éxito o del síndrome del impostor de las mujeres, cambiará en la medida en que detentar el poder deje de ser un asunto de competencia exclusiva para machos y más un espacio compartido que permita conducir organizaciones o países con sentido amplio.
Dejemos de revictimizar a las mujeres en los espacios productivos al decirles que tienen algún síndrome o que son ellas las del problema. Pongamos la lupa donde va, en la forma de percibir a una mujer en el poder de modo que a nadie le moleste cuando reclame o exija. Si logramos eso, más ninguna mujer tendrá necesidad de esconder sus ambiciones ni jugar a ser las niñas buenas.