El arte de ir en sentido contrario al tren: ¡Basta de avergonzar a las solteras!

El arte de ir en sentido contrario al tren: ¡Basta de avergonzar a las solteras!
julio 31, 2022 Aglaia Berlutti
feminismo

La cosa comenzó más o menos así: en una de las acostumbradas reuniones familiares, una de mis tías decidió que era buen momento para interrogarme sobre mi soltería. La escuché, reí, bromeé, esquivé sus preguntas lo mejor que pude, pero llegado a determinado punto, la conversación ligera se convirtió en algo más complicado e incómodo.

—A tu edad ya estaba casada y tenía a tus cuatro primas —me explicó; una frase que todos en algún momento hemos escuchado y que no me molesté en responder. —¿Estás diciendo que desperdicié mi vida?

—Estoy diciendo que teníamos expectativas distintas —respondí—, era una época y también una manera de interpretar el mundo distinta. No me comparo contigo.

—Toda mujer aspira a tener una familia e hijos —sentenció. Suspiré. En ocasiones es difícil manejar ideas tan sensibles y encontrar una manera de expresarlas sin parecer las censuro, pero no siempre es posible. Sobre todo cuando tu interlocutor da por sentado que tiene la razón y se sostiene sobre la idea de años de experiencia.

—No, yo no aspiro a eso.

—No todo pueden ser libros y fotografías.

—¿Por qué no?

—Porque el mundo no está hecho para eso.

—¿Quién lo dice?

—¿Entonces toda la civilización occidental está equivocada por qué tú no lo apruebas?

—No digo que esté equivocada. Para ti fue lo correcto. Para mí no lo es.

Mi tía frunce la boca, me dedica una de sus miradas centelleantes. Y es que para ella, la familia es el centro de su vida desde hace más de treinta años. Su manera de comprenderse a sí misma, de elaborar ideas con respecto a su vida diaria y su futuro, incluso su propia identidad tiene mucho que ver con su visión como madre, esposa y abuela.

¿Y quién puede culparla? Su generación fue educada para asumir que su individualidad estaba mezclada con su capacidad biológica para procrear. Una idea que durante años se insistió, se educó, se planteó como única opción. ¿Cómo explicarle a tía que para mí no lo es? No resulta sencillo, más aún, cuando la maternidad parece relacionada de manera tan intrínseca con lo femenino que a la cultura en que nací considera inevitable. Aún así, no puedo evitarlo. O sería más honesto decir que no quiero evitarlo.

Hay una idea que subyace en todo esto, que se insiste y se madura: tengo opciones. Deseo tenerlas, quiero construirlas. Deseo que cada mujer que aspira a mirar el mundo de manera distinta, las tenga.

—Una mujer que no quiere ser madre desdeña lo mejor de sí misma —insiste tía entonces. —¿Cómo puede sustituir un libro, una serie de fotografías, la sonrisa de un niño?

—No los comparo —le explico—, pero de hacerlo, ambas son formas de creación igualmente válidas, a diferentes niveles. Yo quiero parir libros e imágenes. Es mi manera de trascender, de soñar y comprenderme, como para ti un hijo.

Tía mueve la cabeza y en su gesto hay cierta conmiseración. Probablemente esté imaginándome en mi vejez, rodeada de libros a medio leer y cámaras viejas. Es una imagen que me ha descrito con frecuencia, haciéndola cada vez más inquietante y temible a medida que me hago más adulta y ella encuentra más preocupante mi soltería: me explica que viviré probablemente en una soledad agria e inconsolable del adulto que desechó «las oportunidades» de la vida. Un panorama de pesadilla que abarca esas pesadillas sociales que subsisten en el imaginario popular.

Por supuesto, hemos tenido esta discusión unas cuantas veces en el pasado y siempre la conclusión es la misma: hay una brecha considerable entre lo que mi tía —y su generación— considera correcto y lo que no lo es. Una brecha que no parece abarcar una visión mucho más amplia sobre lo femenino, ese renacimiento del poder de crear, construir y dialogar de la mujer del nuevo siglo. Y es que el enfrentamiento entre ambas visiones del mundo, se relaciona con algo mucho más esencial que la mera identidad femenina. Se trata de una reformulación de la idea de lo que la mujer es de cara a la cultura y más allá, como parte de una idea idea social mucho más amplia que intenta consumir su identidad.

La solterona al ‘closet’ del Santo: La frontera imaginaria de los treinta

Durante toda mi veintena, mi familia se tomó mi soltería como una más de mis excentricidades. Aunque de vez en cuando surgía la discusión «ya deberías asentar cabeza», nunca fue una preocupación ni tampoco un tema incómodo que tuviera que evadir. Pero al parecer, al llegar —y rebasar— los treinta años, algunas cosas comenzaron a cambiar. De pronto, hubo una preocupación general sobre mi futuro, sobre mis opciones y sobre todo, por la necesidad que tomara «decisiones adultas» que por supuesto incluían matrimonio y engendrar hijos.

Al principio, todo me pareció gracioso, después inquietante y finalmente, insultante. Porque la insistencia suponía que mi forma de ver la vida se encontraba no solo totalmente equivocada sino además, contradecía a la cultura donde nací. Un enfrentamiento dialéctico que tenía mucha relación con un enfrentamiento entre generaciones y además entre pareceres y opiniones sobre lo femenino, lo que se considera normal y lo que forma parte de esa percepción marginal de la individualidad cultural.

—Es normal querer casarte. Ser una mujer casada te da un cierto sentido de quién eres.

Escuché el comentario con cierta alarma. Me molestó el ligero matiz en la idea de «ser» soltera y «estar» soltera o casada. ¿Puede un estado civil y una decisión emocional definirte? Me encontraba en la cocina de una de mis mejores amigas de la Universidad, con quien durante años he sostenido discusiones semejantes. Para A. la decisión de casarse fue natural: lo hizo con apenas veinticuatro años y se convirtió en madre un par de años después. No hubo ningún debate sobre sus posibilidades o interpretaciones de su vida como adulta responsable. Y es que contraer matrimonio parece brindarte una cierta salvedad ante la mirada de una sociedad que te observa, te juzga, te define y sobre todo, te analiza a través de sus parámetros y como los aceptas. Claro está, no es justo decir que A. tomó el camino fácil. No obstante su complejidad tiene cierta justificación, según la sociedad que sostiene su interpretación.

—¿Como ser escritora y fotógrafa? —comento. Ella me dedica una sonrisa un poco maliciosa.

—Lo llamas «capacidad de procrear» pero en realidad, tener un hijo es una manera de asumir el mundo a través de alguien más, justamente lo contrario a la creación artística, que es una visión egocéntrica de la creación como lenguaje.

Por años A. escribió poemas y ganó algunos premios. Todos insistían que era una joven promesa de país y de hecho, durante un par de años, dedicó toda su energía a consolidar esa visión de si misma. Pero al contraer matrimonio y sobre todo, al convertirse en madre, dirigió esa potencia, esa pasión hacia su bebé, hacia ese pequeño micro mundo doméstico. De manera que sabe de lo que habla, se lo plantea en términos claros. Que yo lo entienda o no, no es importante en realidad. Como si parece ser mi caso. Hay una necesidad urgente de cuestionar mi valoración de la feminidad o esa necesidad mía de mirarme más allá de una interpretación tradicional sobre lo que deseo, asumo como normal e incluso las decisiones personales que tomo sobre mi cuerpo.

—A lo que me refiero es que podría ser madre pero el «ser» una mujer casada, implica además que mi posible maternidad tiene mucho que ver con contraer matrimonio —le explico. —El matrimonio solo es un acuerdo entre adultos, una contrato formal que le brinda una figura legal a ciertas ideas de convivencia.

—Dile eso a una madre soltera.

Me tomo un sorbo de café para evitar responder de inmediato lo que pienso. Y es que tengo que decir mucho sobre el tema: mi madre fue madre soltera y tuvo que maniobrar en ese delicado equilibrio entre la cultura que redime a la madre y justifica el machismo y el abandono. Luchó y no por abnegación sino por propia supervivencia contra la idea de encontrar la razón de la maternidad como parte de un acuerdo legal y más allá, una figura cultural. Fue madre pero no esposa y eso supone una diferencia, al menos en una sociedad conservadora como la venezolana. Un pensamiento paradójico, si tomamos en cuenta que un elevadísimo porcentaje de los hogares en este país dependen únicamente de la figura de la madre.

—O sea que para ser madre, también se debe «ser» una mujer casada —pregunto.

—No hablo de fórmulas sociales, es una manera de construir tu vida de manera ordenada —me insiste—, la familia como visión de la cultura no es un capricho, es una necesidad. No censuro a nadie pero creo que hay ciertas ideas fundamentales que deben conservarse.

Pienso en eso unas horas después mientras limpio mi apartamento. Tengo treinta y tres años, no me he casado ni pienso hacerlo pronto. Tampoco sé si después lo haré. La maternidad de momento está descartada. La idea simplemente no forma parte de mis planteamientos personales. ¿Qué tiene de malo eso? Mi amiga A. insistiría en que me estoy condenando a mí misma a un ostracismo social innecesario. Es una cuestión práctica, vamos, asumir que es mucho más fácil recorrer la línea transitada. ¿Pero es necesario? ¿Y si el experimento socialmente razonable te contradice?

Pienso en todas las veces que me he preguntado si hay algo malo en mi por no asumir de manera tan sencilla esa imagen idílica que la cultura te vende como necesaria. Peor aún: he sido testigo de las muchas veces que ese mito popular del matrimonio feliz se resquebraja por la realidad. ¿Qué tiene de malo oponerse? ¿Qué tiene de preocupante una decisión distinta?

En apariencia mucho. Y es que con treinta y tres años cumplidos, ya no soy joven. O esa es la frase que más he escuchado durante el último año. Tampoco soy «sencilla», lo cual parece significar que mi mal humor mañanero, mi poca paciencia, mi debilidad por las causas perdidas, mis obsesiones tampoco juegan a mi favor en ese equilibrio de evitar la pesadilla social de la solterona. Y es que parece haber un consenso general en el hecho que estoy pisando una frontera preocupante entre la libertad que se le permite a una mujer y la que puede disfrutar.

¿Qué va a ocurrir contigo a los cuarenta? ¿Qué ocurre contigo ahora mismo? ¿Cómo te planteas los años venideros a solas? Poco importa mis encendidas proclamas de mis planes, proyectos y sueños futuros. Una cosa está bastante clara: mi visión del mundo —que se traduce en palabras e imágenes— tiene poco que ver con esa otra percepción del mundo que se define por el «ser» casado, en contraposición con el sutil pero contundente matiz de «estar» casado.

El tema me rebasa a veces. Sobre todo cuando intento quitarle importancia, el polvo de mil tradiciones y de esperanzas culturales que no son mías. Y a veces me resulta. Una de mis primas siempre me alaba por vivir «a mi manera» y uno de mis amigos más viejos me celebra mis desplantes a los preguntones como zalamerías. Pero eso es un poco en juego: sigue inquietando el «después».

Porque esa insistencia en «ordenar mi vida» comienza a abrumarme un poco. ¿Estaré haciendo mal en seguir por la vida así, a la ligera? ¿Pero es una banalidad este desafío mío sin sentido a lo que se considera habitual? Yo creo que no, me digo con insistencia. Creo que me estoy mirando con toda sencillez, que simplemente analizo mi vida desde una perspectiva que es tan personal que quizás por ese motivo resulta extraña. Y por favor, no es que me considere especialmente «singular». No creo que tomar decisiones sobre mi vida adulta me convierta en una heroína o en un paria.

Creo solamente en esa honestidad particular de decir «esto no es para mí» o quizás «esto ahora no es para mí». ¿Por qué la sutileza? Sonrío mientras lo escribo. Muy probablemente porque una vez que rocé estos treinta tan complicados y enrevesados, la gran lección ha sido que nada es absoluto, mucho menos evidente o superficial.

Del amor y otras pequeñas batallas: De lo romántico a lo pragmático en una sola mirada

Se habla del amor. Se habla de la pasión. Se habla del sexo. Son tres miradas distintas de las relaciones interpersonales que cualquier adulto ha cruzado, rebasado, probado y con toda seguridad superado. Buenas razones para decidir compartir tu vida con alguien y no siempre mezcladas entre sí.

¿Suena poco romántico? No intento parecer pragmática pero he llegado a comprobar que hay una necesidad coherente que te lleva a asumir el riesgo de cruzar firmas y compromiso para enaltecer lo que compartes en una relación de pareja. ¿Es miedo entonces lo que me hace retroceder y no cruzar la línea? No lo creo. ¿Algo más cerca del desconcierto y la confusión? Podría ser y no dudo que haya un ingrediente determinante de inmadurez en mi decisión de seguir sola a pesar de las dudas, los momentos de doloroso cuestionamiento —lo hay, claro— y la simple presión social. Pero también hay la convicción que no comprendo ciertas ideas, que no puedo asumirlas como personales y eso impide que pueda incluirlas en mi vida, ya sea como una forma de expresión intimo o algo tan formal como una relación.

Mis relaciones amorosas siempre han sido erráticas, cortas y largas, apasionadas y dolorosas, como supongo lo son para todos los adultos de mi generación y de mi edad actualmente. Por ese motivo me resulta un poco extraño cuando alguien me insiste en que cambiaré de opinión, súbita y radicalmente con respecto al matrimonio cuando me enamore. ¿Qué ha ocurrido antes entonces? ¿Es una cuestión de amor o su interpretación?

—Ya me enamoré varias veces —explico. Mi interlocutor suele sonreír. —No importa, ya te llegaré el que te hará querer casarte.

Casi siempre recuerdo el amor pasional e intenso que he sentido por mis parejas. Los buenos ratos y los momentos crudos, esa extraña afinidad de creer y confiar en que una relación sentimental construye una manera nueva de ver la vida. ¿No es suficiente entonces la manera como he comprendido mis relaciones? Aparentemente no. O sí, y mi percepción es distinta, quizás. Casi siempre que hago ese comentario, mi hipotético interlocutor suspira, con aires de superioridad.

—No es lo mismo, habrá alguien que será distinto.
—¿Cómo?
—No lo sé. Distinto.
—¿Cada relación no es distinta?

Un tema espinoso. Porque hay un análisis de fondo, una idea que sugiere que simplemente, hay algo en tu visión del mundo que no está es maduro y consistente como para responsabilizarte por tus emociones. La gran pregunta, por supuesto, que suelo hacerme es ¿basado en qué se realiza ese análisis? ¿No es igual de válido que decida asumir la responsabilidad sobre mis sentimientos sin acuerdo legal de por medio? ¿Sería menos madre si decido concebir sin la ayuda de un compañero?

Hay una infinita variedad, una graduación interminable de la idea que se mezcla no solo con los conceptos culturales de mujer, familia y lo correcto sino además, que se transforma en algo más, que se mira a sí mismo como inevitable e imprescindible. Pero ¿Qué pasa con la mujer o el hombre, si al caso vamos, que no desea contraer matrimonio por ninguna razón válida? ¿Qué ocurre con la mujer que no solo no posterga la maternidad sino que no forma parte de nada de lo que considera personal? De nuevo, surge la pesadilla de la cultura, el hombre y la mujer solos, sin propósito, el que transita al margen de esa gran visión de la cultura tradicional que de vez en cuando presiona tanto que sofoca. ¿Qué sentido tiene insistir en invisibilizar la excepción? ¿Quiénes somos más allá de las etiquetas sociales?

En una nutrida reunión familiar, me siento a solas a observar a mis parientes conversar y reír en voz alta. Hay unos cuantos bebés de pocos años de edad correteando de un lado a otro y varias de mis primas, bailan con sus jóvenes esposos. Y allí estoy yo, con mi cámara en mano, mirándolos a todos. Los observo y me pregunto por qué para mí las cosas no son tan fáciles. No es que me considere distinta: no es algo tan simple como una cuestión de rebeldía, tan fácil como una renuncia a ciertos valores para mirarme de manera más clara. Es que simplemente no logro comprenderme bajo el patrón que esquematiza las ideas: ¿Qué pasa con la soledad? ¿Con esta sensación de encontrarme fuera de cierta idea responsable sobre mí misma?

No sabría bien como colocar la pieza faltante, pienso mientras me inclino y fotografió a una de mis primas pequeñas: es un bebé rollizo y feliz que me extiende los brazos y se abraza a mis rodillas. Le acaricio la cabecita redonda, sonrío con afecto. Y aun así, no me imagino a mí misma mirando a mi propia hija, riendo con ella, sosteniéndola en brazos. Ya va siendo hora que lo imagine, ¿no es así? Me pregunto casi con crueldad.

¿Debería comenzar a considerar las opciones entonces? Ser madre sin «ser» esposa. ¿O ser mujer sin «ser» algo más que una identidad? No lo sé, me digo. El clic de la cámara me parece ensordecedor, la sensación de asombro por lo que no soy también. Y continúo deambulando de un lado a otro, no solo en medio del feliz grupo que celebra, sino entre mis ideas. ¿Quién soy? ¿Qué deseo para el futuro? ¿Quién seré a partir de mis decisiones y quién soy por las que he tomado?

No lo sé, pero muy probablemente encontrar respuestas sea una forma de reafirmación. Una manera honesta de mirarme y de afrontar mi temores, mis disyuntivas y mi propia desazón.

 

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

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