“Las mujeres son las peores enemigas de las mujeres”, “entre ellas compiten, se envidian y se critican”, “son complicadas, cuaimas, hormonales”, “con un mujerero junto no se puede trabajar”, son lamentablemente lugares comunes que muchos hombres y no pocas mujeres creen como cosa cierta (duele escucharlo de la boca de las propias mujeres).
Ha sido repetida hasta la saciedad la idea que las mujeres somos algo así como brujas conspiradoras y que estamos en continua pelea por la aprobación del poderoso varón, tanto para obtener espacios de poder como para casarnos y tener descendencia como misión de vida. En la fantasía de mucha gente jugamos el papel de la mala de la telenovela, que hace lo que sea para conquistar al galán, aunque eso suponga aniquilar a la adversaria. O en el mejor de los casos, somos las buenas, las sufridoras pacientes que esperamos ver luz al final, sobreviviendo como víctimas de los peores maltratos de “la otra”.
Crecer en una sociedad androcéntrica o ‘bro culture’, que basa su andamiaje institucional en la creencia de que lo masculino es la medida de todas las cosas, nos pone a las mujeres a luchar entre nosotras para ser recibidas, aceptadas y tomadas en cuenta. Es una lucha cuyas reglas de juego son definidas por el patriarcado quien decide quién entra y quien no, abarcando desde estándares de belleza, hasta de personalidad. Mejor si bella y sumisa al mismo tiempo.
Esta narrativa patriarcal genera relaciones basadas en la desconfianza entre nosotras, convencidas de que el poder es masculino y que el enemigo a vencer es toda aquella que ambicione visibilidad, inclusión o aprobación por parte del boy´s club.
Fraternidad
La solidaridad entre hombres se alimenta de un pacto histórico y bien documentado para excluir a las mujeres de los anillos de poder. De allí que seamos tan pocas las que estemos participando de manera activa en las direcciones de todos los ámbitos institucionales donde las decisiones son tomadas. Cuando se da la extraña circunstancia de abrirse un espacio para nosotras, la pelea es a cuchillo.
“Los hombres son más prácticos”, “ellos olvidan pronto”, “no se enrollan como nosotras”, “no se pisan la manguera” son expresiones que con algo de envidia dicen muchas de las mujeres con las que hablo, añorando un deber ser que las mujeres deberíamos copiar según su criterio. Yo les explico que eso es así, porque nadie los está poniendo a competir por escasos puestos de poder como a nosotras, por lo que entre ellos no se ven como competencia. Tienen para entrar y sobra espacio. Usted nace varón y ya tiene un escalón social garantizado. Usted nace hembra y va a tener que esforzarse un poco más.
Tengo la hipótesis que, desde niños, crecen escuchando que las mujeres son mandonas, las niñas malas, las adolescentes locas, las viejas brujas (las únicas que se salvan son las madres y la Virgen María) lo que los lleva a temer a la figura femenina en el poder. Por ello optan por aliarse entre hermanos del alma para protegerse de todo mal y peligro.
Sororidad
La solidaridad entre mujeres, o sororidad, es un concepto moderno inequívocamente feminista, como nos recuerda la maestra Evangelina García Prince: “Fue acuñado por el sufragismo para sustituir al término androcéntrico de la fraternidad y lanzado por el feminismo al discurso político”.
Ser solidaria con otras mujeres es tomar conciencia de la manipulación que se ha hecho de nuestra psicología y nuestros cuerpos para dividirnos. Es un esfuerzo consciente, voluntario y colectivo que tenemos que hacer para brindar soporte y apoyo a aquellas que están luchando tanto por su propio desarrollo, como por abrirles espacios a las demás.
Me solidarizo y hago comunidad para pensar en un “nosotras”, para no quedarnos solas buscando la manera de resolver y derribar barreras como mejor podamos, para que nos unamos en un valor colectivo en defensa de nuestros derechos.
Practicar solidaridad públicamente es una virtud sospechosa, como nos advierte la otra maestra, Amelia Valcárcel, porque dada esa historia contada desde el poder masculino, mostrar empatía, apoyo simétrico y desinteresado por otras, puede no lucir auténtico ni esperado. Pero hay que hacerlo, aunque sea difícil.
La solidaridad entre mujeres es un acto político y es rebelión.
La conciencia de compartir destinos e intereses comunes con el resto de las mujeres pone lo propio en colectivo, porque nace de la experiencia de sabernos subordinadas y de experimentar la opresión por el hecho de ser mujeres.
No se trata de ser las mejores amigas ni endosar a ciegas cualquier acción que las otras hagan, sino solo por las que van por los intereses que nos importan a todas, por encima de las antipatías y sí, de las insolidaridades también.
No nos hagamos eco de ideas misóginas sobre lo que nosotras somos, sentimos o hacemos, ni idealicemos con ánimos de emulación, un modo de vida masculinizado. Entender por qué actuamos de estos modos y las causas de tales insolidaridades, nos permitirá conformar relaciones entre nosotras basadas en el respeto y hacer los acuerdos que con urgencia se necesitan para avanzar en igualdad real.