En una de las escenas de la serie The Baby de HBO, Natasha (Michelle de Swarte) mira con ojos desconfiados al bebé, que, por alguna pirueta del destino, debe cuidar y proteger. Y lo hace, entre el desagrado, la incomodidad y la inexperiencia. “Nunca quise tener hijos y el pensamiento de que esa idea deba ser debatida, me incomoda tanto como una futura maternidad” reflexiona el personaje en voz alta. Lo hace en medio de una sátira retorcida y extravagante sobre el hecho de ser madre en nuestra época. O, mejor dicho, en todas las épocas en que la maternidad ha sido parte de la idea de ser mujer. Al final, la historia se enlazará con ideas más cercanas al género de terror que otra cosa, pero la premisa principal continúa en el centro de todas las ideas.
No querer ser madre es un debate que produce incomodidad porque saca a relucir los prejuicios históricos que apuntan a que un bebé es una idea que debe prevalecer sobre cualquier otra. Eso, una idea, pienso mientras en la serie dos madres discuten sobre la depresión postparto, otro tema del que tampoco se habla. “Tenía pesadillas o mejor dicho, deseos de huir sin mirar atrás” dice una madre jovencísima que sostiene en brazos a su hijo de mejillas redondas. Pero el personaje mira a la cámara con cierta crispación dolorosa. “Necesito creer que puedo ser buena madre. De no ser así ¿Qué soy?”. Qué buena pregunta, me digo ahora, un poco preocupada. Lo más singular, es que nadie se la hace con frecuencia. Y cuando lo hace, es para que tenga una respuesta ambigua, incómoda, una pequeña condena.
Una vez, uno de mis profesores universitarios — sí, a los hombres les encanta opinar sobre el derecho de la maternidad femenino — me insistió que lo mío era “una etapa”. Una “bastante ingrata” añadió. Éramos buenos amigos, dos adultos casi contemporáneos, sentados a la mesa para tomar café y sostener una civilizada conversación. Bueno, no hubo nada de civilizado en esa frase. Pero al menos, no lo consideró una sentencia venida del mismísimo cielo ni tampoco, una herida histórica que debía señalar. No respondí — casi nunca lo hago — y cuando insistió en mis motivos para “una soledad semejante”, se quedó un poco ofendido cuando me eché a reír.
— Hablas de la maternidad como una gran debate sobre la vida contemporánea y su desarraigo — dije.
— La maternidad es algo natural y únicamente se podría opinar de ella si la has vivido — dijo con amabilidad.
Lo cual era una frase bastante curiosa, dicha por un hombre. Pero me contuve — la burla y señalar lo evidente — para escuchar que tenía qué decir. De hecho, le dejé formular su hipótesis. A saber: es imposible que una mujer no quiera ser madre. Lo es por la simple noción que el cuerpo “contiene” órdenes biológicas que, de alguna u otra forma, se convierten en imperativos. Y siendo así, es casi impensable rechazar la idea de la maternidad de plano. “Hay que disfrutar de los placeres del cuerpo haciendo lo que debe para comprender su poder” comentó en tono pomposo.
En un momento dado, me pregunté el por qué escuchaba la opinión de un abogado especializado en derecho administrativo sobre un tema semejante. Y después pensé, que, en realidad, todos tienen una opinión tajante, la mayoría de las veces confusa y desconcertante sobre el tema. Está bien opinar acerca del cuerpo de la mujer, la decisión de la mujer, el futuro de la mujer. En especial, si se trata de la capacidad reproductiva, que al parecer se toma como una especie de concepto público que despoja a cualquiera de las decisiones más obvias sobre su cuerpo.
Y créanme, he escuchado de todo. Desde mujeres que llaman a otras “egoístas, brutales y sin sentimientos” por no querer tener hijos, hasta hombres que hablan sobre “insatisfacciones y vidas incompletas” a alguien como yo, que sólo expresó en voz alta su incapacidad para tener alguna relación con el mundo infantil. Me ha ocurrido de todo: desde un sacerdote que me llamó “desgarrada por la moralidad ambigua moderna” (bonita selección de términos), hasta una amiga que dejó escapar una risa triste y me dijo que “hasta las mulas” deseaban ser madres. “Y mírate tú”.
Nos encontrábamos ese día en un restaurante coreano en una degustación y su hijo de dos años, había arrojado de la mesa todo lo que encontró a su paso. Cuando le comenté que quizás habría sido buena idea dejar al niño en casa, me miró ofendida. “¿Por qué un niño no puede disfrutar del mundo?” me reclamó. Intenté tener paciencia. Terminé de comer la mezcla de pescado con un tipo de especia picante desconocida, antes de decir algo más. Mientras tanto, vi al niño revolverse en su silla, chillar con evidente incomodidad. Tirarse del cabello, escupir, gritar. Los adultos en el resto de las mesas se volvieron a mirar, alguien agachó la cabeza para cuchichear enfurecido.
— Los adultos se creen con derechos sobre el mundo — dijo mi amiga — también, es un mundo de niños.
— Lo único que opino es que no todos los lugares ni las personas, sienten la misma urgencia de hacer más cómodo cada espacio para el disfrute infantil — dije — y sí, es una idea egoísta. Pero también, es realista. No todos somos padres.
— Eso es una aberración — y me miró a la cara. Me imaginé que era lo que consideraba en realidad una aberración — que no te guste un niño es para dar miedo.
Seguí comiendo la selección de platillos exóticos alrededor de la mesa. ¿Soy una aberración? me hice la pregunta con toda la franqueza que me lo he hecho durante buena parte de mi vida. Desde que tenía menos de veinte años, estaba convencida que jamás querría ser madre, aunque por entonces, lo veía como un hecho inevitable. Me conformé con la idea que podría posponerlo hasta estar “realmente lista”, aunque estaba convencida que jamás ocurriría. ¿Qué hay de mal en mí? me pregunté frente al espejo, a docenas de terapeutas, incluso a un chamán de “ejercicio espiritual” a la que una de mis primas me llevó a tirones. ¿Qué hay de malo en no tener el menor deseo de tener hijos, de no sentir simpatía o necesidad de cuidar, proteger o nada parecido a un niño?
Pero volviendo a la conversación con mi profesor, le escuché por un buen rato ponderar sobre que todo en mi vida, me empujaba para ser “madre”. Que yo no lo sabía aún — pero él sí, al parecer — pero en algún momento “todo tendría sentido”. Que la vida de una mujer estaba construida para alentar “el amor a sus niños, para cuidar de los otros, para tener la condición esencial de un tipo de bondad que un hombre no conoce”. Comencé a tener considerables dudas sobre mi naturaleza femenina o si de hecho y bajo ese contexto, debería incluso llamarme “mujer”.
— ¿Cuándo pasará eso? — le pregunté de pronto.
— ¿Qué cosa?
— Tener ese deseo de ser madre.
— No sé — se echó a reír — cuando dejes a un lado todo tu egoísmo.
— Ah ¿se trata que soy egoísta?
— Sí — y lo dijo con un tono casi afectuoso — eres egoísta al no pensar en tu deber biológico.
Todavía me sorprende que haya soportado esa conversación, sin que todo terminara en una escena violenta de insultos y bofetones. Pero por esa época, estaba convencida que, en realidad, había “un problema” en mí. Había un problema trágico, real y medible en que no tuviera la más mínima disposición maternal y que por lo visto, no la tendría pronto. ¿Hay un mecanismo roto en mi interior? ¿una pieza rota, escindida? Lo podría creer, de no haberme sentido tan cómoda toda mi vida justo con lo contrario. Con la idea de no tener hijos antes o después. ¿Esa era una decisión que se podía tomar? ¿una forma de apartarme de lo que se esperaba de mí?
Ah, la gran pregunta que me han hecho por buena parte de vida. La pregunta de los días incómodos en que algún bien intencionado intenta entender por qué no me entregué a las maravillas de la maternidad cuando era más joven. El motivo por el cual no lo hago aún ni tengo la menor intención de hacerlo en el futuro. En una ocasión, una de mis amigas de toda la vida, me preguntó si realmente no me resultaba aterrador “la posibilidad” de “jamás conocer el milagro de la vida”. Y lo dijo con buena intención, con la amabilidad sincera, firme y experimentada de su doble maternidad. Con treinta y nueve años, es madre de dos. Es una mujer genuinamente feliz. Y también, una que no comprende del todo, por qué yo no puedo mirar el hecho de ser madre a la manera en que ella lo hace.
Dos vueltas de tuerca bajo el mismo tornillo
Muchísima gente me pregunta si no querer ser madre equivale a odiar a los niños por el solo hecho de ser. De verdad, es una pregunta que me han hecho entre risas, otras veces de forma muy seria, casi siempre con genuina curiosidad. Y me lo he preguntado yo misma, en medio de esos breves y por fortuna, mucho menos frecuentes momentos, en que cuestiono mi vida en todas sus aristas. ¿Debería tener hijos? ¿vivir la experiencia? Una vez dije algo semejante frente a una de mis tías y me dedicó una mirada escandalizada.
— Tener hijos no es un viaje. No es vivir una experiencia. Implica hacer una donación de tu vida, de todo lo que te rodea, quieres y haces, en beneficio de tu hijo — me explicó, irritada — a eso tienes que estar dispuesta. Si no lo estás, es mucho más saludable ni se te ocurra dar ese paso.
No es que hubiera querido darlo, pensé con cierto sobresalto. Pero sí, esa es la otra cuestión. La creencia romantizada sobre la maternidad, que la convierte en una especie de experiencia beatífica, benigna y amable que se extiende en todas direcciones de tu vida como una ola bienhechora. Ser madre es el punto más alto de la maravilla, de las deudas morales, de las miradas a la esperanza. ¿Qué ocurre cuando para ti no es así? ¿Cuándo no te importa nada de ese mundo y lo dejas claro?
— No pasa nada — dijo mi tía ese día — pero es mejor saber qué quieres que creer que quieres algo y que eso, sea tu peor decisión a futuro.
No me gustan los niños. No los odio ni me causan repulsión. No tengo un “problema emocional” con respecto a mi infancia, que fue la de una niña corriente. Tampoco siento rechazo, fobia o me provocan alguna reacción física relacionada con un trauma no resuelto. Solo no me gustan: no estoy familiarizada con el mundo infantil (ni quiero estarlo), mucho menos soy maternal o especialmente interesada en la crianza de un niño. Y eso, no me hace una rareza. De hecho, no me hace otra cosa que alguien que decidió, de manera voluntaria y sin tener la menor intención de molestar al prójimo, que su vida no tiene ninguna relación con el mundo de las madres, la ternura de un bebé de manitos gordas que sonríe con ternura, las infinitas y múltiples bondades que se le achacan a la maternidad. Estoy al otro lado del espectro.
Eso no me hace una mala persona. Tampoco una buena, ya que estamos en el tema y en la actualidad, todo se analiza desde un baremo moral. Eso, a pesar de lo que pueda parecer y de lo que la cultura en que nací, suponga. Pero es tan sencillo como obvio: no tener hijos, que no te gusten los niños ni que imagines tu futuro vinculado a la idea de la plenitud que se le achaca a la maternidad, no es una decisión retorcida, impulsada por el egoísmo o una afrenta a cualquier ¿sagrada? regla de la naturaleza que se quiera imaginar para la ocasión. Porque el asunto sobre los niños se ha convertido en un debate incómodo, en el que incluso, se trata de incluir ideas tan dispares y poco convincentes como la concepción sobre la consciencia colectiva, la necesidad reproductiva y la percepción sobre la identidad.
Tener hijos es una disputa antigua, una convicción incómoda sobre el derecho a decidir sobre el cuerpo que se impone en la sociedad y lo que es aún peor, conclusiones básicas sobre nuestras relaciones con la forma en que afrontamos el futuro. O al menos lo ha sido para mí, que supe que no deseaba tener hijos desde que recuerde.
No me gustan los niños ni quiero tener hijos. Es un binomio complicado de explicar, de mirar, profundizar, ver, analizar. No quiero tener hijos. Y tampoco, creo que todos los adultos debamos asumir como prioridad el hecho de la maternidad. Lo es para quien desee lo sea, pero eso no hace que el resto de quienes no lo queremos, estemos en una encrucijada violenta e incómoda de cuestionamientos radicales acerca de nuestra cualidad moral y espiritual.