Cuando eres mujer, tienes dos opciones: encajas o te opones a una historia que parece escrita para tu vida desde antes de tu nacimiento. Una frase dura, extraña e inquietante, que la eterna Angela Carter llamaría parte de las historias «que se entrecruzan y sobreviven en el subconsciente colectivo».
O aceptas ser la mujer que la cultura ideó para ti — como esa sentencia eterna de Simone de Beauvoir «No se nace mujer: llega una a serlo» — o te opones, con todas las armas a tu disposición. A mitad de camino entre una batalla de las ideas y algo más complejo. Entre ambas cosas, subsistir resulta complicado, desconcertante, doloroso. Una especie de reflejo distorsionado.
Escogí oponerme. Desde niña me han acusado de «preguntona», de «discutidora» y «difícil». Tengo mis propias opiniones, me considero mentalmente independiente y la mayor parte de mi vida, me he preocupado por brindar mi visión de las cosas — quién soy, qué deseo — de la manera más profunda posible. ¿Eso me hace difícil?
Pero, si lo analizamos ¿Qué es una mujer difícil? ¿La que argumenta? ¿La que se niega a cumplir esas pequeñas reglas sociales que forman parte de un concepto mucho más elemental de la realidad?
Y es que pareciera que la cultura insiste en un rol definido y construido a trozos, a objeciones y restricciones que se sujetan a una imagen de la mujer sin rostro, la anónima, la que debes ser.
No hablamos ya de lo masculino, que por reverso pareciera perder sentido sobre quiénes somos como individualidad y cómo nos relacionamos, sino algo más sutil, que pasa desapercibido. Y es que pareciera que la cultura insiste en un rol definido y construido a trozos, a objeciones y restricciones que se sujetan a una imagen de la mujer sin rostro, la anónima, la que debes ser.
¿Qué pasa con la mujer que no desea calzar en esa visión?
¿La que no aspira al matrimonio?
¿La que no se interpreta a través de la maternidad?
¿La que no obedece los códigos de estética habituales?
¿La que se mira bajo una interpretación completamente personal?
¿La que se asume distinta, la que celebra esa diferencia?
¿La que simplemente no acepta la imposición cultural y social?
En una ocasión, uno de mis profesores universitarios me llamó «odiadora de hombres». Lo hizo en un tono chistoso que no restó dureza al insulto ni hizo menos ofensiva la insinuación. Nos encontrábamos en su oficina, en un acalorado debate sobre el papel legal de la mujer en Latinoamérica y mi opinión en torno a que la ley de nuestro continente es machista, le enardeció. Cuando le recordé que el Código Civil venezolano hablaba sobre «asesinatos por honor» — justificar un asesinato por la infidelidad de la mujer — y otras ideas desconcertantes al estilo, sonrió con cierta suficiencia.
—La ley protege a la mujer de acuerdo a la sociedad a la que pertenece, y la de nuestro continente siempre ha sido conservadora — dijo —. También debes recordar que el Código Civil es un reflejo de su época. Hace cincuenta años la situación de la mujer era diametralmente distinta a la actual.
—Apenas en 1982 se logró en nuestro país la reforma del Código Civil que brindó igualdad legal a la mujer dentro del matrimonio y se abolió la diferencia legal entre hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio, entre otros — aduje — es una reforma tardía y poco satisfactoria, además.
Recordé además esa noción latinoamericana de mirar a la mujer como minusválida legal, esa insistencia en concebirla como parte de la familia, del matrimonio y jamás como sujeto individual. Una idea escalofriante que transforma a la mujer en un símbolo más que en un ciudadano.
– Como te dije, nuestro país es conservador — insistió el profesor cuando se lo recordé — no se minimiza el rol de la mujer, se le brinda un rol tradicional.
—¿Y cuál es ese?
El profesor me miró en silencio. Siempre me había parecido un hombre adusto, aunque esencialmente práctico, pero en esta ocasión la conversación parecía incomodarle por razones que yo no podía comprender.
—La mujer es lo que es en Latinoamérica: el pilar de la sociedad, la madre abnegada, la niña inocente. Y la ley, en correspondencia, protege esa figura — respondió. Le noté incómodo, un poco colérico —. Me parece lógico que la ley sea un reflejo cultural.
—¿Y qué ocurre con la mujer que no calza en ninguno de esos aspectos?
—Todas calzan.
—Yo no — insistí — no soy abnegada, ni pilar de la sociedad ni una niña pura, no en el sentido que usted lo mira.
– Lo serás — dijo. Apretó los labios — toda mujer…
—¿Es parte de esa mujer necesaria? ¿Del deber ser femenino?
—Bueno, quizás habrá una que otra odiadora de hombres, como tú.
Soltó una risotada, como si se tratara de un chiste privado. Uno que yo tendría que comprender, que debería celebrar. Pero no lo hice. Permanecí callada, con las manos rígidas contra los costados, mirándole ofendida y herida. Finalmente, el profesor se encogió de hombros, como si mi furia o el mero hecho que sus palabras me parecieran ofensivas estuvieran fuera de su comprensión.
—No es tan simple — insistió.
—Tampoco es real.
Unas semanas después, abandoné su clase. Pero aprendí una lección que quizás no sabía me había enseñado: la de la necesidad de oponerme a la idea de la mujer que «debe» existir, en contraposición a la verdadera, a la que se enfrenta al prejuicio. Una decisión que tiene el poder de crear y construir una nueva imagen de lo femenino. Una más fuerte y poderosa que cualquier otra.