Hace unos años, trabajaba en una pequeña oficina editorial en la que compartía espacio y labores con una mujer de mi edad y con las mismas credenciales académicas. Al llegar, creí que esas semejanzas nos harían buenas amigas, al menos un buen equipo de trabajo. Después de todo, pensé con ingenuidad, se trataba de cierta complicidad natural.
Me equivoqué, por supuesto. De inmediato comprobé que mi compañera de trabajo no sólo no deseaba ningún tipo de colaboración entre ambas, sino que en cada oportunidad posible se dedicaba a sabotear mi trabajo. Y lo hacía de todas las maneras posibles, irritantes e incluso infantiles, a su alcance: desde falsear los datos de los proyectos en que trabajamos juntas, negarse a compartir información vital que necesitábamos por igual e incluso, esparcir rumores sobre mi poca capacidad laboral o mi “supuesta” irresponsabilidad. Al principio, ignoré lo mejor que pude el sutil asedio, hasta que, por último, no pude continuar haciéndolo y decidí encarar la situación de manera directa. Me sorprendió que mi compañera no lo negara en absoluto.
— Aquí se trata de quién es la mejor— me dijo — eso de la amistad entre mujeres no existe.
No supe qué responder a eso, aunque por supuesto, no era la primera vez que escuchaba algo semejante. Y mucho menos sería la última vez en que me enfrentaría a un tipo de rivalidad insistente y destructiva entre mujeres. Con el transcurrir del tiempo comprobé que existe un grave problema de perspectiva sobre lo femenino desde el punto de vista de las mujeres, una consecuencia directa de la presión cultural sobre la identidad de género y, sobre todo, la forma en la que se comprende las relaciones afectivas dentro de una sociedad obsesionada con la mujer objeto.
Se trata de un fenómeno que la mayoría de las mujeres han experimentado a lo largo de su vida y que parece acentuarse a medida que las condiciones profesionales y económicas femeninas las hacen más competitivas. Mujeres que atacan a mujeres a través de chismes, violencia emocional, burlas y críticas. Mujeres que se enfrentan a otras a través de todo tipo de recursos mezquinos heredados y aprendidos desde la niñez. ¿Qué provoca un comportamiento preocupante que se repite como un patrón reconocible en mujeres de cualquier edad? ¿Cómo se define un tipo de agresión que, además, se normaliza y se asume como parte de la identidad femenina?
Unos años atrás, la psicoanalista y feminista Juliet Mitchell decía que el enfrentamiento entre mujeres era quizás la peor trampa de una cultura que presiona a la mujer para competir con la atención masculina y, sobre todo, encontrar un lugar social en detrimento de la identidad de las mujeres que le rodean. Un concepto que abarca la raíz de esa visión de lo femenino sobre sus propias características con enormes implicaciones en la manera en la que la mujer moderna asume su identidad. Hablamos de mujeres que, a pesar de su empoderamiento, inteligencia, talento y éxito profesional, sienten el impulso de atacar a mujeres a las que consideran iguales o en situaciones semejantes, como parte de un hábito social normalizado que se acepta e incluso se celebra. Desde los concursos de belleza hasta la visión de la “puta”, “la fácil” y otros epítetos semejantes, la lucha de la mujer contra la mujer es parte de una noción dolorosa sobre el mundo femenino.
Mujeres que atacan a mujeres a través de chismes, violencia emocional, burlas y críticas.
Para Mitchell, la respuesta a toda la circunstancia es una sola: la herencia cultural que presiona a la mujer desde todo ámbito posible. Una visión que engloba esa insistencia sobre el hecho de que la mujer es una figura a la medida de las fantasías masculinas. Siendo así, la mujer debe complacer, ser deseable y, sobre todo, convertirse en un objeto voluble capaz de fascinar a la sociedad que la mira con atención. Y es entonces cuando la competencia entre mujeres — la envidia — se hace un elemento insistente.
La mujer intenta conquistar la atención no sólo del entorno sino además analizarse a sí misma a través de otras mujeres. Se compara, se menosprecia o se sobrestima, en un juego de valores que la convierten en una figura ambigua y a merced de todo tipo de mensajes sociales sobre su aspecto físico y comportamiento emocional. Mitchell reflexiona sobre el fenómeno desde la perspectiva casi íntima, pero, sobre todo, basada en la comprensión de sus causas inmediatas: “Se trata fundamentalmente de promover la solidaridad entre mujeres. No se trata de querer a todas las mujeres, sino de solidarizar”, dice.
Además, Mitchell reflexiona sobre el hecho que no se trata de insistir en cualidades utópicas como la bondad y la abnegación (que suelen achacarse a la mujer) sino comprender el sentido de no obedecer a la programación cultural que convierten agresivas las relaciones entre mujeres. “No atacar, pero sí mostrar cuándo una mujer permite ser usada por el patriarcado en contra de otras”, insiste.
Claro está, la agresión entre mujeres procede de una larga historia de reivindicaciones incompletas que, a pesar de brindar poder legal y económico a las mujeres, no equilibra — ni tampoco reflexiona — sobre su bienestar emocional e intelectual. La mujer occidental — confinada al hogar, definida a través de la maternidad y, sobre todo, sujeta a la visión que el hombre tiene de ella — se educa desde la vulnerabilidad y la inseguridad.
La transformación de la formación de su rol, a pesar de abrir las puertas a las posibilidades de independencia y autonomía, no consuela esa perspectiva de la mujer herida por el peso histórico. Pero a pesar de sus triunfos y el alcance de sus conquistas, sigue enfrentándose a un mundo cultural que le exige ser la más bella, la más deseable. Que intenta imponer una conclusión sobre lo estético, lo intelectual e incluso lo privado que define a la mujer. Y la obliga a actuar en consecuencia: el hombre como figura central de la cultura y la mujer que orbita a su alrededor, que intenta captar no sólo su atención sino también complacer el tópico tradicional que se inculca.
La mujer esposa, la mujer madre, la mujer deseable, la mujer sexual, la mujer objeto. Todas variaciones de un mismo tema y que más allá de eso, se encuadran en una misma perspectiva sobre lo femenino: la que se ajusta a la mirada cultural sobre el tópico y el estereotipo.
Un buen número de sociólogos sostienen que la competencia y envidia entre mujeres nació después de que lo femenino tuviera que replantearse su lugar social a principios de la Primera Guerra Mundial: la crisis occidental hizo abandonar a buena parte de las mujeres europeas los límites de su educación y la manera en la que se percibían a sí mismas. De amas de casa, la mayoría se transformó en la mano de obra disponible después de que la mayoría de la población masculina participara en el conflicto bélico.
El resultado es que la mujer encontró una nueva identidad en el trabajo, en la construcción de una identidad que no tenía relación evidente con los valores tradicionales a los que estaba acostumbrada y en los que se le educó. Aun así, se continuó comprendiendo a la mujer en igualdad de condiciones como una “enemiga a vencer”, un concepto heredado de esa conciencia histórica sobre la necesidad de competir por ser esposa, madre y, sobre todo, el símbolo de la mujer tradicional, por encima del resto del universo femenino.
En Venezuela, este comportamiento no sólo se considera natural, sino que la mayoría de las veces se alienta. Se insiste en la mujer “más bella”, en toda una intrincada red de conexiones y una estructura que premia a la mujer que logra encajar con mayor exactitud en el patrón estético y de conducta que se asume “ideal”. Y es esa visión lo que hace que la mujer envidie y compita con otras en todas las maneras a su alcance. Mujeres que intentan ser más bellas y deseables que quienes le rodean. Mujeres para quienes la prioridad es la obsesión por su capacidad para atraer y seducir. Mujeres para quienes el éxito personal y económico tiene una directa relación con la percepción de la competencia y triunfo ficticio. Una y otra vez, la batalla se hace encarnizada, cosa de todos los días.
¿Qué mujer no ha soportado críticas de amigas e incluso parientes por su aspecto físico o su comportamiento?
Las autoras Susie Orbach y Luise Eichenbaum analizan el tema a profundidad en su libro Agridulce, en el que reflexionan acerca de ese instinto casi atávico de una mujer de enfrentarse a otra por un tipo de impulso emocional poco claro. El libro además reflexiona sobre el hecho que la conducta refleja un tipo de ataque que toda mujer ha sufrido — o infringido — en alguna oportunidad, sin ser verdaderamente consciente de los motivos por los que lo hace.
Orbach y Eichenbaum además teorizan de que se trata de un fenómeno común, invisibilizado por su frecuencia, pero de consecuencias preocupantes. Sentimientos de temor, inseguridad sobre sus propios logros y valor e incluso tristeza se mezclan para expresar comportamientos de enfado, negación o menosprecio hacia la figura de las mujeres que le rodean. Más allá de eso, la reacción se personaliza, se hace un ataque insistente.
¿Qué mujer no ha soportado críticas de amigas e incluso parientes por su aspecto físico o su comportamiento? ¿Qué mujer no ha sido menospreciada y atacada por mujeres en posiciones de poder semejantes a las suyas? ¿Qué mujer no ha sido vituperada, insultada o estigmatizada por opiniones femeninas? Tal vez por ese motivo, las autoras de Agridulce concluyen que “las mujeres necesitan el apoyo y el permiso de las demás mujeres para lograr la autonomía y la autorrealización que persiguen”, lo que conlleva a una distorsión de una percepción natural de la competencia como elemento central de toda relación femenina. Se trata de un punto de vista tan antiguo que hablar sobre su origen resulta casi imposible.
Pero la pregunta que surge es una sola: ¿Es posible estimular la solidaridad entre mujeres al tiempo que se aprende a convivir como seres independientes? ¿Puede una mujer claudicar en esa lucha emocional sin sentido y lograr una comprensión más fuerte sobre sí misma y quienes le rodean? Quizás este sea un enorme desafío a la psicología femenina, que se debate entre el impulso casi instintivo de enfrentarse a la mujer ideal que la sociedad impone, a la vez que lo hace contra su propia percepción sobre la amistad, el amor y la complicidad.
Sin duda, las mujeres actuales comprenden de manera muy distinta la envidia, la competitividad, el abandono y el rechazo a como lo hacían décadas atrás. Pero a pesar de la diferencia, persiste ese ataque silencioso y doloroso que se termina sufriendo de manera profunda. Tal vez solo se trata de alcanzar una progresiva madurez emocional o pase por esa necesidad de comprender lo femenino desde la independencia, la autonomía y el poder personal. Un largo camino que apenas comenzamos a recorrer.