¿Qué ocurre cuando se decide ser madre sólo porque es lo que la sociedad
espera de una mujer adulta?
El instinto maternal siempre me ha parecido un misterio inexplicable. No sólo porque no lo he sentido jamás — lo cual me hace preguntarme si hay algo malo en mí — sino porque, además, parece ser parte de un impulso abstracto que nadie puede explicar muy bien. Claro está, vivir en un país donde la maternidad se idealiza hace que te preguntes con frecuencia en qué consiste exactamente esa presunción sobre el comportamiento femenino. Esa supuesta inclinación natural que toda mujer debe sentir por razones biológicas poco claras y que provocan que tengas una inmediata inclinación por la concepción y la crianza. ¿Realmente la maternidad puede resumirse en un reflejo acondicionado y primitivo sin ningún tipo de consideración intelectual? ¿Todo lo que supone concebir y educar un hijo puede simplificarse de esa manera?
Hace un par de años, la socióloga Orna Donath se cuestionó lo mismo y decidió preguntar a un grupo de madres si se habían arrepentido antes o después, de haber tenido un hijo. La respuesta general le sorprendió y provocó que Donath escribiera el libro Madres arrepentidas (Random House Mondadori) que causó revuelo mundial y cuestionó quizás por primera vez, la percepción general sobre lo que el instinto maternal. Donath encontró no sólo testimonios pormenorizados sobre mujeres arrepentidas y frustradas por la maternidad, sino un elemento común que relacionaba todas las experiencias: el desencanto generado por las expectativas insatisfechas. Para la escritora era de enorme importancia demostrar que la presión social puede crear una noción sobre lo materno muy relacionada con la identidad y la percepción de la mujer como individuo. El resultado es una confusión de metas y objetivos que someten a la mujer a todo tipo de presiones sociales y culturales de las que pocas veces puede escapar indemne.
La investigación nació de su experiencia personal: durante toda su vida a Donath le preocupó la percepción negativa de la mujer que se niega a ser madre y que opta por opciones poco convencionales en una sociedad restrictiva. Su manera profunda de concebir la maternidad como un hecho global y una experiencia de por vida, convirtieron su investigación en una búsqueda de respuestas a la insistencia cultural que obliga a tomar la decisión de la maternidad por razones poco claras. ¿Qué ocurre cuando se decide ser madre sólo porque es lo que la sociedad espera de una mujer adulta?
El planteamiento de la doctora Donath me resulta muy familiar, no sólo por las veces en que he tenido que lidiar con un incómodo cuestionamiento sobre mis decisiones personales, sino además por el mero hecho que en Venezuela resulta inconcebible que una mujer decida no tener hijos. Se trata de una actitud que minimiza la opinión femenina en beneficio de un patrón moral conservador que abarca cada aspecto de la vida de la mujer. El triunfo social directamente relacionado con la capacidad biológica de concebir — o no — y por supuesto, el enigmático instinto maternal.
—Toda mujer quiere y necesita tener hijos — me insistió hace un amigo hace poco, cuando intenté explicarle que la maternidad no está en mis planes futuros a mediano o corto plazo —. Cuando tengas los tuyos, cambiarás de opinión.
— No lo haré. No soy maternal.
— Eso no puede ser — me insiste.
— ¿Por qué?
— Porque no es natural.
— Para mí lo es.
— Las mujeres tienen una natural inclinación por la crianza — me explica con enorme consideración mi amigo —, recuerda: todas son madres en potencia. Y la naturaleza, en toda su sabiduría, las dota de la capacidad para amar a los niños. Es algo que forma parte de lo que es ser mujer.
No respondo de inmediato, desconcertada e incómoda por el tono condescendiente, pero, sobre todo, levemente acusador con que mi amigo trata de convencerme de la necesidad de la maternidad. No parece importarle demasiado mi identidad, opinión, mi punto de vista sobre el tema. Y no es la primera vez que alguien me insiste en esa visión general e incómoda sobre la maternidad. Recuerdo, en una rápida sucesión de imágenes, lo muy incómoda que siempre me he sentido con los niños. Como cuando era adolescente, que me negaba casi en pánico a cuidar a mis primos, criaturas amorosas de cinco o seis años que sólo me inspiraban amor, pero a las que no soportaba. O un poco después, sosteniendo en brazos a los bebés recién nacidos de amigos y conocidos, sintiendo una mezcla de asombro por su ternura y de impaciencia que no nunca pude explicarme muy bien.
Mi escasísima paciencia para los gritos, llantos y lloros, por otra parte, perfectamente normales. Mi miedo — sí, miedo, del real, del que se tiene a los animales de la selva — por los grupos de niños que ríen y chillan, que te hacen preguntas, que te abrazan, te babean y te sacuden. Mi indiferencia hacia las encantadoras historias de crianza y amor. Mi escasísimo interés por lo que se supone es esa profunda relación entre padres e hijos. En realidad, no solamente no me gustan los niños sino que jamás he contemplado la idea — o la posibilidad, vamos — de tener uno propio. De aspirar a lo que se considera la máxima celebración de lo femenino o mucho menos, esa donación de infinita belleza que supone ser madre.
—No lo es. Ser mujer no es una condición endémica — respondo — y tampoco es algo que se pueda definir por la manera en cómo funciona cualquiera de mis órganos reproductores.
Soy mujer y no me gustan los niños. Soy mujer y no soporto la idea de cuidar un niño. Pero soy mujer. ¿Eso en qué me convierte?
Porque, la verdad, todo parece una broma cósmica. Nací en un país donde se venera a la madre. No sólo se venera, se exalta como una especie de reliquia sagrada que representa una serie de ideas de beatitud donde no calzo y supongo que a esas alturas no calzaré. Mi país, que tiene el índice de embarazo adolescente más alto de la región. Mi país, que también disfruta del raro honor de tener un elevadísimo número de hogares donde la mujer es cabeza de familia. Un matriarcado en medio de una sociedad machista. Un matriarcado a medias, sin la prerrogativa ni tampoco el peso. Un matriarcado donde la mujer se conforma con un papel histórico que le endilgan sin que nadie pueda explicar por qué, pero que se acepta con toda tranquilidad. Vamos, que además este es el país de las mujeres más fuertes, las valientes. De las madres abnegadas.
Se trata de un dilema incómodo al que me enfrento desde mi adolescencia pero que por supuesto, empeoró a medida que me hice adulta y fue bastante obvio que no tenía la menor intención de convertirme en madre. Sobre todo, en un país como Venezuela en la que la presión cultural gravita como un peso invisible que soportas a dónde sea que vayas ¿Dónde encajas en la certeza general que serás madre porque es una necesidad social que debes cumplir? ¿Qué ocurre con tu decisión de permanecer soltera? ¿Dónde encajas tú que deseas parir libros y fotografías, cuya máxima aspiración es leer y escribir en este universo femenino de madres y misses, de la mítica mujer “echada pa’ lante” venezolana? ¿De la cuaima celosa, de la madre abnegadísima y sacrificada? ¿Qué pasa conmigo que soy egocéntrica hasta el cliché, que quiero enamorarme mil veces, tener sexo como la adulta que soy, que la palabra «compromiso» me produce cólicos y «matrimonio» una inevitable alergia? ¿Qué pasa conmigo que no quiero tener hijos, que no considera su útero como una forma de expresión de la feminidad ni tampoco ninguna otra parte de su aparato reproductor? ¿Qué pasa conmigo que no creo que el instinto maternal exista?
Orna Donath insiste en que asumir el hecho que hay mujeres que simplemente no quieren tener hijos y que lo deciden con total libertad, es una forma de comprender la complejidad del universo femenino. Que, además, analizar las implicaciones del arrepentimiento maternal puede permitir a toda una generación decidir sobre su cuerpo y su futuro con mayor propiedad y responsabilidad. Porque se trata de algo más que debatir sobre la capacidad de reproductora de la mujer. Algo más cercano a un análisis de lo que en realidad significa un compromiso mayor y a largo plazo como lo es educar a un hijo. ¿Todas las mujeres son conscientes del peso emocional, intelectual y profesional que significa el nacimiento de un hijo y su posterior crianza? ¿Hasta qué punto la insistencia en mostrar la maternidad como idealizada y abstracta puede afectar la posterior visión sobre lo que en realidad puede ser?
Por supuesto, mucha gente está convencida que una mujer no puede tomar una decisión como la de no tener hijos o sentirse frustrada en caso de tenerlos y sentir que la experiencia le sobrepase. Que se trata de una etapa, inmadurez emocional e incluso intelectual. En una época, me lo llegué a creer. Hubo un momento en mi vida, en que creí se me despertaría el instinto maternal, que me sentiría unida desde el útero hacia el infinito con toda criatura viva y bella, que bailaría con las manos sobre la cabeza para celebrar la vida y toda esa visión idealizada sobre ser madre, que con tanta frecuencia se inculca desde la cuna.
No sucedió, claro está. Ni creo que a esta altura suceda, con mis treinta y pocos años cumplidos y más convencida que nunca que no sólo no estoy hecha para ser madre, sino que eso, a pesar de todo, está bien. Que no ser maternal ni querer ser madre no me convierte en un bicho raro, en una mujer incompleta. Mucho menos en una “odiadora de hombres”, en “una anomalía”. Que, de hecho, decidí de la manera más sincera posible, con toda franqueza, mi futuro y mi forma de ver el mundo. Y que todo eso, se trata de una forma de libertad, de una perspectiva muy profunda sobre mis aspiraciones, quién deseo ser y quién no. Sobre todo, cómo deseo construir el mundo, cómo aspiro crear y mirar quién soy y cómo soy, más allá de mi misma.
La sociedad parece obsesionada en mostrar a todas las madres como mujeres que obtienen un tipo de éxito social extraordinario por el sólo hecho de concebir.
Y así va el mundo. Con las mujeres que no quieren ser madres invisibilizadas y anónimas y las que sí, sometidas al ideal de la madre imaginaria. En medio de ambas cosas, hay una especie de espacio que nadie nombra, que no se comprende bien. El lugar donde no encaja nadie. ¿Qué ocurre cuando no formas parte de esa percepción de lo que se supone debes ser? Ni doncella en busca del matrimonio, ni madre afectuosa e impecable. ¿Dónde quedan los pedazos rotos de esa imagen idílica? A mí no me lo pregunten: créanme, no lo sé.
En el libro Madres arrepentidas Donath pondera sobre el mundo emocional femenino y lo hace desde la presunción que es mucho más profundo y complicado de lo que el instinto maternal supone. Hablamos de la posibilidad que los sentimientos de la mujer se transformen, se hagan más duros de sobrellevar. De los bajos y altos que puede provocar una relación tan intensa y demandante como lo es la que sostiene una madre con su hijo. ¿Por qué se asume que el llamado “instinto maternal” puede abarcar algo tan duro, la mayoría de las veces impredecible y abrumador? ¿Por qué se condena a la mujer que no se deja definir por un concepto tan básico?
Es muy difícil imaginar, decidir o predecir qué sentirá una mujer una vez que se convierte en madre. Mucho menos, reducir todas sus reacciones, pensamientos y temores a la teoría básica que un instinto que puede consolar el miedo y la incertidumbre que puede provocar una circunstancia de una naturaleza tan definitiva. La sociedad parece obsesionada en mostrar a todas las madres como mujeres que obtienen un tipo de éxito social extraordinario por el sólo hecho de concebir y que, además, obtienen un conocimiento inmediato sobre la maternidad por el mero hecho de tener un útero o la capacidad para engendrar.
Nadie habla de las condiciones hostiles de la maternidad. De la frustración de la mujer que debe asumir un cambio radical en su vida sin apenas apoyo psicológico o emocional. De quienes abandonan sus carreras, intereses, hobbies e incluso pasiones por dedicarse en exclusiva al cuidado y a la crianza del bebé. Porque la exigencia de la maternidad incluye un tipo de sacrificio que se impone como indispensable. La madre debe aceptar que todo lo que se relaciona con su ámbito y estilo de vida pierde importancia con respecto al amor que prodiga — o se supone debe prodigar — al hijo recién nacido.
¿Por qué se insiste que el instinto maternal puede explicar la complicada frustración que una mujer puede experimentar debido a la maternidad? ¿Por qué se disimula que la maternidad puede ser un proceso complejo, doloroso y angustioso? ¿Por qué se usa ese supuesto y primitivo impulso de amor incondicional hacia el bebé recién nacido como explicación y justificación a todos los dolores mentales y morales de la madre? ¿Qué ocurre con las mujeres que no pueden concebir de manera natural y aun así, sienten la profunda necesidad de cuidar y brindar amor a un niño? ¿Los padres adoptivos que brindan amor sin necesidad de recurrir a una fórmula manida y simplista?
Quizás por inexplicable o por no ofrecer respuestas sencillas, la mujer sin instinto maternal no existe. Vaya, qué frase dura… ¿verdad? No existe porque no forma parte de ninguna estadística. Porque el mundo está concebido en una fórmula simple: si eres mujer joven, esperas casarte. Si eres adulta, ya deberías estar casada y ser madre. Si no quieres ser madre, atraviesas una etapa. Si lo eres y no tienes completamente feliz, el instinto maternal debe consolarte
¿Qué pasa con quienes no formamos parte de ese mecanismo tan eficiente? Pues nada, no pasa nada. Porque nadie nos recuerda. No hay un lugar para la mujer que toma decisiones, para la mujer que decide que su cuerpo es suyo y por tanto, puede hacer con él lo que mejor le plazca. Que la maternidad no forma parte de sus planes, ni tampoco de sus objetivos. Que no siente ternura ni quiere sentirla aún, por ese santo deber de las entrañas que en todas partes parece asumirse como definitivo. No existes, para una sociedad que no sólo te mira con desaprobación, que te castiga con cierto ostracismo por el atrevimiento de disentir.
Porque se trata de eso, ¿no? Una audacia completa, la de no desear lo que se supone deberías querer. Lo de aspirar algo tan lejano a lo que la sociedad asume y deseas, que no formas parte de nada. Ni del plan general ni de las pequeñas. Que no estás, no eres. No eres comprensible. Asimilable. Transitas al borde de lo que la sociedad es y sobre todo, asume como verdadero y real.