Hace 100 años, las mujeres exigimos votar. Un reclamo urgente, insistente y que, sin duda, era una forma de reconocimiento legal de considerable importancia sobre su identidad como ciudadanas de una nación. No se trataba solo de tener la posibilidad de expresar nuestra opinión política o cultural acerca del ámbito del poder de turno. Se trataba de una lucha que tenía por propósito inmediato, dejar claro que las mujeres teníamos el mismo peso como personas intelectuales que cualquier hombre. Fue una lucha que ocasionó violencia, en la que cientos de mujeres fueron maltratadas, acusadas de desnaturalizar el género, de «deformar» el ideal femenino con que habían sido educadas. Pero la insistencia en la creación de una personalidad jurídica que incluyera a la mujer continuó hasta que finalmente, se dio forma a toda una serie de cambios sociales que heredamos de manera indirecta.
Hace sesenta años, las mujeres pedíamos el control de nuestro cuerpo, exigencia que aún se mantiene en la mayor parte del mundo. La pastilla anticonceptiva, el control de la natalidad y el reclamo del derecho al aborto se convirtieron en bandera de toda una revolución sobre como comprender no solamente al cuerpo femenino, sino también, a la mujer como parte de la cultura y la sociedad. Hasta entonces, la capacidad reproductiva estaba secuestrada por la obligación y el deber. Por si no eso fuera suficiente, las mujeres debían luchar contra un estado capaz de aplastar cualquier tipo de rebelión contra la idea conjuntiva que se asimilaba dentro de un sistema legal violento. La decisión de la mujer de engendrar y dar a luz, estaba secuestrada bajo el ámbito de una imaginaria pretensión de la reproducción con tintes morales y religiosos. Una que convertía a toda mujer en madre por disposición y por presión de un espectro de considerable peso en su vida cotidiana.
Hace treinta años, las mujeres pedimos y exigimos ser reconocidas en condiciones de igualdad en lo profesional, financiero, social y en especial, en todos los ámbitos esenciales que conforman el mundo tal y como lo heredamos. Pedimos y exigimos la ruptura de techos de cristal, la homologación de salarios, la igualdad legal y el reconocimiento inmediato que, como sujetos de ley, cualquier acto que disminuya o desmerezca el esfuerzo individual, pueda ser considerado prejuicio.
En la actualidad, exigimos ser reconocidas, validadas, tener derecho a la identidad y en especial, respetadas en todo el poder de nuestra individualidad. Lo exigimos con la plena convicción que todas - sin excepción - merecemos ser defendidas en cada ámbito legal, social y cultural posible contra cualquier tipo de menosprecio o violencia legal. Que no debe de existir ningún tipo de instrumento jurídico, pretendidamente moral o mucho menos, postura política alguna, que permita el prejuicio, la discriminación y la exclusión contra la mujer. Y eso incluye, por supuesto, a las mujeres de la comunidad transgénero. En especial, a las mujeres transgénero.
En especial, sin duda, las mujeres transgénero. Las que sufren el mismo rigor del señalamiento, el estigma y la violencia que las sufragistas padecieron en las calles de un mundo retrógrado y esencialmente agresivo hacia la diferencia. Son las mujeres transgéneros, las que están reclamando de manera visible, elocuente y firme, que la condición sobre lo femenino sea considerada algo más una parte del cuerpo o una condición biológica, tales y como sus pares en la década de los años ’60 lo hicieron y prácticamente, por las mismas razones. Que la mujer, luego de un largo y escarpado trayecto de ruptura con la condición histórica de ser considerada secundaria, víctima, objeto de uso de la cultura y la sociedad, la objetivación sexual y perversa de su imagen, conducta y forma de pensar, logre la libertad de decidir cómo desea ser comprendida, la manera en que quiere construir su propia identidad.
Al final, la mujer transgénero representa a todas las mujeres que alguna vez se preguntaron en voz alta, si ser mujer era un deber, un peso que llevar sobre los hombros, una condición agotadora repleta de exigencias basadas en el menosprecio, la discriminación y el prejuicio. Al final, la mujer transgénero, centro de su propia transformación en una persona libre de toda connotación histórica, social y cultural que la discrimine, la menosprecie, vuelve a recordar por qué necesitamos al feminismo. El motivo por el cual, el movimiento sigue siendo tan pertinente ahora como en cada época en que la mujer necesito un vehículo para expresar sus inquietudes, su fervor por el cambio y la plena necesidad de reconstruir su identidad a través de una sola convicción: la de estar libre de toda atadura acerca de quién puede ser y hacia dónde puede dirigir sus esfuerzos.
Cada época y etapa del feminismo, tuvo sus voces, escritoras y figuras. Cada una de esas transformaciones, requirió una revisión académica de todos los conceptos para alcanzar la idea formal que se trata de una mirada política que engloba a todas las mujeres en una percepción amplia de lo que somos. Es inadmisible la posibilidad que el feminismo se convierta únicamente en una serie de postulados literarios, académicos o teóricos, que no profundicen en el hecho que la mujer se ha transformado a medida que sus exigencias se han hecho más urgentes y sin duda, cónsonas con las nuevas interrogantes acerca de su identidad.
Ningún movimiento político puede hablar sobre la teoría desde la no evolución, el no crecimiento y la no concepción de la necesidad que se reinvente para cumplir mejor su propósito. ¿Qué sentido tiene una reflexión social y cultural acerca de la mujer que no crece y no la protege a medida que su identidad se ha hecho más compleja? ¿Qué no responde a las preguntas y las nuevas perspectivas sobre lo femenino, la mujer como hecho, el cuerpo como expresión y debate desde la humildad de comprender que ningún texto puede ser el definitivo?
El feminismo admite reescrituras. El feminismo tiene la necesidad imperiosa de evolucionar. Las mujeres que ahora reclamamos identidad, reconocimiento y validación respetamos a las que antes que nosotras, sostuvieron el valor del cuestionamiento como primera pieza para el crecimiento de conceptos que, bajo ningún aspecto, pueden ser absolutos. ¿Es pertinente la concepción de Simone de Beauvoir, Doris Lessing, Julia Kristeva, Betty Friedan, Celia Amorós entre otras? Lo es, en la medida que como todo movimiento que se precie, el feminismo tiene su propia condición de valor intelectual. Pero ¿necesita el feminismo nuevas visiones, nuevas contraposiciones y percepciones sobre lo que busca en su amplitud abarcar? Por supuesto y es allí cuando lo académico debe asumir que depende de lo que ocurre en la realidad de las mujeres, lo que signa y delimita su impacto e importancia.
Al contrario de lo que la teórica feminista Ana Mary Risso escribió en su artículo titulado «En defensa de las feministas defensoras de las mujeres», el feminismo moderno necesita reescribirse. El artículo, que abarca imprecisiones y, además, apunta a percepciones alarmantes y excluyentes en beneficio de la academia, deja en claro que el feminismo necesita reconstruirse y sostenerse en algo más que los libros, la teoría pura o las discusiones de aula. El feminismo tal y como lo conocemos, nació a medida que las mujeres se plantearon preguntas, se esforzaron en responderla y crearon una red de conocimiento que sustentó las necesidades del colectivo.
¿Cómo puede el feminismo no comprender la imperiosa necesidad de cambio y sustentar la idea general que se requiere revisiones de sus conceptos? Las mujeres - todas ellas - responden a nuevas inquietudes. Están en crecimiento intelectual y sobre todo, tienen todas las herramientas para comprender su identidad sexual, de género y orientación sexual de formas por completa nueva y que respondan a algo más que letra muerta en un libro de texto. Todas las feministas, deseamos expresar nuestra idea sobre el mundo sin sujeción alguna. Todas las feministas debemos aspirar a la protección de las mujeres que necesiten - otra vez, como en cada generación - enfrentarse a aparatos legales represores y de menosprecio, que intenten disminuir su manera de construir su identidad.
Los libros, la teoría, los conocimientos que el feminismo ha logrado construir durante década tienen por objetivo salvaguardar el conocimiento de toda una historia de transformaciones. Pero el feminismo también debe comprender la necesidad que su prioridad son las mujeres y no otra cosa. Que son las mujeres - todas las mujeres, en todos los países, en cualquier ámbito, cualquiera sea su grupo étnico, creencia, incluso las que desdeñan del feminismo - aspiran al que el feminismo sea un espacio seguro. Uno de considerable poder, uno que entrañe la posibilidad de revalidar todas las exigencias que década con década, generación con generación se han hecho.
Basta de prejuicios y guerras entre activistas basadas en teoremas que si no logran proteger a nadie, son letra muerta. Basta de acusaciones sobre «agendas» que no son otra cosa que lamentables limitaciones a la percepción del feminismo como espacio en el que todas - todas y cada una de las mujeres - merecen ser respetadas, convalidadas y reconocidas.
Las feministas modernas, conocemos el valor del conocimiento. Pero las feministas modernas, exigimos el respeto al individuo. Al final, ninguna idea tiene un real valor, a menos que tenga por objetivo la protección de quien lo necesita. Ningún libro, ningún señalamiento académico, tiene otro sentido que ser un sostén para la ayuda y la valoración efectiva. El feminismo efectivo, real y profundo, se lo debe a las mujeres que le precedieron. A todas las que sostienen su historia. A cada una de nosotras, que hemos luchado para llegar a este momento de la historia. Y eso, sin duda, es mucho más pertinente que una idea caduca, que un planteamiento que necesita revisarse, que una insistencia teórica que pierde todo valor sin un verdadero objetivo a cuestas.