El año 2020 ha sido en el que más ocasiones, he debido explicar el motivo por el cual soy feminista. Lo he hecho en papel, frente a la cámara de Zoom, frente a desconocidos, a través de las redes sociales. Ante parientes curiosos, amigos preocupados e incluso, un interés amoroso que no dejó de preocuparse si el hecho de militar en el movimiento – esa es la frase que utilizó – nuestra “relación no estaba amenazada desde el principio”. Escuché a todos – en especial al interés amoroso – con cierta sorpresa. ¿Todavía no es obvio?
– ¿No es obvio qué? – me preguntó él.
– ¿Qué cosa es obvia?
– Que a cualquiera le extrañe una mujer moderna exija derechos. ¿Ya no los tienen todos?
Ahí va mi última oportunidad de una aventura romántica en el 2020, pensé con cierto humor negro. Conversábamos a través del Zoom y me quedé en silencio, sin saber cómo responder a eso sin comenzar una diatriba política y mucho menos, existencial, que llevara a ninguna parte. Pero por supuesto, iba a ocurrir. Es inevitable que de vez en cuando, no tengas otro remedio que comenzar a explicar – otra vez- ese hecho doloroso y sensible de ser mujer, en un mundo creado y construido para los hombres.
– ¿Qué pasaría si alguien menospreciara tu trabajo por ser hombre? – dije – ¿Qué alguien se hiciera preguntas sobre tu capacidad, tu talento o tu ética por ese motivo?
Torció el gesto. Me despedí de la invitación al café en enero, del regreso al cine quizás en algún punto del año. Pero algunas cosas, hay que decirlas, pensé. A costa de ¿qué? Me eché a reír mientras él parpadeaba incómodo.
– Eso no ocurre.
– ¿Cómo llamas a lo que ha ocurrido con el Cultural De España al mencionar que Sara Mesa es la mejor escritora del año, a falta de las grandes obras de los escritores más renombrados?
Me mira sorprendido. Copio el enlace en el chat. Le miro inclinar un poco la cabeza. Leer la noticia. La boca convertida en una línea tensa.
– Es un comentario ridículo, pero…
– ¿Y qué ocurre con todas las veces en que te acusan de causar la violencia que sufres? – insisto – Que de alguna forma “pudiste haberlo evitado”.
Me mira a la cara otra vez. Pienso que la primera vez que lo vi, me atrajo su sinceridad. Ahora, toda esa franqueza es una expresión inquieta, intranquila, un poco preocupada. ¿Qué hay debajo? Los aliados feministas suelen ser un poco inconstantes. No todos, pero algunos, comienzan por el hilo sencillo. Las mujeres son ciudadanos y por supuesto, merecen derechos, me había dicho él. Merecen ser reconocidas, en toda la plenitud de su poder personal. Ah, qué bonito. Pero ahora, estamos aquí, en la conversación que nadie quiere sostener, el momento en que los ideales – incluso los difusos – tienen un nuevo y extraño peso en cada cosa que haces.
– No todos los hombres…
– No hablo de los hombres, hablo de lo que pasa. De las leyes que culpabilizan, de las mujeres que mueren cada día – digo – de cada víctima que debe explicar por qué llevaba una falda corta o caminaba por una calle solitaria.
Silencio de nuevo. Me despedí de los besos, de los días acurrucados en la cama que había imaginado. De las largas conversaciones, de los libros y películas que compartiríamos. Me despedí de muchas cosas a la vez y con una sensación limpia, de aceptar que, en ocasiones, la mejor batalla es la que no se libra. Él me miró molesto, impaciente porque todo aquello terminara, con el deseo evidente de poner punto final a todo aquello.
¿Y que es “aquello”? me pregunté mientras él me daba las excusas habituales – es una cuestión de perspectiva, las mujeres deben aprender sobre su poder – y pasaba a otros temas. Porque a veces, ser feminista es aceptar que lo que sabes, forma tu vida. Que analizar la forma en que concibes el mundo, es tan necesario como vivir a tono con tus principios. Sonreí y seguí la conversación, aunque sin duda, ya hacia un buen rato había terminado.
***
Otra de las grandes preguntas del 2020 es el motivo por el cual escribo con tanta frecuencia sobre lo femenino. Un cuestionamiento que parece abarcar cierta contradicción en mi insistencia sobre el tema: Si abogo por la amplitud de miras con respecto al papel de la mujer ¿Por qué mi empeño casi obsesivo por analizar y desmenuzar el rol tradicional hasta el cansancio? ¿Qué intento lograr cuando una y otra vez, profundizo, busco respuestas sobre la forma como la sociedad asume la identidad femenina? Bueno, son unas cuantas preguntas interesantes. Que también tiene, claro, unas cuantas respuestas interesantes.
Para empezar, soy mujer. Parece obvio — incluso simplista — que esa sea buena razón para escribir sobre el tema, pero en realidad no lo es tanto. Creo que la palabra es el reflejo fidedigno del mundo del autor — de manera directa o en símbolos y metáforas — y por lo tanto, escribo sobre lo que soy, lo que sé y cómo miro el mundo. Escribo sobre lo que me afecta, sobre lo que me preocupa y sobre todo, sobre lo que ejerce presión sobre mi identidad.
Además, crecí en una sociedad machista. En una donde llevar la falda muy corta hace que te ganes una etiqueta insultante o las decisiones sobre tu cuerpo pueden afectar la manera cómo te perciben quienes te rodean. Donde existen aún expectativas muy claras sobre lo que la mujer puede hacer — o no — y sobre las exigencias a las que se somete por el sólo hecho de que hay un papel histórico que intenta limitar quienes somos o cómo nos percibimos.
De manera que asumo necesario escribir sobre la mujer con respecto a cómo me afecta serlo. Lo que me abruma, lo que me lastima. Lo hago, además, intentando lidiar con los estereotipos, los esquemas, los roles y tópicos. Porque, a fin de cuentas, nadie puede definir exactamente qué es una mujer — como tampoco qué es en realidad un hombre — aunque la sociedad lo intente con enorme frecuencia. Aunque imagine límites y fronteras inexpugnables para hacer más sencillo comprender tu identidad frente al espejo social.
Intento interpretarme como la mujer joven que soy, pero también, como la mujer que aspiro ser en el futuro. Y entre todas esas cosas, esas pequeñas ideas y otras reflexiones, quiero hablarle a las mujeres como yo. A las que no encajan en ninguna parte. Las inconformes, las fastidiosas, las irritantes, las preguntonas. Las de libre pensamiento, las que se enfrentan todos los días a ese papel histórico que intentó decidir incluso antes de su nacimiento su lugar bajo el sol.
Pero no es la única razón por la que escribo sobre mujeres, para mujeres, desde el punto de vista de una mujer. Lo hago, porque es necesario. Lo hago porque durante muchísimo tiempo, las mujeres fuimos invisibles.
Como la magnífica Mary Wollstonecraft, que vivió una vida intensa y extraordinaria y hoy poquísima gente la recuerda. O la filósofa Simón Weil, que creó toda una visión sobre lo femenino y sus alcances. Tantas mujeres que desaparecieron como arrasadas por una ola de anonimato. ¿Quién recuerda ahora a Lady Ottoline Morrell? Esa mecenas que se enfrentó en solitario a los escombros del siglo XIX en pleno albor del racionalismo y brindó refugio a muchas de las grandes mentes inglesas de la primera mitad del siglo XX. O a la cuasi anónima María Lejárraga, esposa del dramaturgo Gregorio Martínez Sierra, que por años escribió para su esposo éxitos literarios sin reconocimiento alguno. O esa trágica Camile Claudet, desaparecida y consumida para siempre en la memoria ingrata del arte misógino.
Así las cosas, creo que es una buena razón escribir para mujeres y sobre mujeres, para recobrar el nombre de tantos rostros que abrieron el camino que ahora recorremos muchas, de las que asumimos es natural pero que, por mucho tiempo, fue una batalla perdida. Escribo, para devolver el nombre a toda esa galería de heroínas silentes que crecí admirando y queriendo.
Pero por supuesto, escribo sobre mujeres porque aún es necesario hacerlo. Porque aún es imprescindible continuar contando historias. Las mías, las tuyas, las de tantas desconocidas que recorren el mismo camino que yo y que quizás, nadie escucha. Hay algo de primitivo, de anecdotario de tribu, eso de sentarme a escuchar y luego escribir sobre las mujeres que conozco.
Contar sus escenas, describirlas lo mejor que puedo. Analizar el mundo desde nuestra perspectiva y crear un ambiente amplio donde debatir. No se trata claro, de escribir de mujeres atacando a lo masculino, sino de hablar de mujeres asumiendo que somos parte de una cultura, en nuestra diferencia, en esa fortaleza heredada por siglos de privaciones culturales y sociales. Somos la nueva generación de las cuentacuentos. Somos la nueva generación de brujas, mujeres salvajes que levantan los brazos por saberse libres, por aspirar a la libertad y sobre todo, para crear en independencia.
Y es que siguen ocurriendo cosas. No siempre, pero si con enorme frecuencia. Como mi amiga la que tuvo que enfrentarse a un jefe misógino que se negó a aumentarle el sueldo por siete veces consecutivas — a pesar de su dedicación al trabajo, conocimiento y habilidad — porque “tenía dudas” sobre su capacidad. Cuando ella le preguntó directamente a que se debía su desconfianza, el hombre le respondió que temía que “la menstruación o un posible embarazo” afectara la calidad de su trabajo.
O la chica que me escribió al correo, atormentada y afligida porque tiene algunos kilos de más y su pareja la maltrata cada vez que puede por no encajar en la imagen física ideal. O incluso, cualquiera de las mujeres que escucho a diario, que definen el nuevo concepto de lo femenino, que asumen el poder de la inclusión como una bandera válida que enarbolar. Una y otra vez, hablo de la mujer como yo la veo, que no es bajo el aspecto de cómo debería ser, como quisiera que fuera o como asumo podría ser. Porque la mujer en esta época, más que en cualquier otra, es fruto de sus temores y virtudes, sus fortalezas y fantasías. Su propia obra de arte.
Comento lo anterior con una de mis mejores amigas, esposa y madre de dos. Cuando éramos adolescentes, ella me aseguró que jamás contraería matrimonio y mucho menos, sería madre. Pero a la mitad de la veintena conoció a un hombre que resultó ser todo lo que esperaba — o al menos creía esperar — y decidió cambiar de opinión. Le fue bien: más de una vez me comenta que le sorprende lo mucho que le gusta la vida de casada.
— Oye y no es que de pronto sea una chica Mad Men — me comenta, haciendo referencia a la extraordinaria serie del canal por cable HBO — sino que, de alguna forma, esa complicidad y esa aventura en pareja me ha satisfecho. A pesar de todo.
— ¿Y que es todo? — Ah, el matrimonio es una mierda — pondera, con una sonrisa feliz que no entiendo demasiado — pero también es un buen lugar para aprender de ti misma. Además, hablamos de una comunidad, ya no de un papel de poder.
Se refiere claro, a lo que era su mayor temor: convertirse en su madre. Ama de casa por la mayor parte de su vida, a un año de morir, la madre de mi amiga le confesó que pasó casi tres décadas soñando con regresar a la universidad, con tener su propio dinero, con ser libre. Esa fue la palabra que utilizó “libre”. Y la connotación que tuvo, en medio de un devastador caso de cáncer, de una lenta agonía que la redujo al dolor, fue aterradora. Al menos para mí lo fue. Para mi amiga, fue la línea que dividió un antes y un después en su manera de comprender el mundo, su identidad y todo lo que deseaba crear y construir en adelante.
Por años, mi amiga se obsesionó con la libertad que soñó su madre y no pudo tener. Pero cuando finalmente contrajo matrimonio — estaba aterrada, desanimada pero también muy dispuesta a vencer su propio prejuicio — decidió hacerlo para crear su propia historia. No para continuar viviendo la de su madre, o los temores de sus amigas. Incluso los míos, que escuchaba con paciente solidaridad siempre que se lo pedía. Mi amiga contrajo matrimonio para ser feliz. ¿Lo logró?
— No siempre, pero a veces la felicidad es una suma de cosas — me dice — me gustan los domingos en las tardes donde vemos películas juntos mi marido y yo mientras la suegra se lleva a los niños, los días que pasó con mis chamos a solas. A veces todo es insoportable. Otras veces, es simplemente hermoso.
De manera que la mujer sigue reinventándose, pienso mientras la escucho. Después de todo, hace un par de décadas, la idea de una mujer hablando sobre el matrimonio como un acuerdo entre cómplices era impensable. Había una idea muy precisa sobre lo que ocurría al casarte: ese juego de paciencia, solidaridad y resignación donde el hombre tenía todas las de ganar. O esa era la percepción social. Esa insistencia del matrimonio como elemento que definía a la mujer y le otorgaba un rol necesario. Una idea a la que muchas mujeres se rebelaron, con mayor o menor éxito, pero con la que al final tuvieron que lidiar.
Por supuesto, que el matrimonio no es la única medida — ni la más efectiva, exacta, notoria e incluso, simplemente necesaria — para calibrar cuánto ha evolucionado la mujer del nuevo milenio. Hay una serie de planeamientos que se mueven en el trasfondo, que avanzan de un lugar a otro y que, en ocasiones, crean una nueva concepción sobre lo que la mujer es, espera, desea, asume como real. Una nueva interpretación sobre el arte de ser mujer — como solía decir mi abuela — o mejor dicho, crear esa estructura de ideas que sostenga nuestro concepto sobre lo femenino.
Claro está, eso implica lidiar con una sociedad educada para ser misógina, que no lo nota y de hacerlo, no le importa mucho serlo. La sociedad que muestra toda una perspectiva de la mujer a medio camino entre lo ideal y la crítica. Que educa hombres capaces de preguntar a una mujer enfurecida si “se encuentra en sus días”, que se sienten en el derecho de lanzar groserías e insinuaciones a una desconocida en plena calle por ese divino poder masculino de la conquista.
La misma cultura que alienta la manipulación contra la mujer, que intenta convencerla de que debe ser protegida, que es una criatura frágil y temblorosa que debe ser resguardada de todo dolor. La misma sociedad que produce productos artísticos y cinematográficos donde existe la mujer “fuerte”, ese atributo anodino, desconocido y abstracto que parece necesario mencionar, como si la fortaleza de carácter o espiritual fuera sorprendente en el ámbito femenino.
Oye, eso sí que suena feminista ¿No? Mejor aún: feminazi, odiadora de hombres. Histérica. Todas esas cosas me han llamado con frecuencia y no siempre, hombres. De hecho, la mayor parte de las veces, son las mujeres las que señalan a las inconformes para acusarlas de “quejarse”. Como si analizar la desigualdad, preocuparme por los baches y desniveles de la cultura con respecto al género no tuviera el menor sentido o mejor dicho, careciera de todo valor.
Una conocida suele reclamarme cada vez que puede, el motivo por el cual escribo sobre las mujeres que no desean casarse y tener hijos. Me reclama que la haga sentir que desearlo “es simplemente ser una ignorante o algo parecido”.
— En realidad, sólo hablo de mi caso en particular. Se me suele juzgar por el hecho de no querer ser madre — le expliqué en una oportunidad. Ella pareció escandalizada por la idea. — ¿Quién te juzga? Puedes hacer lo que quieras. Yo también.
Pienso en todas las veces en que me han acosado con preguntas hostiles e invasivas sobre mi maternidad, mi opción sobre ejercerla o no, mi capacidad para concebir. Preguntas bien intencionadas, entrevistas de trabajo incómodas, miradas de conmiseración. Podría ignorarlas, podría simplemente mirar a otro lado y avanzar en la dirección que decidí seguir. Pero no quiero hacerlo. Quiero analizar por qué motivo debo soportar esas preguntas, el silencio general cuando declaro que no quiero contraer matrimonio, por muy enamorada que esté, por muy fascinada por la convivencia en pareja que me encuentre. O eso he creído hasta ahora.
Pero nadie parece comprender muy bien que la mujer tiene opciones. Que la mujer puede moverse en toda la amplitud del espectro. Que la mujer tomó la decisión de su preferencia.
— Yo me casaré porque quiero y puedo. Y porque amo la idea de tener hijos — me contesta, desafiante. Lo dice como si fuera una forma de contradecirme, de demostrarme su punto. Tomo un sorbo de la taza de café que tengo delante.
— Yo no lo haré porque no me da la gana. Mira tú, que simplicidad tienen mis razones.
La discusión continuó un rato hasta que declaró, en el tono sacrosanto de quien lanza sus ideas y principios al aire, que ella también era feminista, aunque vistiera de rosado. Que ella defendía los derechos de todas, a pesar de verse “cute” y muy femenina. Continúo tomando café, mirando mis jeans y mi camiseta. Es un jean inequívocamente femenino y una camiseta de corte delicado donde puede leerse una frase de Alejandra Pizarnik. Bueno, está bien. No es rosado, pero es femenino. O al menos yo lo veo así.
No sé qué responder a la proclama. De manera que me callo, termino mi café y pienso “debo escribir sobre eso”. O cuando le comenté a un hombre con quien comenzaba a salir que me encantan nuestras divertidas conversaciones y me respondió: “Pero también te trato como mujer”. O la vez que alguien miró mi cámara fotográfica y me preguntó si no me parecía que ese era un trabajo de “machos”. Todas esas pequeñas muescas en el sistema, de ideas que se deslizan en lo cotidiano y que podría ignorar, pero no lo hago. Porque seamos claros: podría hacerlo. Podría simplemente sonreír y continuar mi camino. Analizar ideas mucho más profundas, evitar la irritación insoportable que me producen esas frases.
Pero no lo hago. Quizás soy obsesiva, malcriada y respondona. O quizás, no admito que me llamen “histérica” por responder como quiero y siempre que quiero en cualquier situación. Porque no quiero aceptar que se me menosprecie por el solo hecho de tener una vagina. Porque deseo que mi capacidad no esté en entredicho por el mero hecho de tener el cabello largo. Porque quiero maquillarme sin sentir que se me critica, como me rasuro las axilas cuando se me insiste, mis argumentos sólo tendrán valor de no hacerlo.
Escribo para el futuro, para las mujeres que aún son niñas, para las mujeres que aún están avanzando, que se hacen preguntas. Escribo para analizarme, para analizar este mundo que heredamos de quienes transitaron despacio un difícil camino hacia el reconocimiento.
Pienso en eso con frecuencia. Me refiero a esa idea de futuro que construyo palabra a palabra. Me gusta soñarlo, me gusta pensar que alguna adolescente me leerá por allí y de pronto, se preguntará por qué está mal llevar la falda corta si lo prefiere y tener buenas ideas. O esa otra, que no aceptará que nadie le diga que debe callarse porque quiere hablar. O la que querrá no llevar maquillaje y se preguntará si está bien hacerlo. Escribo, desde mi pequeña tribuna y mi espacio, para ese gran cambio que creo todas las mujeres del mundo, en mayor o menor escala llevamos a cabo. Que avanzamos en la dirección de creer y construir una nueva versión sobre el mundo que hasta ahora hemos conocido.
Ah sí, son buenos motivos. Pero también hay otros que me lleva esfuerzos explicar pero que pueden describirse con mayor facilidad. Hace unas semanas, la comediante Tina Fey estuvo como invitada en el programa de David Letterman, que por cierto se jubila y al parecer decidió hacerlo a lo grande. El caso es que, al parecer, Tina Fey comprendió que la salida de Letterman de la televisión marca el fin de una era y de pronto decidió, que para ella también lo sería. De modo, que luego de aparecer con un ajustadísimo vestido que la hacía lucir muy elegante — y que el presentador insistiera se veía “maravillosa” — Tina decidió que era suficiente. Que ya estaba bueno de sonreír a lo actriz muda, de saludar con la mano levantada, de parecer cómoda cuando no lo estaba. Así que se levantó, se abrió el vestido en cámara y en una especie de striptease, se desnudó pieza por pieza, sin dejar de mostrar la faja de spanxs que seguramente le ayuda a reducir caderas y barriga. De pie, ante la sorpresa de Letterman y seguramente de los espectadores alrededor del mundo, Tina hizo una declaración de principios. El suplicio de ser mujer y parecer serlo. Y la libertad de enfrentar los pequeños prejuicios como se pueda.
Y yo lo hago desde aquí y en todos los lugares donde escribo. Recordándole a todas las mujeres que me leen — y también los hombres ¿por qué no? — que es una buena idea rebelarse contra lo que se ajusta, machaca y sofoca. Que somos algo más allá de lo que la sociedad juzga podemos ser. Que ser mujer o un hombre, es sólo un reflejo de lo que aspiramos a construir como identidad. Y que por tanto, es tan fuerte como nuestra mayor esperanza y tan frágil como mayor temor. Entre ambas cosas, están las buenas razones para continuar haciéndonos preguntas, creando y cuestionándonos. Una manera de soñar y crear.