Recuerdo una de las primeras veces que decidí enfrentarme a ella. Aunque estaba entrando en la adolescencia, ya tenía la certeza de que mi familia era un desastre, porque, decir que era disfuncional, queda corto. Ella, que se convirtió en mi madre cuando yo tenía apenas 5 años, era fuerte, hermosa y con esa inteligencia que no le dieron los estudios, sino la vida. Siempre decía que se había sacado la lotería, porque como supuestamente era infértil, consiguió un hombre divorciado que, básicamente, estaba desesperado por darle una madre a sus dos hijos. Principalmente a mí, que no tenía ninguna imagen femenina en mi vida.
Nos llevábamos bien. La llamaba mamá, aún lo hago. Me gustaba jugar con su maquillaje y verla mientras se arreglaba para salir, supongo que la admiraba. Mis padres de vez en cuando cuentan con cierta fascinación el día me puse unos tapaojos como brasier para ir al colegio, estaba en primer grado. “Es que esa niña nunca había visto un sostén en su vida”. Supongo que deseaba ser como ella.
Al año de casados nació mi hermano menor, apareció mi madre biológica y comenzó una guerra campal en los tribunales. Pero no es eso lo que vino a mi mente esta mañana.
Esta mañana desperté pensando que crecer en una casa machista y con una madre o madrastra narcisista, castradora, es una experiencia devastadora. Entonces, ahí estaba yo con unos 13 años y mi metro y medio de altura, decidida a exigir los mismos derechos que tenían mis hermanos. Que limpiaran mi cuarto, lavaran mi ropa, nos dividiéramos las tareas equitativamente y salir a jugar con mis amigos. Esas eran mis exigencias.
Ella no me dejaba salir porque no quería que me “metiera en problemas”. Yo estaba harta de recoger el reguero de mis hermanos, porque era la niña de la casa y “no me costaba nada”. Fue en el pasillo, lo recuerdo, salí de mi habitación rompiendo el castigo que me había puesto no sé por qué y le dije “si fuera varón no me estarías haciendo esto”. Recibí una bofetada de vuelta, pero no me quedé callada. Nunca más lo hice. Comencé a rebelarme, no estaba dispuesta a convertirme en una cenicienta de los noventa. Sabía que era injusto. Como decía ella frecuentemente, “tienes la razón, pero vas presa”. Así pasaron mis años de adolescencia, convertida en una presa de consciencia en mi propia casa.
Mi papá, que a veces tenía momentos de claridad y me escuchaba sin muchas ganas de meterse en líos de mujeres, accedió a llevarme a terapia. Allí aprendí que yo era diferente, muy diferente a ellos, a ella. Aprendí que, sin quererlo, me había convertido en su rival, cosa que nunca tuvo mucho sentido para mí, pero así era. Ser diferente, crecer, tener voz, significaba pagar un precio, y vaya que lo pagué.
Mientras yo iba creciendo y teniendo más recursos para “defenderme”, ella también iba actualizando su repertorio de castigos y humillaciones. No pienso comentar sobre la primera vez que se me ocurrió tener novio, porque no es mi intención escribir una novela, dejémoslo en que me llevó a una ginecóloga amiga de la familia, para saber si yo todavía era virgen.
Sé que su vida no fue fácil. Venía de una familia pobre y numerosa. Su mamá, una mujer muy dura, logró separarse de un marido que le daba mala vida y había ahorrado lo suficiente para comprarse una casa vendiendo gallinas rellenas y trabajando como enfermera. Un día su papá regresó y se llevó todos los ahorros. A ella la mandaron a vivir con su madrina, que la encerraba en un closet y le decía que, si no se portaba bien, le pondría una inyección para volverla negra. Ella era rubia, con unos ojos verdes preciosos. Luego, la metieron a un internado.
Con el tiempo y muchos años de psicoterapia, aprendí a verla por lo que es, una persona que tuvo una vida muy dura, solitaria, insegura, sin los recursos para superar el daño que le hicieron ni la consciencia para reconocer el que ella ha hecho. Aprendí que, por más que quisiera, nunca íbamos a tener una relación sana. Me tomó más de veinte años aprender a poner límites. Mudarme de país, limitar el contacto, saber qué decir, cómo contestar, entender que nada, nunca, tuvo que ver conmigo. Que yo no era la chica mala y descarriada.
Para mí, la herida materna es esa voz aniquiladora con la que he aprendido a convivir.
Es haber vivido en carne propia todo lo que no quiero ni deseo ser, ahora que soy madre.