El estado de Gilead ya está aquí.

El estado de Gilead ya está aquí.
enero 30, 2021 Aglaia Berlutti
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La primera vez que leí “El cuento de la criada” de Margaret Atwood, era muy joven. Tanto, como para que toda la idea del Estado en pleno control del cuerpo femenino me resultara estrafalaria. Aun así, me produjo la misma sensación de miedo latente que me dejó el libro 1984 de George Orwell unos años atrás, con el cual me obsesioné por meses y que parecía de alguna forma, una versión más amplia y angustiosa de la historia de Atwood. Después de todo, ambas historias narraban sociedades en que la información, el control del individuo y en especial de la libertad personal, se supeditaba a un bien común. Una abstracción gigantesca e indescifrable, que convertía a las mujeres de Atwood en herramientas para la procreación y a los hombres de Orwell, en rehenes pasivos de una historia falsa que les incluía como testigos.

Recuerdo que me consolé con el pensamiento de que quizás, ambas visiones del futuro, eran advertencias que no estaban destinadas a cumplirse. Predicciones borrosas que la literatura hacía más terroríficas por su cualidad realista.

Unos años después, recordé a la República de Gilead — y los rigores de la ficticia Oceanía — mientras leía la noticia de la agresión sexual que una niña de diez años sufrió en un país latinoamericano. El acto de violencia — cometido por uno de los miembros de su familia — además la dejó embarazada. Los médicos advirtieron de inmediato los riesgos para la salud que suponía una gestación en semejantes condiciones y recomendaron un aborto terapéutico. Pero, según las pocas líneas que narraban el suceso en un periódico de mi país, la niña estaba obligada a parir, porque varias figuras políticas locales consideraban que la interrupción del embarazo era “una ofensa a Dios”, por lo que se oponían a través de una serie de recursos legales a un posible procedimiento quirúrgico.

Leer la noticia me dejó aterrorizada. Tenía dieciocho años y en la universidad el tema del aborto se discutía en términos teóricos, en un debate en que el peso de la moral y la tradición tenían una importancia capital. Pero por primera vez, imaginé la realidad de una mujer — en este caso, una niña — que debía llevar adelante una gestación que podía provocarle la muerte. Que además, le recordaría cada día de su vida, el abuso y el horror que había sufrido años tras años en medio del horror de una violación incestuosa.

La idea me paralizó de miedo. Me provocó la nítida sensación que los exhaustivos análisis que se llevaban a cabo en las aulas de clase, no tenían la más mínima relación con lo que ocurría alrededor del mundo. Con el sufrimiento de millones de mujeres para quienes el embarazo era un riesgo de salud, un padecimiento mental insoportable, una decisión que alguien más había tomado por ellas. Por primera vez, asumí la magnitud de lo que supone el hecho de que una mujer no pueda decidir sobre su cuerpo, que no tenga la capacidad de buscar respuestas, que no pueda tomar la determinación que considere conveniente sobre su capacidad reproductiva.

— El aborto no siempre es la solución más sencilla — me respondió uno de mis profesores cuando le dije lo anterior — no es tan fácil matar a un ser humano.
— ¿A cual ser humano se refiere?
— Al bebé.
— ¿Y la mujer?
— El interés de la ley es preservar la vida del producto de la concepción.

Me lo dijo en un tono casi distraído, mirándome sin mucho interés. Nos encontrábamos en su oficina, mientras revisaba unos de mis exámenes. Sentí de nuevo el escalofrío del miedo. Recordé la República de Gilead que Atwood había imaginado, en el que el útero de la mujer era confiscado por la ley como parte de los activos de la nación, lo que convertía a las mujeres en esclavas de su capacidad para concebir. ¿No se trataba de lo mismo? pensé con un sobresalto. ¿Las leyes no concebían a la mujer como un mero vehículo para la reproducción a quien debía imponérsele todo tipo de limitaciones sobre las decisiones que podía tomar sobre su cuerpo?

— ¿Y la mujer?
— ¿Qué pasa con la mujer?
— Es su cuerpo, tiene derecho a decidir.
— Eso debió pensarlo…antes.

Hizo una pausa y se acomodó los anteojos sobre el puente de la nariz. Ahora parecía incómodo y muy consciente de mis preguntas. De pronto, no era un debate académico y noté que no tenía la menor intención de continuar el tema. ¿Había tocado la brecha, el límite en que la ley se confunde con la moral y las convicciones abstractas? Sabía que mi profesor era religioso. De hecho, la universidad era una institución privada dirigida por sacerdotes jesuitas. El mero debate que llevábamos a cabo era casi impensable. Pensé de nuevo en la niña de diez años — ¡diez! ¿alguien recuerda qué hacía a esa edad? — que debía ser madre. Que debía criar a un hijo que quizás sería a la vez su hermano, o su sobrino. Sentí un calambre de repugnancia y de un terror tan puro, que me llevó esfuerzos abarcar en palabras.

— ¿Antes de qué?
— Usualmente, una mujer sabe qué ocurrirá si…acepta estar con un hombre — balbuceó el profesor — de modo que…
— Esta es una niña, de diez años.
— El bebé no tiene la culpa.
— ¿La niña sí la tiene?
— No todas son niñas inocentes.

No respondí. Pensé en Tania, a quien conocí hace doce años, unos meses antes de su muerte. Tania, ayudaba a una de mis tías en la cocina y la recuerdo como una chica de cabello rizado que siempre sonreía. Apenas tenía veinte años y era madre de dos. Y también esposa de un hombre violento, que la mayoría de las veces la agredía físicamente. Más de una vez, llegó a casa de mi tía con el rostro hinchado, los brazos cruzados de cardenales. El miedo como una mueca. En una ocasión le pregunté por qué resistía aquello y me miró con los ojos muy abiertos, asombrados: “Juan no sabe controlarse, es un muchacho fuerte y loco”.

A Tania le gustaba cocinar arepitas dulces de anís: unos pequeños rosquetes de harina crocantes de increíble buen sabor. Las había aprendido a preparar para sus hijos. Una vez me contó que ninguno había sido planeado, que Juan — “el muchacho loco que no sabía controlarse” — la había obligado a tenerlos. Las veces que visitaba a mi tía, me sentaba a su lado mientras cocinaba, tratando de aprender el truco para lograr la deliciosa combinación. Tania reía de buen humor, con sus carcajadas tímidas de niña muy grande: “todo se trata de paciencia mija”.

La misma paciencia como llevaba su matrimonio, al parecer, sólo que esta era más dolorosa, preocupante y peligrosa. En dos ocasiones, el marido la golpeó tan fuerte como para que tuviera dificultades para caminar y en una tercera, le rompió los dos dientes delanteros. Mi tía le pidió que abandonara el hogar conflictivo, violento. Le pidió viniera a vivir a su casa: “Donde comen dos, comen todos”, dijo tratando de animarla. Muda de asombro y furia, miré a Tania, cubierta de cardenales y raspones, llorando frágil con los labios hinchados y tumefactos.

– No hace falta — insistió temblorosa — de verdad sólo se le fue la mano. No sabe lo que hace. Sólo que es muy fuerte y se pone nervioso cuando pelea.

Tania comenzó a ocultarnos las palizas. Dejó de ir a trabajar días enteros para que nadie pudiera preguntarle sobre los cardenales, marcas y cicatrices. La última vez que la vi, tenía una profunda expresión de agotamiento, como si la violencia le hubiese robado no sólo la tranquilidad, sino algo más duro y desconcertante: la misma capacidad para comprender el peligro que corría. La recuerdo sentada en la pequeña terraza de la casa de mi tía, cortando con mano temblorosa las verduras para la sopa. Cuando me despedí de ella, me dedicó una sonrisa triste. Se le veía profundamente agotada.

– Cuídese mija, que la calle está muy loca.
– Cuídate tu Tania, que te veo muy cansada.
– Es la edad.

Tania tenía exactamente siete años menos que yo.

Dos semanas después, estaba muerta.

Su hermana nos contó que se había caído por las empinadas escaleras del barrio. Que según su marido, había resbalado y el golpe la había matado en el acto. Nadie le creyó. Porque todos los vecinos les habían escuchado pelear a gritos, ella llorando de pura angustia, él imprecándola con su vozarrón de “hombre fuerte». Después el silencio. La imaginé ingrávida y solitaria, a Tania la que hacia arepitas de anís y cantaba a Ruben Blades, en esa muerte ignominiosa y discreta. Una víctima de la violencia sin nombre.

Al morir, Tania estaba embaraza por cuarta vez.

— Es decir, la culpa siempre es de las mujeres — dije al profesor.
— No es culpa de nadie. Pero los bebés…
— ¿Qué pasa con la mujer? ¿deja de existir al ser madre?

Y pensé no sólo en Tania, sino en madres solteras adolescentes — niñas criando niños — con los cuales me tropezaba a diario en cualquier lugar de Caracas. Pensé en la niña que tendría que cuidar un bebé a solas. En todas las mujeres en el mundo obligadas a ser madres, en todas las mujeres cuyo papel en el mundo es definida por su capacidad para la maternidad. Pensé en la forma en que en Venezuela la figura femenina parece ser parte de esa abstracción de un estereotipo elemental y sin verdadera profundidad. ¿Cómo interpreta la identidad femenina esta visión del poder que asume que la fuerza se manifiesta como un liderazgo que aplasta y subyuga?

El profesor me miró y luego, me pidió salir de la oficina. Lo hizo en un tono amable y duro que no aceptaba réplicas. Me quedé de pie y pensé que esa era la respuesta no sólo del hombre que tenía el deber de educarme, sino de la sociedad que representaba, de las leyes que analizaba y el poder que sostenía esa percepción de la mujer objeto. Miré la puerta cerrada, aterrorizada y abrumada de miedo, sin dejar de pensar en la niña de diez años que en meses, tendría un bebé en brazos sin nunca haber tenido la oportunidad de tomar una decisión sobre su cuerpo. En todas las mujeres para las que la maternidad no es una opción, sino una obligación. Y sentí pánico, doloroso, mudo. Me pregunté si siempre había sabido que mi cuerpo no era mío del todo. Si en realidad, sólo en ese momento era consciente que mi útero, me convertía en un objeto secundario de la ley.

Los ojos se me llenaron de lágrimas. No tuve respuesta para eso.

***

Ayer, leí la noticia que una mujer en Polonia había sido violada por seis hombres y casi asesinada por una paliza que le produjo un severo daño cerebral. No obstante, el juez de la causa, sugirió que el hecho de la violencia había ocurrido debido “al evidente descuido” de la víctima al cruzar por una plaza desierta a primeras horas de la noche. El resultado, es que los agresores recibieron una condena atenuada debido a que el “crimen pudo evitarse de alguna manera”.

No es la primera noticia semejante que leo durante los últimos días. De hecho, el año entero ha traído todo tipo de mensajes solapados que sugieren que la violencia sexual no es un delito que se perciba como cualquier otro, sino que hay una cierta idea retorcida “sobre la responsabilidad de la víctima” que gravita sobre la violación como delito. Se trata de una idea tenebrosa, inquietante, que te persigue a todas partes, que obliga a cuestionarte de maneras muy duras la manera en la que vives, en la que te comprendes, cómo puedes protegerte de la violencia latente que está en todas partes.

¿No es una idea inquietante esa? Me digo en ocasiones, cuando decido cambiar una falda por un pantalón por temor a lo que pueda suceder. Cuando apresuro el paso si me tropiezo con un hombre que me mira con demasiada insistencia. Cuando inclino la cabeza y camino casi sin respiración por una calle solitaria. Se trata de miedo. De un tipo de temor difícilmente explicable, comprensible. Uno que sólo una mujer puede comprender: esa del temor solapado y latente que te acompaña a todas partes, que te sofoca y te aplasta como una amenaza sin nombre.

Durante las últimas semanas, la discusión sobre la naturaleza de la cultura de la violación que padecen la mayoría de las mujeres en el mundo se ha hecho más frecuente, profunda e incómoda. Como si el hecho de la reciente y casi súbita visibilización del problema gracias a campañas como #MeToo y semejantes, de pronto mostraran la real profundidad de una circunstancia que hasta ahora había sido considerada tabú, de índole doméstico e incluso como un secreto vergonzoso. Pero ahora la noción sobre el delito sexual, el acoso, la agresión y la violación parecen más cercanas que nunca. Más violentas en su crudeza, más reales en su percepción insistente sobre la grieta dolorosa que se abre entre la forma como la sociedad concibe la violencia contra la mujer y la forma como se juzga.

De nuevo, pienso en el universo imaginado por Margaret Atwood, que parece no solo analizar los conflictos sobre el poder y la identidad femenina sobre los cuales meditó en la anterior temporada, sino también sobre la profundidad de las heridas que las víctimas deben soportar bajo el cristal del escrutinio social. La segunda temporada de la serie parece analizar de soslayo no solo el movimiento #MeToo y su súbita irrupción en la escena pública, sino también el resonante escándalo de Harvey Weinstein que cambió para siempre el mundo del espectáculo y su percepción — o, mejor dicho, su mirada complaciente y cómplice — sobre el abuso sexual.

En Gilead, la violación es un arma de poder y de demonio y la serie la presenta como una percepción de la lucha de la mujer contra un sistema que le aplasta y le sofoca. Las similitudes son imposibles de ignorar, pero, además, hay una línea que las une como una perversa noción sobre reflejos inmediatos: mientras que en el universo de Atwood violar a una mujer es un atributo legal, en la actualidad la violencia sexual es un delito matizado por el prejuicio. ¿A qué distancia se encuentran ambos conceptos el uno del otro?

Durante los últimos tres años, las mujeres de uniforme rojo y cofia blanca llenaron todo tipo de manifestaciones por los derechos de las mujeres, como si la obra de Atwood no solo elaborara una idea uniforme sobre la violencia contra la mujer en forma de percepción del poder sino, además, lo convirtiera en un símbolo. Y no se trata de un símbolo cualquiera sino una discusión evidente sobre el hecho de que la identidad, el cuerpo y los derechos de la mujer siguen siendo parte de una diatriba dolorosa, limitada al miedo que se racionaliza como algo más profundo e inquietante bajo la percepción de lo que se asume como derechos inmediatos.

¿Por qué una mujer debe luchar para demostrar que tiene derechos sobre su cuerpo? ¿Por qué incluso en la segunda década del siglo XXI continúa siendo un debate basado en la moral el hecho de la violación, el aborto, la esterilización? ¿Por qué todavía las preguntas sobre la idoneidad de la identidad de la mujer y su plena libertad de derechos debe atravesar la noción sobre el estigma ético de una sociedad conversadora, obsesionada con el cuerpo de la mujer como bien público?

Hace más de 30 años Margaret Atwood comenzó a escribir El cuento de la criada. Era una primavera cálida y tranquila en Berlín Occidental y Atwood acababa de regresar de un recorrido más allá del telón de acero. La inspiración para su distopía totalitaria es obvia, aunque no tan sencilla. La perversa noción del poder convertido en herramienta de manipulación de masas es obviamente parte de lo que Atwood encontró en su recorrido por Europa del Este, pero en la inquietante historia de la novela hay mucho más que represión e intereses políticos.

No obstante, la novela también hace hincapié directo en la percepción de la mujer sometida a la ley como ciudadano de segunda categoría que aún debe luchar para ser escuchada y asumida como sujeto de hecho de una percepción legal que sigue infravalorando por razones cada vez menos comprensibles. ¿Por qué en la mayoría de los países del mundo la víctima de una violación debe someterse al escarnio legal sobre su comportamiento, vida sexual e incluso apariencia física para aspirar a la justicia? ¿Por qué en la mayoría de los países del mundo el aborto sigue siendo un crimen con el que la mujer debe lidiar y en el que se le niega la posibilidad del control y el dominio de su cuerpo?

Atwood seguramente analizó la idea desde esa distopía violenta y angustiosa que convirtió en una historia con dolorosos vicios proféticos. Se trata de un recorrido crudo por la posibilidad del completo dominio de lo racional, la despersonalización del individuo en favor del Estado y, lo que resulta más inquietante, una percepción clara sobre la posibilidad del poder como una maquinaria que devora y consume la individualidad.

En The Handmaid’s Tale, Atwood escribe sobre mujeres rotas, heridas, apasionadas y fuertes, sometidas desde el miedo. También sobre hombres complejos, inusitados y derrotados por el dolor. Narra también a un sociedad rota, quebrada y reconstruida sobre las bases del control y el dominio del individuo. ¿No es es la misma idea la que deja entrever el hecho de que en la mayoría de los países del mundo una mujer deba soportar un cuestionamiento agresivo y violento sobre las heridas de la violación física que padeció? ¿No se trata del mismo escenario con el que debe luchar una mujer que busca justicia?

Atwood narra la violencia sexual que sufren sus personajes desde una aparente obviedad, pero trasciende gracias al buen instinto que le permite crear algo más complejo de lo que puede analizarse a simple vista. No se trata solo de la violación, de la agresión, del total dominio sobre el cuerpo de la mujer como elemento sujeto al poder central, sino la incapacidad para liberarse del miedo como una forma de control secreto, visceral y poderoso. De manera que las novelas de Atwood son líneas argumentales que coinciden en esa notoria percepción sobre la fragilidad humana, con las de millones de mujeres del mundo que deben lidiar con sistemas legales que les deshumanizan, aniquilan su identidad y explotan su individualidad en beneficio de una visión conservadora y tradicional sobre lo que la mujer puede ser.

Con una prosa eficaz y una dureza sutil que por momentos puede resultar escalofriante, Atwood avanza entre paisajes corrientes para alcanzar algo más puro y poderoso que la mera intención de contar una historia: la de todas las mujeres que deben batallar y luchar contra el miedo, contra el estigma social que las convierte en víctimas propiciatorias de una percepción que las despoja del derecho que tienen sobre sus cuerpos y vidas.

Porque en The Handmaid’s Tale las mujeres han perdido su nombre, los derechos sobre sus cuerpos y, sobre todo, el poder sobre su capacidad reproductora, en una metáfora sobre ese demoledor poder de la ley para devastar cualquier idea que pueda contradecirla. En la novela (y también en la serie) la autora usa la alegoría de la mujer despersonalizada para reflexionar sobre las derrotas, temores futuros y grietas culturales de lo que se avizora como un futuro anónimo y totalitario. Pero no lo hace desde la grandilocuencia, sino desde las pequeñas rutinas cotidianas de su protagonista, su mirada realista sobre una situación extraordinaria que le afecta de manera tangencial pero que amenaza su propia existencia. Lo hace además con tanta habilidad que logra sostener una tensión implacable mientras cuenta con detalle los entresijos de un sistema monstruoso e inhumano.

Atwood crea algo más grande que una mera moraleja moral: cuestiona el mismo hecho ético a través de un dolor sencillo y descarnado. Y además, analiza a la mujer rota, devastada y construida a la medida del Estado como una forma de expresión y un elemento ideario que se concibe a través del dolor y la presión social.

vanessa rosalesPienso en todo lo anterior, mientras leo las reacciones que ha provocado la detención y el proceso judicial contra la activista feminista venezolana Vanessa Rosales, que fue detenida y encarcelada por brindar información sobre el aborto a una niña de 13 años violada y embarazada durante el acto de violencia. El agresor continúa prófugo, pero la mujer que intentó que la niña tuviera al menos control sobre el futuro, terminó siendo acusada de un crimen poco claro. Las viejas preguntas que me han atormentado buena parte de mi vida son más pertinentes que nunca ¿Una víctima debe sufrir una agresión aún peor que una violación para obtener justicia? ¿En qué punto la sociedad, la cultura y la percepción sobre la violencia se convierten en jueces invisibles que ejercen un tipo de poder agresivo sobre la mujer? ¿Hasta qué punto la mujer está sometida a esa opinión que la considera ciudadano de segunda categoría y que interpreta la violencia como una noción inherente a la identidad femenina?

Se trata de un pensamiento doloroso y duro de comprender pero sobre todo, tan vigente que es inevitable preguntarse hasta qué punto la violencia sexual sigue siendo una forma de amenaza que pendula sobre la mujer como una eterna espada de Damocles, una mirada sobre la pertenencia de su cuerpo y sobre todo, de su capacidad de decisión sobre su vida como parte de una idea individual.

Hace unos años, la noticia de la violación que sufrió una adolescente brasileña a manos de treinta hombres desconcertó a la opinión pública brasilera y poco después a la mundial. La agresión fue difundida por las Redes Sociales con fotografías y videos. Durante días enteros, las imágenes del cuerpo ensangrentado y destrozado de la víctima se compartieron de una red a otra hasta que se hicieron virales. Provocaron chistes y risas. Finalmente, el país reaccionó. Brasil entero se conmovió por la brutalidad de la agresión…hasta que salió a relucir que la víctima estaba borracha, tiene tres niños y además, conocía a varios de sus agresores. Entonces, el debate cambia, se transforma en otra cosa. Ahora se insiste sobre la conducta de la víctima, de su manera de vestir, caminar o a quienes frecuente. Se pone bajo el foco de la atención pública su vida emocional y sexual. Se le juzga, se le señala. Ya no se trata que una mujer fue violada por treinta hombres, sino de lo que pudo hacer para “provocarlo”. La torpeza que cometió bebiendo, lo irresponsable que fue frecuentando un grupo de hombres. La forma como se “expuso” a la violencia machista. Como si su cuerpo fuera un objeto a disposición de cualquiera. Como si una violación fuera un castigo moral. Como si la sociedad no tuviera el firme compromiso de educar para no violar.

No se trata por supuesto de un caso único: recientemente, la etiqueta #Cuentalo a través de Twitter recopiló historias escalofriantes sobre abusos sexuales de víctimas que hasta el momento de divulgar la historia, la habían mantenido en secreto. Se trata de una colección de interminable historias sobre agresiones y violaciones que deja muy claro que la violencia de género y sobre todo la sexual, forma parte de una cultura implícita que parece asumir que la mujer no sólo puede sufrirla, sino que la sufrirá en algún momento de su vida. Como en el ficticio estado de Gilead, el cuerpo femenino parece encontrarse bajo el control de un poder legal y cultural que le condena a la posesión pública, a la idea dolorosa de ser parte de una percepción sobre sí misma rota por el menosprecio, el prejuicio y la infravaloración.

Quizás, quien mejor pudo resumir esa pérdida del control del cuerpo, de los derechos íntimos, de la mera conciencia de la identidad femenina rota por el peso del prejuicio, fue la periodista Virginia P. Alonso, en su artículo “La No Violación”, publicado a propósito de los testimonios con que el Hashtag #Cuentalo, llenó las redes sociales. Para Alonso, la violación no se trata sólo de una idea basada en la violencia sino también en el poder, como lo cuenta en uno de los escalofriantes párrafos del artículo: “Lo que sí recuerdo con claridad meridiana es aquella sensación de suciedad, de suciedad íntima, por dentro, como si me la hubieran adherido al cuerpo y al cerebro con un potente pegamento. Intuía que no desaparecería ni con una ducha de cal viva, pero aun así rompí la norma de la casa (no se podía utilizar la ducha por la tarde) y me metí en la bañera. Si hubiera tenido una lija, me habría frotado con ella. Salí de aquel cuarto de baño oliendo a jabón, pero con la misma suciedad con la que había entrado. Lo que no sabía entonces era que esos dedos y esas manos ya no me los quitaría nunca de encima

Se trata de una historia primera persona que pareció reflejar no sólo el miedo al cuerpo deshumanizado, a la ruptura del derecho a proteger la integridad, de confiar en la ley para hacerlo “Eran ocho o diez tipos, aunque a mí me parecieron cincuenta en el momento en el que tomé la decisión de levantarme y salir corriendo, y cincuenta mil a medida que me agarraban, levantaban la falda, sujetaban y manoseaban, mientras se reían y balbuceaban cosas que no entendía” cuenta la periodista, en una escena de pesadilla que parece sintetizar el miedo que forma parte de la vida corriente de tantas mujeres en el mundo, de las vivencias que guardan en secreto, del peso de una intimidad rota que nadie se atreve a revelar.

feminismoEn The Handmaid’s Tale Atwood predice una sociedad en la que las mujeres han perdido sus derechos y se sostiene sobre el cuerpo de las mujeres como moneda de cambio y uso. Un futuro distópico que puede parecer una imposibilidad a la distancia, pero que aun así, resulta temible, inquietante y doloroso por la similitud de esa visión actual de la mujer a quién se le arrebata todo derecho sobre su cuerpo.

De nuevo, la necesaria defensa de los derechos de la mujer, parece ser mucho más profunda de lo que podemos suponer. Una batalla que a ciegas que se lleva a cabo en las sombras, en medio de un debate que, en ocasiones, parece chocar de manera frontal con una cultura que profundiza en sus peores vicios y que los refleja sobre la noción de la mujer víctima. Y es esa profundidad, ese silencio, esa ignorancia sobre lo que puede significar la agresión sexual — y sus consecuencias — es cada vez más preocupante.

Lo es, porque parece no sólo abarcar esa imposición cultural sobre lo que la violación y sus implicaciones pueden ser, sino además, en la pérdida de la concepción de lo que la violencia puede significar. Esa visión distorsionada del género y también, de la individualidad. Como en Gilead, la incapacidad de las mujeres para obtener justicia sobre la violencia que se ejerce sobre su cuerpo y su identidad, sigue siendo una visión temible sobre la forma en que se comprende el futuro, pero también la incertidumbre del presente. Una herida abierta que quizás no sane jamás.

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

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