Describir a la mujer venezolana llevaría grandes horas de trabajo pues desde las Diosas amazónicas, pasando por Doña Bárbara, buscando entre las grandes escritoras, recitando algún poema, escenificando una obra, atendiendo enfermos, criando a sus “muchachitos” o caminando en el centro de cualquier ciudad, la mujer venezolana se ha caracterizado siempre por ser fuerte, trabajadora e irremediablemente alegre y sociable. Podríamos resumir que es una mujer llena de frases que esconden adoración a ídolos y uso de términos “altisonantes” y apasionados para cualquier tema.
La mujer venezolana se ha nutrido de la historia a través de la cultura, de la televisión, de las creencias religiosas, de lo mágico y lo terrenal, mezclando ideas y entrelazando lo que recibe con absoluta espontaneidad. Lo que escucha, lo que ve, la hace creadora, imitadora, bailadora, coqueta y luchadora.
La mujer venezolana es franca en su lenguaje gestual y en ella se han derramado las alegrías y los dolores de lo que algunos han llamado la Revolución del Siglo XXI. Alegrías destinadas a la ingenuidad y tristezas destinadas a las grandes dudas de algo que es todo menos democrático.
La llamada Revolución del Siglo XXI definió a la mujer en estos últimos 15 años porque dictó formas y clasificó a los ciudadanos haciéndolos pertenecer de manera obligada a algo muy diferente uno de lo otro.
En esta historia de 15 años se interpuso un discurso nuevo, agresivo y violento que marcó una ruptura con este pasado que dotaba de alegría a la mujer venezolana. Mujeres de todos los estratos sociales se volcaron hacia una forma de lenguaje destructor. La patria y la muerte hicieron metáforas que se han quedado plasmadas: obligando a hacer patria o donar la muerte.
Esa identidad nueva obtuvo resistencia, pero tuvo un efecto novedoso que hizo más fuertes las divisiones y “clasificaciones” que el gobierno de turno quiso otorgar. La mujer es revolucionaria, escuálida u oligarca.
Así, aquella mujer dotada de matices pasó de la realidad al llanto, de la emoción al delirio y de la pobreza al engaño buscando en los escombros razones y más fuerzas para luchar vestida de ciudadana, pero con un estigma silenciosamente entendido: rica, “clase mediera” o pobre.
A Marina, mujer revolucionaria, domiciliada en el escalón 708 del Barrio “Los maitines” no le quedó más que ser consecuencia de estas historias removidas por el subsuelo de un discurso dirigido a la autoestima, al odio y la humillación. Agradecida por la atención que le brindaron en un inicio, Marina decidió apoyar el proceso y hacerse fiel al Comandante Hugo Chávez en la vida y la muerte, con el nombre del Libertador Simón Bolívar por delante y con el alma completamente entregada a su pobreza y a la resurrección prometida por las misiones bolivarianas, así como a un cheque mensual dedicado a menguarle el sentido y tocar su corazón de pueblo obligado a no dejar de latir.
Marina es en buena medida espejo y reflejo de la forma de expresión que hizo llegar al poder al presidente Chávez que creó un lenguaje de mayorías dirigido a millones de Marinas que al fin sentían que les hablaban y no pudieron nunca acercarse a ideas reales o integrales de desarrollo. Marina es destinataria del discurso y es proveedora de consignas que hoy sus hijos repiten para sobrevivir y sentir que están siendo tomados en cuenta. Han pasado 15 años y Marina quisiera que alguien le volviera a antojar una verdadera revolución. Ella quisiera volver a bautizar el S.XXI con la esperanza de una nación de mayorías dispuestas a la lucha.
A cambio, ha obtenido un trabajo a destajo planchándole la ropa a una tal Patricia y asistiendo los fines de semana a los eventos de las tropas bolivarianas o de las misiones. A cambio, ha obtenido dos sobrinos muertos, un esposo en los grupos que supuestamente están encargados de la seguridad nacional y pasa la vida montado en una moto dando vueltas por las ciudades buscando a quien amedrentar dando tiros al aire y cobrando por quincena una mínima o máxima según la misión que le ordenen desde el gobierno.
Sus hijos pasan el día en la calle buscando un camino, dispuestos a una paz que se reinterpreta en el odio al diferente. Marina se pregunta a veces, caminando mientras espera más de una hora por su “buseta” si Chávez tuvo sed, la misma sed que tienen ahora los mismos pobres que recorren las calles. Aparte del cáncer que lo mató, ¿habrá tenido enfermedades crónicas? Los poemas que recitaba en los actos de campaña ¿serían la única medicina para todos?
Patricia es “clasemediera” y eso la hace “escuálida” porque ese es el apodo que el Presidente Chávez decidió incorporarle a su presente y futuro. Solo por nacer en avenidas sin hambre y tener unos padres que se dedicaron a trabajar y a vivir lo más dignamente posible. Estudió ingeniería en una universidad privada y se reparte la vida entre hacer cursos nocturnos para obtener una beca de post grado y trabajar en una oficina de gobierno que cada día le exige más compromiso con la Revolución. Supervisa proyectos sociales y debe estar a cargo del presupuesto que manejan para su ejecución.
Patricia reconoce que nadie le está hablando a ella para invitarle a la felicidad, nadie le promete nada, no hay planes sociales para ella, no hay depósitos mensuales. Paty ignoraba por completo de qué es que se trataba la Revolución: vive constantemente asediada pensando en hacer maletas con artículos vencidos y cremas que le disimulen el cansancio y viaja al interior de la República buscando alternativas mejores que ese equipaje pesado que ha de ser usado para habitar un país que le da la espalda y la hace ir de permanencias a desapegos, de infinidad de historias inconclusas que siempre llevan al mismo lugar.
Patricia es la nada en Venezuela. Sin haber nacido en esas fechas, Patricia, para las mujeres revolucionarias es la culpable de todo lo mal hecho en el país, es la imagen de una torpe sirena flaca y anémica que la hace escuálida. Es la culpable de todo lo que hizo el ex presidente al que Hugo Chávez intentó hacer un golpe de Estado. Patricia es esa mujer que no conseguirá la beca porque no está conectada con los nuevos poderes bolivarianos, no puede hacer alianzas de amistad con sus compañeros y no puede denunciar los miles de millones de bolívares que se pierden en estos supuestos desarrollos sociales para los que trabaja. Patricia es la nada porque para las estadísticas informales del gobierno ella es una inútil desde el día en que nació. Si no lo es, eso es lo que le dicen en la radio, en la TV y en los periódicos comprados por el régimen. Una escuálida apátrida sin contactos y sin un futuro donde pueda ella dibujar un plan económico y social a la medida de sus posibilidades.
Patricia, como tantas otras mujeres del país, usa las redes sociales tratando de estimular el ambiente, es constante, trata de informarse, hace que los mensajes viajen y se intercambien, trata de romper fronteras nacionales, pero está suspendida en una guerra de mentiras y verdades que la hacen indefensa. Patricia es una “clase mediera” sin espacios dónde navegar.
Es esa, que como muchas se hace preguntas todos los días del año y nadie le puede contestar. ¿Qué pasó con las comunas? ¿Cómo se organizarán? ¿en qué sitios reales de convivencia nacional habitan? ¿Dónde están? ¿Qué son las propiedades autónomas? ¿Por qué amanecen muertos en las avenidas tantos jóvenes? ¿Esta es mi tierra? ¿Dónde están las comunidades que yo puedo visitar? ¿Cuál bien común?
Patricia siempre comió arepa con carne mechada, hallacas y ponche crema, las personas que habían pagado la campaña de Chávez también.
La “apátrida” Isabel, como la llamaba Chávez, la oligarca traidora, como la llama el heredero de la silla presidencial, es una mujer que pasa su vida exportando a Europa obras de arte que compra en Asia y Latinoamérica. Vive cómodamente en un departamento de la capital de Venezuela. Es una mujer independiente que ha podido realizar sus sueños y mantener una calidad de vida óptima.
Isabel jamás entendió cómo un hombre que intentó un golpe de Estado e hizo parte de su campaña desde la cárcel, podía mover tantas almas y dar esperanzas a tantas mujeres y niños. A una distancia evasiva, hasta mucho después de los primeros años de presidencia de Hugo Chávez fue que empezó a interesarse en el tema. El panorama se le hizo aterrador pues tiene experiencia de años trabajando con monedas extranjeras, enviando mercancías y adquiriendo permisos para trasladar obras de un lugar a otro sin censura alguna.
Aprendió. Aprendió que el poder que se le estaba otorgando a las instituciones relacionadas con inversión, importación y exportación estaban adquiriendo una actitud amenazante. Las cuentas de las ganancias ya no le rendían los mismos frutos. Sin pensarlo, se asoció con alguien relacionado al gobierno, no tenía opción. Venía siendo amenazada por las nuevas reglas del mercado cambiario. Eso o abandonar el trabajo de años.
Isabel no entendía bien hasta hoy que los criminales están en el silencio de la indiferencia, están en la calle armando niños sin destino, están buscando la mirada de un joven hambriento. No entendía que la crueldad del poder de siempre se repotenciaba con el odio del ahora y con grandes cantidades de armas conviviendo en las calles. Isabel, hasta que realmente se vio afectada, no entendía que los criminales estaban volando sobre sus cielos y se estaban confundiendo con ella.
Las riquezas, hasta el día de hoy son devoradas por una fuerza descomunal que habita comercios, mercados, franquicias y maletines repletos de dólares. Los que eran socios de ella ahora son sus dueños y los hijos que nunca ha tenido hoy comerían arepas, pero no podrían salir de su casa a divertirse en un bar porque vivir cómodamente no solo es pecado en Venezuela, sino que es castigado y es el motivo del odio más grande por el que Isabel ha aprendido que aunque no hiciera daño a nadie, bajar la mirada hacia las personas con menos oportunidades era al menos una obligación y una responsabilidad mínima ante la vida.
Con este panorama se ha dado cuenta que articular una marcha de protesta en pocos días no es tarea fácil, embalsamar los muertos del barrio lejano tampoco, cabezas como si fueran canicas menos y girar en el dolor de un hijo muerto convierte la vida en emergencia y en pánico constante.
Las historias de Marina, Patricia e Isabel son las historias diarias de las mujeres en Venezuela, salir a las calles estando a favor del gobierno o de la oposición se ha convertido en los últimos días en la única manera de expresarse.
Ellas ya no ven noticias reales, les quedan como apoyo las redes sociales. Tienen una sola oportunidad de “poder”, y esa es la de hacer un día lo que Chávez no pudo en años: aniquilar el odio y convertirlo en la verdadera revolución. Es la esperanza con que los jóvenes venezolanos alguna vez soñaron.
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Foto: Eneas De Troya. Flickr.