Unas semanas atrás, la cuenta Twitter de una de las activistas feministas más brillantes y valientes que conozco fue suspendida por su “vocabulario”, lo que equivale a decir que antes o después, fue denunciada por usar lenguaje inapropiado, quizás por varios de los grupos con los que solía discutir sobre temas de enorme sensibilidad en la plataforma. No supe qué responder.
Aunque sabía que sus discusiones eran la mayoría de las veces bastante apasionadas y en mitad de terrenos complicados como el aborto, el derecho sobre el cuerpo y la necesidad de un estamento legal equitativo, en ninguna ocasión leí que incluyera el habitual discurso de odio extremo que suele achacarse al feminismo.
Cuando finalmente pude hablar con ella, me sorprendió que se lo tomara todo con cierta tranquilidad. “En cuanto pueda regresar, seguiré con mi lucha. No hay otro camino” me contestó cuando lamenté la sanción y, sobre todo, el triunfo simbólico de quienes usan las normativas de la red en detrimento de un argumento la mayoría de las veces controversial. “No hay nada que lamentar, sólo que seguir” insistió.
Es normal que a las feministas nos hagan callar. De hecho, es lo más habitual que suele ocurrir cuando expones ideas que contradicen la imagen de la familia tradicional, las nociones conservadoras sobre la mujer y el papel que en teoría debe asumir. El feminismo es incómodo, resulta desagradable, la mayoría de las veces es una contradicción a posturas tan normalizadas que trae consigo una especie de sacudón intelectual.
-El feminismo está en contra de todo – me dijo en una ocasión una amiga querida – en contra de cualquier cosa que parezca agradable. ¿Cómo se puede defender algo así?
Me lo mencionó después que leyera uno de mis artículos sobre el amor romántico, en el que analizo la versión del amor en la que la mujer tiene todas las de perder. En el texto, me pregunté en voz alta por qué las mujeres siempre son las que se deben sacrificar para que “el sentimiento más grande de todos fructifique”, porque se sacraliza una idealización de una emoción muy humana y al final, el peso moral que conlleva amar “según la tradición”.
¿En dónde quedan las historias de amor incompletas? ¿las que no coinciden con el final feliz? ¿las que son algo más que buen sexo y compartir unos cuantos gustos afines? A mi amiga no le gustaron esas preguntas.
-¿No quieres que alguien se enamore apasionadamente de ti? – me preguntó alarmada.
La verdad, quiero que alguien se enamore con honestidad de mí, cosa que ha ocurrido y ha sido de las mejores experiencias de mi vida. Un amor que permitió crecer, sentir poder y felicidad, que consoló los pequeños miedos al desarraigo que la cultura moderna nos hereda sin saber. Pero al parecer, eso no es suficiente y para mi amiga, es un tipo de conformismo difícil de entender.
– El amor es mucho más que eso.
– ¿Qué es el amor?
– Ya saliste con tus cosas feministas. Mejor nos callamos.
De modo que la conversación terminó allí y me quedé pensado en todas las ocasiones en que el feminismo es el último término en conversaciones duras. Como la ocasión en que leí a una amiga decir que JAMÁS SERÍA FEMINISTA – así, en mayúsculas -, que era incapaz de “defender eso”. Como la ocasión que una de mis mejores amigas me pidió no hablar sobre “ese activismo mío” en su cumpleaños. O cuando mi madre admitió que le avergonzaba decir que su única hija era activista de “una causa perdida”.
Si eres feminista, siempre tiene que guardar silencio. O al menos, esa es la idea de los que te enfrentan, los que te mandan a callar, los que dicen que moderes tu vocabulario. Los que te miran preocupados cuando disientes de una idea concreta, de un valor en apariencia esencial. Cuando decides llamar a una idea por su nombre.
No les ocurre sólo a las activistas anónimas como yo. Hace unos años, la actriz Emma Watson pronunció un interesante discurso en la ONU, donde debatió el controvertido tema del “feminismo actual”. Lo hizo de manera personal, apasionada y sobre todo, poniendo en tela de juicio una serie de parámetros y conceptos que han convertido la lucha por los derechos de la mujer en poco menos que una batalla de ideas extremas y contradictorias. El discurso, además, tocó varios aspectos imprescindibles que pocas veces se discuten a la luz pública. ¿Cómo terminó el feminismo siendo una palabra que asusta y preocupa? se cuestionó la actriz con enorme delicadeza intelectual. ¿En qué momento defender nuestros derechos se volvió tabú?
Como era de esperarse, el discurso causó revuelo y extrañamente, no sólo porque fue pronunciado por una mujer muy joven y triunfadora que parece representar todas las ideas espléndidas que un mundo de inclusión promete. Lo hizo porque despertó el viejo debate sobre hasta dónde es idóneo y necesario aupar e insistir porque los derechos de la mujer sean reivindicados.
De hecho, las palabras de Emma Watson causaron un inesperado malestar: desde quienes la acusaron de crear una “visión limitante de la mujer” hasta quienes insistieron en la interpretación del tema “denigra la imagen tradicional de la mujer”. Y es que el hecho de que Watson hablara directamente sobre esa idea de la mujer estereotipo, incomodó esa nueva tendencia que insiste que la defensa sobre los derechos de la mujer no es necesaria. Que el mundo necesita “igualdad” pero más allá del género. Estoy de acuerdo, por supuesto: la igualdad y la exclusión cultural y social no debe limitarse a la mujer. Pero también sé que ignorar que el género es una de las razones fundamentales para la discriminación, es menospreciar una larga lucha cultural, silenciosa y cotidiana. Un debate que por décadas ha intentado demostrar que el género es una cualidad antes que un motivo para denigrar.
De todos los comentarios que leí, probablemente uno de los que más me sorprendió fue el siguiente: “Los hombres y las mujeres jamás podrán aspirar a la igualdad porque sus cerebros funcionan de manera distinta”. Lo leí y escuché en diferentes lugares, dicho por diferentes personas. La mayoría, mujeres. La frase, que además fue analizada desde la perspectiva de “el hombre y la mujer son seres totalmente antagónicos” parecía describir ese cierto malestar inevitable que últimamente produce la idea del feminismo. Un planteamiento que quedó bastante claro luego de los ataques que recibió la actriz Emma Watson luego de su discurso sobre el tema. Al menos, es lo que pude deducir de la reflexión. El pensamiento me entristeció.
Y es que parece que la palabra “feminismo” incomoda. Una que debe silenciarse. Lo suficiente como para que nadie quiera asumirla como una planteamiento político y social. Mucho menos personal. Nadie quiere que se le relacione con una palabra que define una postura radical. O eso parece sugerir esa insistencia de muchas mujeres que conozco en dejar claro de entrada “No soy feminista”. Que no dudan en explicar que no podrían serlo, por el sólo hecho de considerarse “femeninas”, como si ambos conceptos se contrapusieran uno contra el otro. Ese replanteamiento de la lucha de los derechos que parece bordear el prejuicio, mirar la lucha por la inclusión como un fenómeno limitado y hasta vergonzoso.
Más de una vez, esa postura me ha parecido no sólo inquietante, sino contradictoria. Porque no dejo de preguntarme el motivo por el cual produce tanta preocupación y desconcierto que la mujer asuma un rol activo en cuestionar su herencia histórica, en analizar su lugar social desde una perspectiva totalmente nueva. ¿Se trata de una incómoda visión cultural sobre nuestro rol biológico que no termina de evolucionar? ¿Se resume a esa idea sobre el quiénes somos o cómo nos percibimos que carece de verdadero sustento? Lo pienso, cada vez que una mujer insiste en menospreciarse en silencio, en asumir que el mundo “es así”, que lo acepta porque es inevitable y más aún, que lo mira como un rasgo que define esa diferencia inevitable entre los géneros. ¿Por qué produce incomodidad asumir que el mundo menosprecia de muchas formas a la mujer y que es necesaria la reivindicación? ¿Por qué inquieta?
Mi amiga Ana (no es su nombre real) me escucha con atención cuando me hago las preguntas anteriores en voz alta. Ana es psiquiatra y durante los últimos años, se ha dedicado a la investigación de lo que llama “la consciencia distorsionada de la víctima”, una expresión que usa para definir esa desconcertante culpabilidad que suele sufrir quien padece abuso y violencia. Para Ana, buena parte de las víctimas de la violencia sexista, de género y crímenes de odio, están convencidas que “provocaron” el ataque. Que, de alguna manera, no pudieron evitarlo por el mero hecho de provocarlo aunque no sepan cómo.
— Es una percepción de la Violencia necesaria, de la que ocurre, de la que se asume como una parte esencial de la cultura — me explica Ana — la violencia natural, inevitable, debida. La violencia como consecuencia, antes que síntoma.
— ¿Podría explicar esa idea de la violencia como inevitable, esa insistencia sobre la imposibilidad de la igualdad entre hombres y mujeres? — le pregunto — escucho la frase con frecuencia.
— No exactamente. La idea que la igualdad entre géneros es una imposibilidad, nace de la interpretación parcial de un juego de roles, por esa percepción que la mujer y el hombre son biológicamente complementarios. No puedes igualar dos elementos en esencia distintos. Ahora bien, el hecho de que la diferencia sea un motivo para justificar la exclusión y el menosprecio es la raíz del odio sexista, de la discriminación y el prejuicio.
En una ocasión, una amiga me insistió que ella disfrutaba de ser “mujer”. Me lo comentó insistiendo en que para ella maquillarse y llevar ropa a la moda era parte de su identidad. Abogada, triunfadora y empleada de un prestigioso bufete, me dijo que la lucha “de la mujer por la mujer” era una reliquia cultural. Se burló un poco de lo que suele llamar “El feminismo de la hojilla perdida” (en referencia a las imágenes de mujeres con axilas velludas que suelen representar el feminismo puro y duro) y que ella desde luego, se consideraba mucho más “que una mera lucha de extremos”.
— No entiendo por qué molesta tanto que disfrute de mi feminidad, que sea crea que un poco de vanidad no está reñida con mi percepción sobre mis capacidades — me insistió.
— Nadie dice que lo esté, o al menos yo no lo creo. Lo que sí me pregunto es como manejas el hecho de que, debido a esa feminidad, te menosprecien.
— No lo hacen. Me admiran.
— Y es maravilloso que te admiren. Nos admiren. Pero lo que sí resulta preocupante es que esa cualidad estética que tanto celebras sea un motivo para limitarte o restringirte.
— Eso no me ha ocurrido nunca.
— ¿Estás segura?
— Por supuesto.
— ¿Cuál es tu sueldo en el bufete donde trabajas?
Mi amiga sacudió la cabeza, con una sonrisa socarrona. Sabía a qué me refería. Durante años, se había quejado una y otra vez, de que a pesar de su impecable trabajo, de su dedicación y sobre todo, de trabajar el triple que cualquier otro compañero de trabajo, seguía teniendo un salario porcentualmente menor a cualquiera de ellos. Era la mujer más joven en un despacho de abogados, un club “de muchachos”, donde la mayoría de los socios y empleados llevaban unos diez años conociéndose.
Solía comentarme que para todos, el hecho de haber contratado a una mujer era “un triunfo” y que recibía un trato caballeroso o así me lo describió: halagos, piropos y un trato preferencial que más de una vez me insistió era “intachable”. No obstante, en la escala administrativa la cosa no parecía ser más amable: mi amiga no había recibido un beneficio contractual desde hacía más de dos años. Mi amiga se lo atribuyó a su poca experiencia, al hecho que no había obtenido las mejores calificaciones en la Universidad e incluso, a elementos de propia personalidad, a la que con frecuencia solía tachar de “discutidora”.
Cuando le pregunté si cualquiera de esas ideas era suficiente para la considerable diferencia en la percepción que se tenía sobre su desempeño laboral en contraposición a sus compañeros del sexo masculino, se rio de mí.
— No se trata de machismo, se trata que aún no tengo un cargo de responsabilidad para demostrar mi capacidad — me insistió — cuando ocurra, se notará la diferencia.
Trascurrieron tres años antes de que mi amiga recibiera la promoción que esperaba. Tres años donde vio a compañeros menos dotados y mucho menos comprometidos con la oficina avanzar profesionalmente. Mientras tanto, ella siguió desempeñando cargos intermedios y de relativa poca importancia. Siempre que tocábamos el tema, me insistía que se trataba de “la línea administrativa” normal. Finalmente, una vez promovida de cargo, estuvo segura de que la larga carrera de obstáculos para el éxito profesional que había emprendido se hacía más corta. O así me lo comentó.
— Solo se trata de esperar una oportunidad — concluyó.
Pensé mucho en esa frase, preguntándome cuantas mujeres deben usarla para disculpar esa limitación laboral que muchas veces sufren y que es tan común en nuestro continente. Cuantas veces una mujer asume que sólo necesita se confíe en su trabajo y en su talento, para demostrar su capacidad profesional. Y sin embargo, quejarse sobre el tema parece ser tabú, ese incierto límite entre lo que consideramos habitual y esa línea incómoda que consideramos extremo.
De nuevo, el feminismo como una palabra que asusta, que preocupa. “No soy feminista, pero necesito una oportunidad” es la síntesis de esa contradicción, de esa búsqueda en paralelo del derecho y la necesidad de convalidar el propio talento. ¿Por qué resulta un problema analizar la idea desde una óptica específica, en la que prima la justicia, que celebra la necesidad de convalidar y apreciar a la mujer no desde su género sino desde su forma de expresión? ¿Por qué produce incomodidad esa interpretación?
Y mientras esa incomodidad aplasta, se insinúa que la mujer sigue considerando innecesario reclamar en voz alta lo que asume justo. Continúa callando la incomodidad que le produce el menosprecio, el hecho de ser juzgada por la ropa que lleva o el maquillaje que luce, por el hecho de desempeñar el rol de madre, por la forma como se ve, por el aspecto de su cuerpo. Continúa callándose la inquietud que le produce que su éxito profesional dependa de la forma como se interprete su género, su rol sexual. Un silencio que duele, que inquieta, que desconcierta, que hiere.
Porque a la mujer no se le suele enseñar que quejarse y reclamar está bien. Que está bien reclamar en voz alta que te consideras menospreciada y limitada por el hecho de tu sexo. Que está bien verse hermosa y a la moda, pero que no es necesario y obligatorio que lo hagas. Que está bien quejarte que no obtengas el salario que merezcas. Que está bien negarte a ser encasillada y estereotipada. Que está bien no aceptar se te mire desde la perspectiva de la mujer objeto. Que está bien discutir y polemizar cuando consideres que tus derechos están siendo vulnerados. Que está bien declarar que tomas decisiones conscientes sobre tu cuerpo y tu sexualidad. Que está bien disfrutar del sexo, que puedes llevar a la cama a quien quieras. Que está bien disfrutar de tu identidad y tu rol de género como prefieras. Que está bien sentirte invadida e incómoda por piropos de naturaleza sexual. Que está bien rechazar cualquier tipo de discriminación en tu contra. Que está bien y además es necesario que siempre tengas muy claro que no depende de tu aspecto físico tu éxito profesional. Que está bien ser ultrafemenina pero que eso no es excusa para disminuir tu rol cultural. Que está bien si te sientes agredida por insinuaciones de índole sexual que no pediste. Que es necesario comprender que la diferencia no es justificación para la discriminación.
Porque nadie duda o cuestiona el hecho que el hombre y la mujer son en esencia distintos: que su manera emocional y mental de mirar el mundo es cuando menos contradictoria. Aun así, esa diferencia no es una excusa — o no debería serlo — para el menosprecio, mucho menos para considerarla un elemento limitante o restrictivo. La mujer y el hombre son distintos, por supuesto, pero esa diferencia es parte de esa mirada conjunta. Jamás una forma de segregación.
Pienso en esas cosas mientras comparto un café con mi amiga. Hace ya casi un año renunció al bufete donde trabajaba. Lo hizo, luego de continuar insistiendo en lograr un salario justo — que jamás obtuvo — o de obtener beneficios profesionales que parecieron siempre encontrarse muy cuesta arriba. Una idea que la atormentó y lastimó hasta que finalmente asumió que debía exigir lo que consideraba justo. Algo que había evitado todo lo que pudo, para no poner en riesgo lo que llamó “sus perspectivas profesionales”.
— Pero cuando finalmente lo hice, descubrí que, en el bufete, mi perspectiva profesional tenía mucho que ver con que jamás pertenecería al grupo de “los muchachos” — me explicó — que a pesar de cualquier intento mío por simplemente demostrar que mi capacidad era suficiente, siempre estaría por debajo de las expectativas con respecto a mi desempeño.
Silencio. No supe que responder. No supe como consolar esa angustia que percibí en sus palabras o como expresar mi propio miedo hacia lo que me contaba. Mi amiga sacudió la cabeza, como si pudiera percibir mi confusión.
— No se trata de nada que tenga que ver conmigo. Y eso es lo más doloroso y humillante. Que en algún punto comprendí que nunca sería lo suficientemente buena sólo por ser quien soy.
Silencio otra vez. Más tarde, me pregunté cuántas veces las mujeres nos miramos desde esa limitada idea de la identidad, de ese descubrimiento de que bajo ciertos parámetros, sigue existiendo un menosprecio tan sutil que pocas veces reparamos en él. O del hecho, que nuestra concepción del mundo parece limitada por ciertas visiones sobre el deber ser de la identidad y quienes somos. ¿Hasta dónde somos capaces de luchar contra eso? La pregunta continúa en el tintero, como tantas otras, sin respuesta y por ahora, sin mayor resolución.