De la imagen a la hipocresía cultural: ¿De verdad habrá que liberar a Melania Trump?

De la imagen a la hipocresía cultural: ¿De verdad habrá que liberar a Melania Trump?
noviembre 16, 2020 Aglaia Berlutti
feminismo

Escribo esto el martes 3 de noviembre a las 9:58 am de la mañana, mucho antes de conocer los resultados de las elecciones norteamericanas y, por tanto, de tener alguna noticia si Melania Trump continúa siendo –o lo será por cuatro años más – Primera Dama de la cuna del capitalismo, convertida además de un raro símbolo de estatus relacionado con el hecho que esta ex modelo, comenzó por ser ¿la mujer trofeo? de un hombre mucho mayor hasta terminar por convertirse en la mujer que le acompaña en las alturas de poder. De modo que este artículo sólo analizará – o tratará de hacerlo – su figura como mujer y la forma como ha sido maltratada durante estos últimos años.

Qué machista se escucha lo anterior ¿no es así? “la chica europea que conoció al magnate norteamericano y de pronto, es la primera Dama”. A Melania, que pocas veces habla en público, a quien se le analiza de pie a cabeza a diario y, además, le ha tocado llevar la imagen de mujer que no es otra cosa que una pizarra en blanco para proyectar nuestros prejuicios. Una especie de estatuario maniquí que acompaña a uno de los líderes políticos más controvertidos y lo hace, sin que sea otra cosa que parte de la omnipresente y polémica imagen de Donald Trump.

Eso, claro, los días buenos y no los otros, en que forma parte de la narrativa de la más reciente película de Borat de Sacha Baron Cohen, en la que se le muestra como un retorcido cuento de hadas europeo, o como un personaje incómodo en el libro escrito por uno de sus parientes, en el que se le brinda voz y diálogo ficticio a sus largos silencios y su en, apariencia, insustancial peso político y cultural. Melania es una mujer que tiene que enfrentar el hecho que no se le perciba como extraordinaria, sino que encarne la banalización de la mujer objeto. A la chica hermosa que probó suerte con un sujeto adinerado para terminar siendo parte de la historia del país al que emigró.

Por supuesto, esto no es una defensa a la figura ¿de la primera Dama? En realidad, es una reflexión sobre la forma en que nuestra sociedad tiene una corrosiva visión sobre la mujer, sea cual sea su papel en la percepción de las masas, a la distancia histórica. Las primeras Damas estadounidenses siempre han debido batallar con la percepción que la época tiene sobre ellas, en un recorrido incómodo y la mayoría de las veces doloroso hacia las mieles – o el rechazo – de la opinión pública.

A Michelle Obama se le criticó por tener personalidad propia, un espacio intelectual propio e incluso, por de vez en cuando, opiniones más atinadas que su marido, primer presidente de color de la una nación con un marcado rasgo racista. A Barbara Bush se le señaló en más de una oportunidad como fría, distante y dura, una matriarca firme que llevaba con puño firme su matrimonio y su país, con dos presidentes en su haber.  Nancy Reagan fue el símbolo de una buena esposa norteamericana, bondadosa, sensible, elocuente, poderosa. Incluso, la mítica Jacqueline Kennedy, tuvo que encontrar la forma de representarse a sí misma, cuando se le exigía metaforizar lo que el país pensaba de ella. Una larga lista de mujeres sujetas a la tradición que comenzó con la amabilidad de Martha Custis Washington, esposa del fundador de la nación George Washington.

Claro está, nadie intenta comparar a Melania con mujeres de semejante talla histórica, pero sí cuestionar el hecho que nuestra generación, hábil para etiquetar, criticar y deformar a fuerza de esa gran conversación virtual, la haya convertido en algo menos que un objeto estético de uso dudoso.

feminismoHace unos años, la revista Vanity Fair de México — en una estrategia especialmente inoportuna, todo hay que decirlo — publicó en portada a la recién llegada primera Dama estadounidense. Habían transcurrido semanas desde la elección de Trump y todavía, Melania era un misterio. En la edición, se incluía un artículo de la periodista Julia Ioffe sobre la entrevistada que comenzaba con una anécdota cuando menos humillante: En una ocasión el presentador Howard Stern le preguntó a Donald Trump si continuaría casado con Melania de sufrir un accidente y quedar desfigurada. El magnate no dudo en preguntar: “¿Y los pechos? ¿Qué aspecto tendrían? Porque ese es un detalle importante” señaló. Con esa única frase, el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica dejó bien claro la percepción que tenía no sólo sobre su mujer sino con toda seguridad, sobre el resto de las mujeres del mundo.

Quizás por ese motivo, desde la toma de posesión de Donald Trump — la verdad, desde mucho antes — la atención pública mira con atención a Melania Trump. Lo hace, porque la esposa del millonario histriónico y ahora primera Dama de la primera potencia mundial parece ser la carnada perfecta para analizar el machismo de su marido. Esa misoginia que no se molesta en disimular y que de hecho, utiliza como bandera de campaña.

Feministas, partidarios republicanos, humoristas y sobre todo, esa gran conversación del mundo globalizado que suele acaecer en las redes sociales, analizan desde todas las perspectivas posibles a esta mujer que parece encarnar no sólo los peores vicios en la vida del nuevo presidente estadounidense sino además, su mirada hacia el sexo opuesto.

Pero en realidad, lo extraño de toda la situación es que además de una alegoría del machismo de Trump, también lo es de la del resto del mundo. Porque a Melania se le trivializa y se le menosprecia de tantas formas que termina siendo un vehículo para la catarsis inevitable hacia las tropelías y malcriadeces de su célebre marido. A Melania se le llama estúpida, mantenida, mujer objeto, esposa trofeo. A Melania se le critica y se le infravalora por el hecho de su belleza física.

Una y otra vez, el dedo que apunta hacia la joven primera Dama estadounidense insiste en todas las características que la convierten en presa fácil para la crítica y la burla. Porque Melania Trump, desde un discreto segundo plano es una alegoría evidente de todo lo que el discurso de odio y segregación de su marido está despertando y también, de la forma como reaccionamos a esa machacona percepción de la mujer como accesorio de la imaginería popular.

Y sin embargo, Melania es la principal prueba de lo que la misoginia rampante y violenta que esgrime su marido y la cultura que premia su discurso sexista puede provocar. A Melania la miramos desde la distancia de cierta arrogancia moral, ya sea para llamarle mantenida y víctima (se ha dicho incluso que sufre de algún grado de síndrome de Estocolmo hacia su agresivo marido) hasta para burlarnos directamente de su torpeza, necedad o cualquier otro aspecto que imaginamos sobre su personalidad.

A Melania se le humilla y no sólo a través de la habitual atención mundial sobre los famosos y sus circunstancias. Hay un cierto encono en la intención de dejar bien claro que a diferencia de su predecesora Michelle Obama, Melania es una mujer sumisa, sin opiniones y sin ningún interés. Una pieza atractiva en medio de un tablero de juegos que le desborda y la convierte en una máscara sin mayor interés que el de representar una nueva visión sobre las mujeres poderosas en un país que aún debate — y de manera encarnizada — sobre lo ocurrido con Hillary Clinton en plena campaña electoral.

El concepto que se construye sobre Melania es otro síntoma sobre lo que buena parte de la opinión pública y también, la mayoría de la mundial percibe de las mujeres en podios de especial significado político y cultural. Aunque nadie puede negar que Melania es parte esencial de cómo se percibe a Donald Trump — que no dudo en divorciarse de su segunda y mucho más joven mujer para contraer matrimonio con una mujer aún más joven — el hecho es que Melania se ha convertido en un objeto insustancial que para un considerable número de personas, permite demostrar la tesis de la superficialidad en el discurso de Trump.

Melania no es un par intelectual — o eso se supone — ni tampoco una mujer que vaya a tener una participación preponderante en asuntos de política, cultura o aspectos sociales. Sólo es una bella mujer que le acompaña, que ensalza su papel como figura pública y que tiene el pesado deber de representar a las mujeres norteamericanas desde la Casa Blanca. Y qué incómoda, abrumada y torpe luce Melania según la opinión popular ante tamaño reto. Cuántos errores de forma y de fondo ha cometido hasta ahora en su camino hacia el poder. Desde discursos plagiados hasta reacciones tardías y tibias a las tropelías de su marido, Melania parece incapaz de manejar el lugar que casi por carambola, ocupa en la historia.

Aun así, el análisis parece incompleto: hay algo mucho más complejo en la figura de esta inmigrante europea que once años después de su llegada a EEUU se convierte en Primera Dama, como una enorme contradicción a lo esencial de la propuesta política de su marido. Desde sus silencios, meteduras de pata, su rostro convertido en meme y chiste popular, la reacción hacia Melania representa justamente a la sociedad que votó por Trump, a la que sedujo su discurso revanchista y reivindicatorio. Melania es el símbolo de todo lo preocupante, violento y agresivo que sostiene la fama y poder de Trump y que le convirtió en Presidente de la Nación más poderosa del mundo.

Porque cuando se le acusa a Melania de ser una esposa trofeo, cuando nos burlamos de su rostro compungido durante los diversos actos públicos en que participa, mientras nos reímos a carcajadas de sus pasos torpes a varios metros de su marido, dejamos bien claro que el machismo y la misoginia que animó al electorado de Trump, también tiene respuesta en el contrario. En el que le critica e insiste en una considerable distancia ideológica con el flamante presidente Estadounidense. ¿De qué otra forma podría explicarse que los mismos grupos que exigen a Trump respetar a las mujeres y la diversidad del EEUU atacan a Melania sólo por su aspecto físico? ¿Cuál otra razón hay para que millones de estadounidenses se burlen de Melania Trump por sus errores de relaciones públicas, su forma de vestir e incluso su mera discreción?

A Melania se la acusa de todo: de vendida (por su condición de inmigrante), de sumisa (por su papel secundario en la campaña electoral), de objeto de consumo. Con su perfecta figura y su predilección por la ropa de diseñador, Melania parece ser una carnada suculenta para las discusiones y debates de acento patriarcal, para todos quienes consideran que una mujer merece el maltrato mediático y cultural sólo por el hecho de complacer nuestras críticas y prejuicios. ¿Y quién mejor que una mujer cuya corta carrera pública más allá de su marido está plagada de errores y alegorías erróneas?

Melania sólo ha dado que hablar por una serie de meteduras de pata inconscientes que la convirtieron en objeto del escarnio público. Durante el segundo debate presidencial de noviembre, Melania llevó una blusa rosada vinculada al movimiento feminista. O eso se creyó hasta que el diseñador de la futura Primera Dama indicó que “solo la llevaba por considerarla bonita” lo que enfureció a las feministas norteamericanas. Después, se negó a dar declaraciones sobre las grabaciones en donde se escuchaba a su marido proferir insultos misóginos contra las mujeres. Al final y presionada seguramente por su entorno, dejó traslucir que se sentía “incómoda y ofendida”. Pero la respuesta tibia sólo sirvió para caldear los ánimos y convertirla en símbolo de la degradación de lo femenino en el discurso de su marido.

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Poco después del triunfo de Trump en las urnas electorales, una conocida partidaria de recién elegido presidente la alabó por ser “una primera Dama elegante y digna” añadiendo comentarios racistas hacia Michelle Obama. De nuevo Melania se encontró en el centro de una diatriba que la utilizó como forma de ataque, que la convirtió en una alegoría en todo lo que está mal en la postura y violencia en el discurso del nuevo inquilino de la Casa Blanca.

Hay un elemento preocupante en el ataque a una figura que por falta de definición propia, se convierte en un lienzo en blanco donde reflejamos todos nuestros prejuicios e incluso temores. Donde el machismo silente que tantas veces se normaliza se hace un ataque directo hacia una figura que más que representar cualquier cosa, es de hecho un producto de toda una compleja red de ideas sobre el rol social de la mujer.

Atacada y vilipendiada por todos los extremos del espectro, Melania representa las carencias de ese discurso que insiste en defender la mujer pero lo hace agrediendo a lo que desagrada y molesta en la idea propia. Hay una alarmante cuota de prejuicio y discriminación en el hecho que se considere a Melania “estúpida”, “puta”, “infeliz”. Que lo hace además, regodeándose en cualquiera de esos epítetos con un placer que raya en lo obsceno.

¿Se trata de un ataque contra Melania o una mirada muy dura sobre las grietas y dolores de un discurso que ensalza y defiende lo femenino sólo cuando nos agrada o calza con nuestras aspiraciones y definiciones de la mujer? ¿No es acaso otro tipo de machismo el hecho que Melania sea insultada casi de la misma manera por cualquiera con los mismos términos con los que Trump insulta a mujeres a lo largo y ancho de su país? ¿No se trata de una trivialización sobre los conceptos de la mujer el hecho que a Melania se le conciba como una irrisoria imagen de lo femenino en una visión casi agresiva gracias a nuestros prejuicios?

Porque Melania debe ser “algo”: O víctima agredida, altiva arrogante metáfora de la supremacía blanca a la que apela su marido, símbolo de la trivialización de la mujer. Y lo “debe ser” por esa noción de la mujer convertida en un alegoría involuntaria de todo tipo de señalamientos. Más allá de Melania hay toda una búsqueda de significado de lo que el nuevo feminismo debe promocionar y difundir: la defensa de la mujer, de su imagen y de su importancia cultural incluso aunque no nos agrade el contexto que la rodea. O lo que es lo mismo, asumir que el primer prejuicio a erradicar quizás debería ser el propio.

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

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