Soy feminista y, además, liberal. Creo en la propiedad privada, lucho por la paridad de oportunidades en el ámbito económico y académico, soy amante del libre mercado. Me gusta la posibilidad de competir con todas mis capacidades en terrenos usualmente vetados a las mujeres. Escribo de cultura pop y me enfrento al prejuicio por hacerlo. Fotografío desde mi versión del mundo y muestro a las mujeres (a mí misma) tal como me las imagino. Y todo eso lo hago en un país machista.
Pero sé que soy privilegiada. Sé que tuve una familia que me educó para avanzar en contracorriente, que me apoyó para que lo hiciera, incluso en los momentos más duros de mi vida, en los más desalentadores. Tuve acceso a la educación universitaria (no una, sino dos veces), puedo invertir parte de mi dinero en seguir educándome. Tomé la decisión consciente de no ser madre, de seguir la ruta poco transitada de dedicar todo mi esfuerzo, energía y dedicación a mi proyecto de vida como fotógrafa y escritora.
He tenido la posibilidad que me sostengan intelectualmente cuando me he derrumbado de miedo y cansancio. De ser amada tal y como soy, de ser admirada, criticada y odiada, lo que al final del camino, me brindó la oportunidad de crecer y ser cada vez más fuerte, de estar por completo convencida que está bien llevar la contraria, hablar en voz alta de los tópicos que me preocupan y me afectan. Que está bien debatir y sostener mis apreciaciones sobre mi libertad personal y lo que aspiran todas las mujeres que conozco como lo crea mejor y más conveniente.
Pero no todas las mujeres tienen esa posibilidad. De hecho, la mayoría no la tienen. La mayoría soporta el peso del miedo, el prejuicio, las imposibilidades. La mayoría de las mujeres de mi país no tienen acceso a la educación que recibí, a las posibilidades de las que disfruto a diario. La mayoría debe lidiar con un tipo de machismo solapado que les enseña primero a andar en zapatos de tacón alto antes que a cuidar de su autoestima.
Este es el país en que hay tantas peluquerías que podría contar una en cada esquina, mientras las librerías cierran a diario. Este es el país en que una mujer es “puta”, está “explotada”, o bien es “bendecida y afortunada” por el mecenas sexual de turno. Este es el país en que el ideal de belleza te pesa como una carga que debes manejar con cuidado, porque de eso depende tu éxito social o la forma en que se percibirá tu trabajo. Este es el país en que hombres consideran divertido menospreciar la inteligencia femenina, porque es una forma de “humor”.
También, este es el país en que una mujer estuvo cautiva por treinta y dos años y fue acusada de “permitirlo”. Este el país en que las agresiones sexuales se miden por la capacidad de la víctima por “convencer” a un sistema misógino y retrógrado. Este es un país en el que, si eres mujer, te recordarán cada tanto que decir groserías “no está bien” y te dirán, con tanta frecuencia como para enfurecerte, como y de qué manera debes protestar. Este es un país machista, en un continente misógino, en una cultura recelosa de la identidad femenina.
Y en esta cultura crecí. En esta cultura en la que cuando tenía dieciséis años, un hombre que me triplicaba la edad me invitó a salir y me extendió una rosa, agradeciéndome ser tan “hembra”. Esta es la cultura en la que cuando escribí un ensayo sobre la mujer medieval como héroe secreto, el profesor de turno me dijo que dejara el “planfleteo” fuera del aula de clase. Esta es la cultura en la que fui acosada por un hombre en competencia laboral desleal y que cuando pedí ayuda a un periodista a quien respetaba, me dijo que era mejor no hacerlo público “porque probablemente, sería peor para mí”. Esta es la cultura en que un hombre me dijo que jamás llegaría a ser crítica de cine “porque las mujeres no hablan con esa profundidad” y es también, la que una mujer me insultó por insistir en que la mujer es dueña de su cuerpo, esté embarazada o no.
De modo que lucho a diario porque todas las mujeres, tengan un terreno de reflexión como el que construí, que puedan expresarse, crear, crecer y llegar a alcanzar cada una de sus aspiraciones, a pesar que la cultura las censure y las señale. Una cultura que no pueda minimizar a una mujer sólo por serlo. Una cultura en que el futuro sea sin duda, femenino.
Puño en alto, la cualidad de la lucha.
Hace unas cuantas semanas, alguien hizo siguiente comentario en mi TimeLine de Twitter “Las feministas tienen un reconcomio directo contra los hombres, que creo evidencia falta de alguna actividad sexual”. Poco después, el mismo user insistía “todas las feministas son comunistas — lo sepan o no — y también odiadoras de hombres”. Para rematar, el invisible interlocutor dejó muy claro que “estaba muy harto del complejo de inferioridad de las mujeres”, con lo cual parecía resumir lo inútil que le parecía cualquier tipo de debate sobre la inclusión y la igualdad de género.
Como de es de suponer, leí todo aquello con una sensación de asombro e irritación. Me pregunté donde encajaba yo allí: para empezar casi todos mis amigos son hombres y no creo que mi feminismo o mi noción sobre él, tenga relación alguna con mis sentimientos hacia el género masculino. Desde la infancia, he tenido profundas amistades emocionales e intelectuales con hombres y no sólo con los que han sido mis parejas.
Y es que, para empezar, la mayoría de las veces, es una visión simplista creer que la identidad masculina y como se manifiesta, es el motivo por el cual el feminismo existe. Al menos, para buena parte de las mujeres que conozco, la idea es evidente y sobre todo coherente: el feminismo no es una guerra emocional e intelectual contra los hombres. Es una lucha por aspirar a la inclusión legal y cultural que merecemos como ciudadanas y no por el hecho específico de mi género. Aspiro a los mismos derechos que cualquiera porque los merezco.
Y por supuesto, no me considero “comunista”, que tampoco sería malo o bueno, sino simplemente una elección política como cualquier otra. Soy todo lo liberal que puede ser un ciudadano en la treintena que escoge con deliberada consciencia de por qué lo hace su parecer político. Me defino como liberal, me opongo a cualquier control del Estado, apoyo el libre mercado y confío plenamente en el capitalismo, por terriblemente desconsiderado que eso suene. De manera que luego de leer la parrafada del desconocido, me cuestioné hasta qué punto, soy parte de esa noción general sobre lo que una feminista debe ser.
Claro está, no me sorprende esa percepción y es hasta cierto punto lógica. El feminismo teórico no sólo propugna toda una serie de ideas de izquierda clásica, sino que las admite como parte de su propuesta. Pero no es todo lo que es el feminismo, ni tampoco una parte sustancial de todo lo que el feminismo puede ser como propuesta. También, conozco las campañas de “odio hacia lo masculino” propugnada por varias ramas extremistas del movimiento, que acusan con el dedo extendido a todos los hombres por lo que llaman “subyugación moral”. Pero eso tampoco es el feminismo. No al menos, como yo lo comprendo y debo decir que luego de casi dos décadas de convencido activismo, sé muy bien cuáles son mis aspiraciones políticas e ideológicas. Lo he analizado con tanta profundidad como para que formen parte de mi vida y también, como para sacar algunas conclusiones al respecto.
Para empezar, soy feminista en un país lo suficientemente machista como para que resulte incómodo. Durante buena parte de mi vida académica y profesional, me he enfrentado a miradas de reojo, risitas bajo cuerda y cejas levantadas cuando pronuncio en voz alta la temida palabra “feminista”. Y lo hago con muchísima frecuencia, he de decir. Justo por el hecho que de pronto — y exactamente no supe cuándo — la palabra se convirtió en una grosería, en una ofensa hiriente e incluso, en un teorema burlón. Algo como que ¿eres feminista? ah vaya, que profunda tu causa con axilas velludas y senos feos al aire. ¿Por qué no hay feministas feas? ¿Por qué todas son gordas? ¿Por qué no hay feministas que admitan les gusta el sexo? ¡Vamos caramba, admítanlo!
— Bueno, lo dices tú, no yo: pero es obvio que en lo que respeta al feminismo hay una ruptura base y elemental que resulta preocupante a la distancia — dice mi amigo Juan, sociólogo, con quien suelo conversar de esas cosas. Juan se llama así mismo “observador de los debates de género” y disfruta de lo lindo cada vez que alguien me despierta “la señora maligna interior”, término que define a mi otro yo discutidor y muy mal humorado. De hecho, nuestras conversaciones siempre suelen comenzar por ideas más o menos elementales como: ¿Por qué en Venezuela se crían machos y no caballeros? y matices al estilo. — Lo que ocurre es que ser feminista es enfrentarte al hecho no sólo de la defensa de lo que crees son tus derechos, sino además a algo más intangible. — Claro. Hablamos de una idea social tan antigua como esencial. El binomio de hombre y mujer.
La primera vez que supe era feminista ni siquiera sabía que había una palabra para definir la ira que sentí cuando una maestra de la escuela me llamó “machorra” porque preguntarle el motivo por lo que había cosas para “niñas” y para “niños”. Luego de una infructuosa tanda de preguntas, la mujer pareció impacientándose e insistiendo que una “niña de bien” no discute esas cosas. Las acepta.
— Entonces yo no soy una de esas niñas — recuerdo que le grité — yo quiero saber porque las cosas pasan así. Y no me gustan que pasen así.
A la maestra no le gustó nada ni el grito ni la actitud y terminé castigada por semanas sin recreo. Pero con todo, recuerdo con enorme claridad que me sentí especialmente bien — a pesar del castigo y las burlas de mis compañeras — por haber dejado claro lo que pensaba. Me gustó la sensación de poder que me hizo sentir. Y pensé que era algo muy bueno decir las cosas en voz alta.
Así que después, cuando un desconocido me llamó puta por mi afición a las faldas cortas o cuando alguien me dijo que no podía aspirar a determinado puesto en el consejo estudiantil porque era una muchacha, supe qué debía hacer. Supe qué responder y como enfrentarme. Supe que podía no sólo defenderme, sino que, además, debía hacerlo. Y que eso era una forma de manifestar mis ideas. Una manera de construir mi forma de ver el mundo.
La adulta que soy, sonríe al escribir esto. Ha transcurrido una buena cantidad de tiempo desde esa experiencia, pero en esencia, miro las cosas de la misma forma: soy feminista porque creo que la igualdad es una forma de poder, reconocimiento, respeto, belleza y en especial, de encontrar un lugar en el gran e ilimitado mapa del mundo.
Soy feminista porque el tiempo transcurre para demostrar que el mundo debe cambiar para abrir espacio a toda una nueva generación de mujeres que busca un nombre, una motivación y un principio. Y soy feminista, por supuesto, porque nadar contra la corriente – en medio de la marejada de un mundo creado para hombre por hombres – es una decisión que cambia tu vida para siempre.
¿Suena dramático? Suelto una carcajada. Quizás lo es, pero que cierto es también.