Hace unos días, alguien a quien acababa de conocer me comentó que era mucho más inteligente “que atractiva”, pero que eso estaba bien, porque era el tipo de mujer “tranquila y cerebral” que siempre “despierta respeto”. Le escuché sin saber que responder a semejante cosa y después, me inquietó que quizás, no hay una respuesta posible porque en realidad se trata de una idea relacionada con la forma como nuestra cultura analiza ideas abstractas desde los prejuicios.
Claro está, además de la asombrosa capacidad de mi interlocutor para ofender con la menor cantidad de palabras posibles en una sola frase, me desconectó que aún conceptos como la belleza, la inteligencia y el respeto parezcan aparejados y mezclados a una idea moral tan conservadora como retrógrada.
Cuando le dije que no sólo consideraba insultante su concepto sobre el atractivo físico y la inteligencia como mutuamente excluyentes, sino que parecía una directa forma de insulto, me dedicó una mirada sorprendida.
— ¡Las mujeres inteligentes siempre tienen una belleza especial! — volvió a insistir — hay mujeres bellas que sólo te hacen pensar en el sexo. Pero uno sabe que no tienen nada en el cerebro. Por el otro lado, las mujeres inteligentes…
Me quedé muy callada mirándole y creo que finalmente — y al parecer, con mucho esfuerzo — comprendió que el tono condescendiente, grosero y además, levemente violento con que se dirigía a la mitad de la población mundial era sin duda irritante e irrespetuoso a niveles difíciles de definir.
Por supuesto, no es la primera vez que escucho algo semejante y por supuesto, jamás será la última, pero no deja de resultar casi doloroso que la percepción sobre lo que nos hace inteligentes, hermosos, atractivos esté tan relacionada con un tipo de discriminación dolorosa y persistente que nunca se define demasiado claro, pero que forma parte de nuestra cultura. Un límite inquietante, extraño y duro de asimilar sobre nuestra identidad colectiva e individual que resulta complicado de definir y mucho más, de entender.
Los dolores de la cuatro ojos y otras historias pequeñas:
De niña, era muy preguntona. Para ser exactos, muy irritante y preguntona, según mis maestras y parientes más cercanos. Insistía en preguntar siempre que podía, todo lo que se me ocurría, hasta que esa curiosidad insistente y la mayoría de las veces incomprensible para el resto de la gente, se saciaba a medias. Y es que jamás me sentía satisfecha. Siempre quería saber un poco más, comprender un poco más. ¿Saber un poco más quizás? No lo sé.
Muy pronto descubrí que el saber y el comprender son dos términos muy distintos entre sí y que casi nunca van juntos. De manera que recurría al método más natural, al que me parecía más intrigante: preguntar, cuestionar, investigar. Era una necesidad que no podía controlar, un instinto al que nunca pude darle un nombre. Solo sabía que quería aprender.
Pensé en esas cosas, mientras mi amigo F., estudiante de psiquiatría, me explicaba su proyecto: someterme a mí y a otros tantos adultos de mi edad, a un test de Inteligencia, el llamado CI Test. ¿El objetivo? Comprobar si los resultados podrían predecir nuestra conducta actual y más aún, explicar algunos rasgos de nuestra personalidad. En mi caso, permitirle comprender mi ansiedad y tendencia a la compulsión. La idea me pareció abstracta, un poco sin sentido, pero terminé aceptando por la única razón por la que podría haber aceptado: Curiosidad.
¿Realmente es posible medir la inteligencia humana? Pensé en mis poemas favoritos, en mis películas preferidas. En las imágenes que poblaban mi imaginación. ¿Había una manera real de calibrar todo eso y darle sentido? ¿de traducirlo en números y estadísticas? Siempre había creído que no — quería pensar que no — pero mi amigo F. insistía en que sí. Una idea arrogante, me dije, un poco colérica.
– La mente son datos, son formas de construir la realidad — me explicó — lo que asumes como consciencia y personalidad son una serie de informaciones neuronales construidas a partir de estímulos. De manera que si es completamente verificable.
Un pensamiento mezquino, reflexioné ahora sí, decididamente furiosa. Porque la mente humana, es quizás el misterio más vasto y extraño, el menos comprensible, de todos cuantos existen en el mundo. O al menos así me lo ha parecido siempre. Y querer simplificarlo es quizás la manera más inmediata de ignorar sus matices, la vastedad infinita de belleza que contiene.
Pero ¿cómo podría explicarle eso a F. tan convencido de sus métodos? Para él, la cosa estaba bastante clara: La mente es un mecanismo exacto, como una pequeña maquinaria de neuronas y procesos químicos perfectamente clasificables. Me pregunté, casi con nerviosismo, qué encontraría en esa visión pragmática y elemental sobre mi mente, si descubriría algo sobre mí que hasta entonces me había resultado desconocido. Decidí que además de mi curiosidad, esa era una buena razón para intentar aquel disparatado proyecto. Así que acepté.
De manera, que acudí a su improvisado consultorio durante tres días seguidos y junto a otros tres amigos en común, llevé a cabo los tediosos cuestionarios, que recordaba vagamente durante mi infancia. Me hizo sonreír que a la distancia y a pesar de la casi dos décadas de distancia entre la primera vez que había tomado el test y el más reciente, tenía la misma idea sobre el tema: una necesidad de rebelarme contra cualquier instrumento que intentara comprender la mente humana con sencillez.
De la inteligencia, la genialidad, la tontería y otros temas confusos:
Las monjas bigotonas que dirigían el colegio donde estudié de niña, estaban muy interesadas en que sus estudiantes formaran parte de una especie de grupo selecto. Antes de que me aceptaran como alumna, tuve que llevar a cabo algunos test de Inteligencia, que según le comentó una de las maestras a mi madre, tenían por único objetivo “encontrar el lugar donde podría sentirme cómoda”. Todo aquello me parecía muy fastidioso, y de hecho, resolví los exámenes de cualquier manera, mucho más intrigada por el interés del colegio en todo el tema que en cualquier otra cosa otra cosa. Así que fue una real sorpresa cuando los resultados indicaron que mi inteligencia estaba por “encima del promedio”.
Para quien no lo sabe, los tests de CI se basan en un puntaje numérico que se obtiene a través de una serie de pruebas que supuestamente, podrían determinar el rango o el nivel de inteligencia de quien lo tome. En otras palabras, es una calificación general y promedial que se obtiene a partir de un registro más o menos exacto de las capacidades del individuo. El número resultante se compara con la media de la población y así se establecen parámetros sobre lo que se considera normal y lo que no. Todo eso se lo explicó la directora del colegio a mi madre, mirándome con una sonrisa casi amable.
– Lo que quiere decir, que la niña debería tener todo tipo de estímulos que le permitan desarrollar sus capacidades — comentó. La psiquiatra de la escuela, una mujer pálida de cabello rizado y que no había dicho una sola palabra durante la conversación, carraspeó.
– Los test de Inteligencia están pensados para medir capacidades generales para la resolver problemas analíticos y entender conceptos precisos, pero eso solo sugiere la capacidad de razonamiento y perceptivas — explicó — en realidad, evaluar a un niño sobre esos parámetros me parece…
– Creemos que las niñas del colegio deben recibir la educación que les sea más conveniente a su nivel y capacidad — le interrumpió la monja. No se me pasó por alto que la psiquiatra apretó los labios y garabateó alguna cosa en su cuaderno de notas — de manera que el resultado obtenido por la niña hace que tengamos una idea más clara de que pueda gustarle y que no.
Eso no me gustó, aunque en ese momento no pude decir por qué. Recordé el examen, lleno de palabras, garabatos y dibujitos, y me pregunté cómo había podido ese conjunto de cosas sin sentido describirme mejor que mi manera de hablar, de leer en voz alta, de recordar canciones y nombres de libros. Pero al parecer todo el mundo estaba muy convencido de eso, incluso mi mamá, de manera que a mi pesar, el colegio me aceptó como alumna y además, fui incluida en la clase avanzada de la sección “A”.
Por aquel entonces, el colegio donde estudiaba tenía cuatro secciones por cada grado y aunque nadie lo admitía en voz alta, cada una de ellas incluía a niñas con determinadas características. Era algo bastante incómodo de asumir para los padres, supongo, pero cada salón reunía a niñas que el susodicho examen de CI había clasificado de manera concreta: en el “A” estaban aquellas que habíamos obtenido una puntuación “considerable” en el mentado test, mientras que en la “B” se encontraban las que pertenecían al promedio “normal”. Tanto “C” como “D” reunían a las niñas que tenían algunos problemas de aprendizaje y otras pequeñas dificultades de atención, que con mucha ingratitud el resto llamaba las “tontitas”.
Y nadie quería estar con las “tontitas” me recordó una compañera en mi primer día de clase en el salón de las “inteligentes”. Mejor agradecer estar allí, me insistió.
– No me interesa nada de eso — protesté, fastidiada. La niña me miró con evidente asombro.
– Mejor que te consideren inteligentísima que estupidísima.
Eso tenía sentido, pero como me habían considerado ambas cosas en diferentes momentos de mi corta vida, no me molestaba tanto. Y es que ser preguntona tenía su costo: más de una vez, los adultos confundían mi afán por preguntar, investigar, tocar y probar todo a mi alrededor con simple deseos de fastidiar e incomodar, por lo que solían asumir de inmediato que tenía algún problema de atención. De hecho, muy poca gente me consideraba realmente lista, y si, muy inquieta e irritante. Pero decidí no explicarle eso a la niña. No lo iba a entender, tampoco, pensé desanimada.
Y es que pronto, tuve mucho de qué preocuparme, además de formar parte de las “Inteligentísimas” para evitar ser de las “estupidísimas”. No solo el ritmo de clase era mucho más rápido de lo que estaba acostumbrada a llevar, sino que además, era mucho más exigente y estricto. Encontré que pasaba más tiempo preocupándome por ser inteligentísima que aprendiendo y en un par de ocasiones me pregunté, con esa divina inocencia de la niñez, sino era mucho mejor ser estupidisima y que lo dejaran a uno en paz. Cuando se lo comenté a mi tio L., el científico familiar, soltó una carcajada.
– Solo necesitas llevar el ritmo, ordenarte un poco — me sugirió. Lo miré, confusa.
– No. Lo que necesito es que me dejen tiempo para leer, escribir y dibujar — expliqué. Con ocho años, eso me parecía muchísimo más importante que cualquier cosa. Y el ritmo de los inteligentísimos, no me lo permitía. Pasaba mucho tiempo repasando clases, copiando composiciones, escuchando a las maestras. Mucho más tiempo del que me interesaba.
Mi tío me escuchó preocupado cuando se lo conté.
– Bueno, ¿Y si le dices eso a alguien del colegio? — preguntó. Me encogí de hombros.
– No sé si me hagan caso.
– Con intentarlo no pierdes nada.
Bueno, eso era verdad, pensé. ¿Qué podía perder? Además, realmente estaba bastante cansada ya de pasarme la vida intentando ser lo que ese examen había dicho que era. Y los resultados no eran muy buenos, la verdad. En los primeros exámenes de lapso, mis calificaciones habían sido disparejas. Notas extraordinarias para las asignaturas humanísticas y vergonzosas para las científicas. Si eso no era ser estupidísima…
Supongo que no era común que una estudiante tan pequeña visitara la oficina de la psiquiatra. Pero a la mujer pareció no extrañarle. O se lo disimuló muy bien. Me invitó a pasar, me preguntó qué tal me iba y luego espero, suponiendo que lo que me había llevado a su oficina no era realmente charla social. Suspiré, no sabiendo como abordar el tema. Pero ella pareció notarlo sin que le dijera nada.
– Me parece que estás un poco incómoda en la sección “A” — comentó como al pasar. Me sorprendió el comentario. Me alivió que lo dijera ella primero.
– No sé. Todo va muy rápido y no entiendo muchas cosas. ¡Y lo peor es que no me importa! — expliqué. Que mal sonaba eso. Esta mujer va a pensar que soy estupidísima, me dije. Pero la psiquiatra no dijo nada sino que me miró, con toda amabilidad y paciencia. Me sentí más cómoda — detesto realmente todo lo que hacen. No me da tiempo de leer, escribir, dibujar. ¡De nada! ¡Lo único que hago es tarea!
Me callé, ahora sí venía el regaño. Pero la psiquiatra no dijo nada. Asintió como si me comprendiera.
– Lo lamento — dijo entonces. Y eso me sorprendió — pero aparentemente en la dirección están convencidos que tu numerito en el examen de inteligencia…
Solté un suspiro. De nuevo aquel fastidioso examen. De haberlo sabido, no lo habría contestado jamás.
– Yo no sé qué dijo, pero no soy de las inteligentísimas. Me da flojera todo eso.
– Ya.
– De verdad no es porque no quiera estudiar. Es que me fastidio — me apreté las manos, inquieta — odio tener que estar sentada todo el día estudiando cosas que no sé por qué tengo que aprender ya. Y las matemáticas me angustian.
Más que angustiarme, me asustaban. ¡No las comprendía nada! No había nada más aterrorizante que sentarme frente a una hoja de examen llena de números que no entendía realmente. Siempre que resolvía los ejercicios, los hacia con una mezcla de desorden y ansiedad, medio recordando lo poco que había aprendido en clase. Y los resultados eran evidentes: mis calificaciones eran tan bajas que ya había recibido dos notificaciones de mi Maestra Guía sobre mi “poco interés”. ¿Poco Interés? Bah…
– Odio ese examen — me quejé — por su culpa estoy encerrada con las inteligentísimas.
La psiquiatra se rió por lo bajo, aunque tuvo el buen tino de apretar los labios y seguir pareciendo muy seria. Me incliné sobre su escritorio, mirándola angustiada.
– ¿Como ese examen puede decir si soy inteligente o no? ¿Como sabe? ¿Y si se equivocó? Yo creo que se equivocó — era un pensamiento que me había atormentado todos aquellos meses. Y lo que era peor, parecía confirmarse cada vez que aquellas bajísimas calificaciones en matemáticas me lo recordaba. La psiquiatra me miró con un gesto amable.
– No se equivocó, solo vio una parte de ti.
– La que es inteligentísima, a la estupidísima no.
– Todos somos una u otra, cada vez — me dijo — en la escuela se asume que ese examen puede decir muchas cosas sobre ti…
– Pero usted cree que no — dije recordando la entrevista donde la había visto disgustarse por el comentario de la directora. Ella me sonrío, casi con cansancio.
– Yo creo que no, exacto. Pero hay muchas pruebas de que si…
Suspiré. Allí vamos otra vez. Tuve la sensación de que aquella conversación había servido para bastante poco, cuando la psiquiatra me regaló algunos libros y folletos sobre aprendizaje con bellos dibujitos que arrojé a la papelera nada más me alejé de la oficina. Seguía sintiéndome angustiada y sobre todo, confusa. ¿Por qué ella parecía saber cosas sobre mí misma que yo no? ¿Qué ocurría con todo aquel tema de la inteligencia y la estupidez?
Recordé la escena sentada frente al escritorio donde llevaba a cabo el test de inteligencia para F. Lo recordé muy claro, muy reciente. Me moví nerviosa sobre la silla. Mi amigo me miró con amabilidad.
– Solo es un test — me explicó — lo único que tienes es que resolverlo como mejor puedas.
Aja, claro, pensé. Un test capaz de tener una opinión indiscutible sobre mí. Era muy raro ese pensamiento, me dije mientras comenzaba a resolverlo. Lo hice sin pensar demasiado, dejando que las imágenes, símbolos y frases flotaran en mi mente. Se trataba de un cuestionario muy estructurado y coherente — probablemente debido a que su creador el psicólogo William Stern era alemán — y me produjo la curiosa sensación de intentar incluir en pocos parámetros lo que era mi mente, como funcionaba. No recordaba muy bien como había sido en esa otra ocasión, siendo una niña pequeña, pero supongo que una parte de mi mente si lo recordaba. Y de alguna forma, sentía la misma incomodidad desde entonces.
El tema de la inteligencia me obsesionó mucho por años. Tal vez debido a esa rara experiencia entre las inteligentísimas — y que terminó muy mal, como contaré en otra oportunidad — esa visión sobre la capacidad intelectual y sus límites se convirtió en una de mis obsesiones. Me preocupaba hasta qué punto ese criterio que tenemos sobre lo que es inteligencia forma parte de nuestro patrón cultural y social, y lo que es peor, como nos concebimos a nosotros mismos. Con los años, seguí investigando al respecto y me encontré que esa concepción de inteligencia solo es una de las maneras como el mundo intenta conceptualizar lo que es nuestra forma de crear y construir ideas. Lo que asumimos como realidad.
El Señor José es una de las personas más inteligentes que conocí jamás. Era el vigilante de la Biblioteca Nacional que me recibía cada día en que iba a husmear entre los libros y esconderme para leer en las venerables escaleras del edificio. Era un hombre anciano, gordo y moreno, que sonreía mucho y además tenía un don extraordinario: sabía contar historias como nadie.
Y era que José, era un narrador nato. Me gustaba muchísimo escucharle: tenía una capacidad extraordinaria para que cada cosa que decía, sonara maravillosa, vívida. En esas largas tardes de vacaciones de mi adolescencia, me encantaba sentarme en su escritorio, para que me contara sobre los fantasmas de Birongo, o los extraños aparecidos de Barlovento. Sus historias de miedo siempre eran muy sencillas, pero tan llenas de radiantes detalles que las amaba todas. Por ese motivo, me ofendí mucho cuando Luis, el bibliotecario, le llamó “analfabeta”.
– ¡José es un genio! — le reclamé, molesta. Él dejó en la mesa los libros que le había pedido y me miró con la superioridad de sus veinte años y sus mejillas llenas de acné.
– Es un tipo que no sabe ni escribir su nombre — me dijo, casi con crueldad — le gusta contar historias y se las cuenta a todos. Eso no es un genio: le gusta hablar.
Pensé en lo torpe que era Luis con las palabras, lo poco que sabía amarlas y respetarlas. No como José al menos. Y pensé de nuevo, en esa división tan clara y poco comprensible de los inteligentísimos y los estupidísimos, que parecía sobrevivir al colegio y su pequeño mundo insensato. ¿Quién podría decir quién era inteligente y quien no? ¿Era suficiente los símbolos en un papel? ¿Lo que podíamos concluir a partir de un examen cualquiera?
¿Era justo eso?
¿Qué tenía que ver la justicia con eso?
Era un pensamiento extraño que tenía con frecuencia. Sobre todo para mí, que he dedicado buena parte de mi vida al mundo académico. Y no obstante a mi amor desesperado a los libros y a las palabras, mi convencimiento que el estudio es una manera de cultivar el espíritu, no creo que sea la única, no estoy creo, bajo ningún aspecto, que exista solo un tipo de inteligencia, que haya solo una manera de mirar el mundo.
¿Qué es la inteligencia? Pienso mientras resuelvo el examen — las asociaciones, las pequeñas tretas mentales — y me siento de nuevo pequeña y torpe. ¿Qué es lo que consideramos extraordinario en otros? ¿Magnifico en los demás? ¿Mínimo en nosotros mismos? Nunca lo he sabido, pero por supuesto, no lo encontré en un examen, e incluso en un libro. La inteligencia es algo mucho más radiante, mucho más exquisito, algo tan majestuoso que es incapaz de comprenderse por las buenas.
¿Quiénes somos para juzgarnos a nosotros mismos a través de nuestras propias armas? No lo sé, me digo cuando acabo el examen y se lo pongo en las manos a F, que me mira desconcertado. Mi expresión debe ser muy tensa y dura. No me despido cuando salgo del consultorio dando un portazo.
Y mientras camino por la ciudad, miro a mi alrededor y continuo cuestionándome. Me gusta hacerlo. Miro al hombre que hace malabarismos con pequeños trozos de madera y metal. A la mujer que lleva el cabello peinado en intricadas trencitas. Al niño que canta espontáneo y de manera extraordinaria en una plaza de la ciudad. Al otro que repite de memoria las frases de una película que recuerdo. Y pienso en la plenitud de la mente humana, pienso en todos sus pequeños recovecos, en sus pequeñas grietas y sus grandes enigmas. ¿Podremos comprender su amplitud alguna vez?
Espero que no.
Mi amigo F. me telefonea un par de días después. Me encuentro en una tienda, luchando por calcular el cambio que me debe entregar la cajera. Cuando contesto la llamada, me encuentro francamente furiosa.
– ¿Qué ocurre?
– De manera que eres un genio — dije. Y noto cierta admiración en su voz. Una especie de genuina certeza que el mundo es tan sencillo y que él puede comprenderlo. Sigo calculando la cantidad de dinero que debo recibir y al final, me siento tan frustrada como podría estarlo cualquiera por su incapacidad para comprender un pequeño misterio. ¿Podrá entender eso F.?
– Un genio que no recuerda la tabla de multiplicar y no sabe dividir — comento. Le cuelgo sin esperar respuesta. Y después, me río. De su comentario, de lo que implica y del hecho que resume esa gran arrogancia del hombre de querer comprenderse así mismo de manera sencilla, de contarse su propia historia con pequeños elementos sin sentido. Un enigma a fragmentos, un rompecabezas a medio armar.
Unas horas después, camino por una concurrida esquina. En ella, un hombre declama para quien quiera escucharlo, versos de algún poeta que no reconozco. Me detengo y lo escucho, embelesada. ¡Que pasión! ¡Que energía! Y de nuevo, pienso en esa vastedad extraordinaria del espíritu humano, lo intrincado de sus muchas maneras de manifestarse y me alegro que aún no las comprendamos todas. Que siga siendo un misterio ese paraje interminable de nuestra mente. Una puerta abierta a la imaginación.
Comment (1)
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Me encantó este artículo.. definitivamente Aglaia es una maestra de las palabras..