Machos, dolores y machismo.

Machos, dolores y machismo.
julio 5, 2020 Aglaia Berlutti
machismo

Venezuela es un país machista, no me canso de repetirlo. Cuando lo digo, casi siempre hay una especie de reacción espontánea: ¡Pero no lo es tanto como otros países del mundo”! Vaya, ¿eso es una disculpa? pienso cuando escucho un razonamiento semejante.

¿Disculpa la deuda histórica de la sociedad venezolana con la mujer que el índice de femicidio sea mucho menor al de otros países de la región latinoamericana? ¿Lo excusa que exista una institución tambaleante e inequívoca llamada «ministerio de la mujer»? ¿De qué le sirve eso a María, la mujer maltratada que sobrevive en un barrio de Caracas? ¿Qué le importa esa sutileza a Sofia, que gana el 30% menos del sueldo que un colega masculino?

Sí, está bien, el machismo en Venezuela es una idea un poco difusa, que se me mezcla como un mal olor en el hábito y la costumbre. Lo percibes de vez en cuando, lo analizas, te sobresaltas. ¿Lo evitas? Lo intentas al menos. ¿Pero que sea unos grados menos en gravedad que en otras sociedades parecidas a la nuestra justifica su existencia? No lo creo. Más aún, no me importa. Así de simple. No me interesa en absoluto la comparación, porque la sociedad venezolana adolece de esa visión de la mujer que aspiro para mí misma. No quiero ser un hombre, ni masculinizarme para triunfar y ser respetada.

Tampoco quiero irme a un extremo de la variable, convertir la lucha por los derechos en una forma de agresión para ser escuchada. Mi gran aspiración es mirarme como parte de una idea que se construye a diario, independiente de cualquier otra. Necesaria por su consistencia. Imprescindible por su necesidad de construir un lenguaje que pueda traducir mi visión del mundo de manera apropiada.

En pocas palabras: deseo ser una mujer, más allá de lo que la sociedad interprete sobre eso. Más allá de lo que necesito ser o de lo que pueda comprender al respecto. Quiero ser mujer por decisión, por valor y no por mero compromiso biológico. No por mera idea de cumplir un rol perpetuo que se decidió para mí antes incluso que yo naciera. Una visión de mi misma firmemente encajada en la sociedad como interlocutor.

– Venezuela es machista – me dijo una vez mi amiga K., abogada, de treinta y seis. –pero no es tan grave.

Eso me lo dijo hace menos de un año, en plena época de los grandes debates sobre la mujer, los derechos y la visibilización del derecho femenino a reclamar la igualdad histórica y cultural. Nos encontrábamos en un restaurante al aire libre, almorzando juntas y ella escuchaba mis reflexiones con una sonrisa de suficiencia

– Lo es por una herencia cultural muy vieja – prosiguió –   no porque haya asumido la identidad del hombre y la mujer como roles culturales. No puedes calificarla de machista solo porque existe una idea muy vieja de lo que la mujer debe ser.  Eso simplemente, es cultura.

Suspiré, meditando sus palabras. Una mujer caminaba por entre las mesas. Llevaba una minifalda muy corta y un escote con el busto bien visible. Todos los hombres a mi alrededor la miraban. Y me refiero no a una mirada disimulada y hasta halagadora. Hablo de una mirada dura, decididamente sexual.  Levantaban el rostro, le miraban las piernas y los pechos. Jamás la cara. La mujer los ignoró a todos y se sentó en una de las sillas vacías junto a la barra. La población masculina del restaurante no la perdió de vista.

Dos cosas para pensar: ella no parecía incomoda por las miradas y los observadores, que en su mayoría, disfrutaban del placer de mirar. Hablo que lo hacían con total desparpajo, con una especie de derecho primitivo de hacerlo. Mi amiga K. me vio observando a la mujer – a la escena completa – y soltó una carcajada amarga.

– Eso no es machismo. Es una puta mostrando las tetas – dice sin más.

– ¿Y por qué te parece que las muestra? – pregunté. Con toda inocencia. Pero K. es lo suficientemente lista para captar al vuelo la indirecta.

– No hay una presión cultural para querer llamar la atención masculina. Lo hace porque quiere, porque la sociedad concibe la sexualidad como arma. Porque el hombre y la mujer latinos llevan a cabo una especie de baile manipulador para entenderse el uno al otro.

– ¿Baile manipulador?

– ¡Es que aquí nadie dice la verdad! – insistió – ¿No lo ves? A ella le interesa la atención, sabe manejarla y el macho de turno decide si aceptar o no su juego. Y lo hace con la consciencia de saber que el sexo es un tipo de poder específico.

Ahora ambas miramos a la mujer. Sentada en el diminuto taburete de la barra, se balancea sobre sus enormes estilettos. La falda se arremanga un poco sobre el muslo tonificado y muestra mucha piel bronceada. La autocomplacencia es evidente, pero también hago algo más: esa visión de si misma como un estereotipo. Y aun así, la provocación es evidente: Esta mujer disfruta del poder que ejerce con la imagen, con la necesidad de utilizar su propia sexualidad como una serie de símbolos y señales fácilmente interpretables.

¿Qué tan válido es eso? ¿Existe algo reprochable en su actitud y en su necesidad de conceptualizarse así misma de esa forma? No podría decirlo, pienso mientras un hombre a unas mesas de distancia se levanta y camina hacia la barra. No me sorprende cuando se detiene junto a la mujer. Los hombros erguidos, las manos con palmas hacia arriba. Una invitación. Ella vuelve la cabeza y sacude la cabeza. Un lenguaje elemental, pienso. Evidente.

– El machismo puede ser una excusa cultural – dice entonces K. – pero no solo en el hombre, sino en la mujer que insiste en mirarse a sí misma como ese objeto deseable. Quieren que un hombre las mire, las necesite. La difícil, ya conoces la historia. La devoradora de hombres. La mujer que necesita esa atención y manejarla como una información que usa conscientemente.

Que pragmático se escucha eso. La mujer de la barra ríe en voz alta. El hombre a su lado cabecea, con las mejillas sonrojadas de placer.  ¿Quién podría decir que ese pequeño interludio es machista, es dañino para la identidad femenina? Pienso en la mujer independiente, el paradigma del siglo naciente. La mujer que camina por el mundo segura de su identidad, de su visión y de su propio lenguaje. ¿Está reñido ese lenguaje sexual, primitivo y esencial con la identidad de la mujer como individuo? No podría decirlo, lo que sí es evidente es que la necesidad de la mujer por definirse a través de esa atención si constituye quizás la manera más absurda de comprenderse así misma.

Cuando miro de nuevo a la barra, la mujer de la minifalda y el hombre, están sentados juntos, cabeza con cabeza, conversando entre susurros. Y me pregunto otra vez, cual es el límite entre ese instinto natural de búsqueda de correspondencia – esa visión del hombre y la mujer como un todo – y esa otra visión de la mujer como accesorio, como un fragmento incompleto de una idea que carece de razón por si misma.

El tema se fragmenta, se hace más complicado y duro. Lo recuerdo mientras visito a uno de mis amigos, la primera vez que me salto la cuarentena en meses. No debería estar pensando en el machismo, me digo irritada. Pero lo hago. Mi amigo J. es médico y acaba de casarse con L., que le lleva unos cuantos años de edad y además, tiene una exitosa carrera como publicista. Ambos forman una pareja extraña: él apenas comienza a despuntar en su profesión mientras ella disfruta de un considerable éxito profesional, una situación curiosa – y al parecer incómoda – para un hombre latinoamericano. Pero para J., es una especie de anécdota cultural que disfruta justamente por lo singular.

– Me han dicho varón domado, mantenido, pendejo – me cuenta en su pequeñísimo consultorio de una clínica caraqueña. Es un lugar modesto, que logró adquirir con muchísimo esfuerzo. Pero me cuenta que la gran mayoría de la gente está convencida que su nueva esposa sufragó los gastos. Cuando le pregunto cómo se siente con la idea, suspira entristecido.

– ¿Te molesta?

– Pero no por lo que crees, me duele que este país le cueste concebir a la mujer de éxito como deseable – me explica. La idea me desconcierta – para mucha gente, me casé con L. por su dinero o por su gran triunfo profesional, no porque la amo. Hay una idea concreta sobre la mujer con poder: No es sexual, no es deseable. Se masculiniza.

Tomo un portarretrato que está sobre el escritorio. La pareja de recién casados sonríe feliz. Ella, con su cabello rubio cayéndole sobre los hombros y él despeinado y un poco torpe. Recuerdo una vez que L. y yo tuvimos una conversación sobre su soltería. Ella estaba convencida que nunca encontraría a nadie que pudiera soportarla. No comprendí muy bien a qué se refería – es una de las mujeres más adorables y divertidas que conozco – pero ahora me pregunto si quiso decir «alguien que soportara mi éxito».

– ¿Crees que el hombre latinoamericano teme a la mujer poderosa?

– El hombre latinoamericano no entiende que pueda existir una mujer poderosa – dice J. con cierto cansancio – es una idea extraña, pero durante muchísimo tiempo, el prototipo de la mujer latinoamericana es la de una dama frágil, bella y abnegada. ¿Qué ocurre cuando no lo es?

Que buena pregunta esa. Pienso en eso mientras voy sentada en un vagón del servicio Metro de mi ciudad. Miro a mi alrededor y me pregunto cómo se miran a sí mismas todas las mujeres que me rodean: las muy maquilladas, las jovencitas con uniformes de colegio, las serias y de aspecto profesional, las coquetas, las que se ríen. Y me imagino que tal vez su percepción es tan fragmentada como imposible de comprender a simple vista.

¿La cultura nos define? ¿La forma de mirarnos como parte de la sociedad crea una idea comprensible sobre nuestra identidad? No lo sé. Muy probablemente no pueda responder a esas preguntas por mucho tiempo y en ocasiones me cuestiono si incluso, tienen alguna respuesta.

Pero aunque no las tengan, es bueno meditarlas, mirar el mundo a través de nuestras interrogantes y dudas. Y eso incluye claro está, preguntarnos cual es nuestro lugar bajo el sol, nuestra manera de soñar y más allá, concebirnos como una manera de mirar el mundo. Una manera de crear.

C’est la vie.

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

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