Las hijas de Afrodita: La trascendencia de la rebeldía.

Las hijas de Afrodita: La trascendencia de la rebeldía.
junio 22, 2020 Aglaia Berlutti

Hace unos días, un amigo me insistía que ninguna mujer es rebelde — violenta, agresiva, visceral o contradictoria — porque “su código genético no se lo permite”. Según su argumento, la selección natural dotó a la mujer de una pasividad, resignación y bondad apta no sólo para fundar el hogar que los hijos pudieran necesitar para crecer, sino para brindar a la “tribu” a la que perteneciera, un tipo de conocimiento intuitivo que, de otra manera, no obtendría. Escuché todo lo anterior entre divertida y un poco desconcertada.

— ¿Me estás diciendo que las mujeres jamás serán violentas o rebeldes porque su código genético así lo dispuso? — le pregunté.
— Así es — me respondió — la sabiduría ancestral hace que una mujer sea por necesidad el sostén y el hogar.
— En otras palabras ¿Una mujer no puede ejercer poder militar o personal?
— Sí, claro que puede. Pero una mujer no puede ser malvada. No a la manera del hombre, por supuesto.

Me pregunto si debo recordarle que en el pasado, el poder y la agresividad femenina eran celebrados como un tipo de atributo no sólo reconocible sino además temible. Que, aunque para los hombres las palabras “rebeldía” y “maldad” suelen ser términos distintos y no paralelos, para la mujer la cosa es bien distinta. Que mujeres como Boudica o las Amazonas fueron consideradas íconos de valor en su tiempo, esencialmente por su capacidad para la lucha y la guerra.

Que Juana de Arco, fue respetada e incluso admirada justo por las características que mi amigo supone una mujer no puede poseer. Y que de hecho, a través de la historia, las mujeres han demostrado ser tan violentas, crueles y malvadas como su contraparte masculino. Lo cual no es un logro en sí mismo pero demuestra que el género no hace demasiada distinción en las raíces de lo que provoca la violencia y sobre todo, la idea más elemental, sobre la maldad.

Más allá de eso, me preocupa esa idea sobre la mujer sumisa y dedicada, abnegada y toda bondad que el concepto que esgrime mi amigo parece describir. Un tipo de mujer irreal que buena parte de la cultura se ha encarado por año de sostener.

La Iglesia católica suele llamar a las mujeres “hijas de Eva”, haciendo clara referencia a esa docilidad y también, “talante pecaminoso” que suene asumirse de la figura de la mitológica primera mujer. No se trata de una comparación amable: a Eva se le atribuye el primer pecado (el de la desobediencia) y por tanto, es el origen de todos los posteriores males que padece la humanidad. De la misma manera que la griega Pandora (cuya curiosidad también nos llevó al desastre como raza) Eva se erige como el símbolo de todo lo que una mujer es y debe evitar ser, por lo que se le debe condenar.

Una forma de concebir lo femenino desde lo restrictivo, lo limitado y el castigo posible. Porque a estas mujeres mitológicas, se les condena por esencia y se les acusa por el simple hecho de “rebelarse” (cuando no debieron y en realidad, no pudieron) contra la imagen de la mujer plácida, callada y maleable que la mayoría de las culturas antiguas consideraban necesaria. La mujer, como parte del decorado de la historia. Envuelta — y bien sujeta — en ese anonimato histórico que parecía denigrar su mera existencia.

Y es que el “mal” cultural y la rebeldía, sugieren cierta individualidad que durante siglos le fue negada a la mujer por la sociedad. La identidad de lo femenino siempre pareció depender de cómo el hombre lo concebía, incapaz de subsistir — y existir — más allá de los límites de una imagen ideal confusa. Por ese motivo, la concepción de lo maligno de la mujer siempre está sujeta a algo incontrolable, a su cualidad “incompleta” y la mayoría de las veces, obra de su naturaleza descuidada y pesimista. Como si la decisión moral de lo perverso — sujeta a un objetivo moral y una percepción sobre lo ético intelectualmente compleja — estuviera vedada para la mujer.

Parte de ese argumento sobrevive en las ideas que expresa mi amigo, que de hecho he escuchado cientos de veces, repetidas en todo tipo de contexto. Una y otra vez se usa el determinismo biológico no sólo para analizar el prejuicio sino además, darle al argumento cierta consistencia. Que no lo digo yo, parece insistir esa salvedad sobre los intríngulis del código genético, lo dice el cromosoma que nos separa. Y con eso parece ser suficiente para sustentar una serie de ideas incompletas e insuficientes para justificar la mirada condescendiente sobre la mujer.

— Puede que te parezca un poco loco, pero es así — me insiste — las mujeres que son rebeldes o algo semejante, están enfrentándose a su propia naturaleza. En realidad, es una reacción psicológica más que mental. No existe una mujer realmente “malvada”.

Me pregunto que pensará mi amigo sobre las investigaciones judiciales e históricas que demuestran que en la Alemania Nazi, por ejemplo, más de quinientas mil mujeres se incorporaron al servicio militar durante la Segunda Guerra Mundial para servir al frente y que 3.500 de esas mujeres se convirtieron en guardias de campos de concentración — casi el mismo número de hombres — siendo tan temibles, implacables y crueles, como sus homólogos masculinos.

Que la mayoría de las mujeres nazis ejercían poder de fuego contra los reclusos en campos de concentración y participaron como miembros activos del ejército, en torturas y matanzas. ¿Cómo puede definirse ese tipo de violencia tan pragmática como la de asesinar por métodos científicos, de hambre y frío a un grupo étnico? ¿No se supone que ese especialísimo ADN femenino debería inclinar a todas las mujeres hacia un espontáneo rasgo de protección y cuidado?

mujer rebelde

— ¿Sabes quien es Ilse Koch? — le pregunto a mi amigo. Parpadea.
— ¿Es…una ministra Nazi? — pregunta.
— Era la esposa de Karl Koch, comandante del campo de concentración de Buchenwald. Fue considerada una de las mujeres más crueles de su época: coleccionaba trozos de piel de víctimas con tatuajes y según rumores, asesinaba mujeres jóvenes para elaborar lámparas con el cuero de su piel.

Mi amigo no dice nada. Me dedica una mirada entre confusa y levemente irritada. Sonrío sin querer.

— Al igual que Irma Grese, pertenecía a las “Guardianas Nazis”- prosigo — un grupo de varias mujeres que fueron reconocidas por la violencia con que sometían a los prisioneros judíos en los campos de concentración.

La violencia femenina existe por tanto y quizás, por las mismas razones obscenas y temibles que existe la masculina. Incluso, parece tratarse de lo mismo: Una percepción sobre la capacidad para la agresión y la violencia que no sólo no distingue el género sino que además, hace evidente esa necesidad impenitente y concluyente de la violencia como rasgo natural. Así, sin más. Sin atenuantes o reflexiones al respecto.

Mi amigo vuelve a quedarse callado. Supongo que no hay mucho que decir a eso. Pero no puedo evitar pensar en cómo esa noción de la mujer bondadosa, suscribe a lo femenino a un límite muy preciso sobre lo que la mujer puede ser. No me refiero claro, al hecho que la violencia pueda definir a la mujer — no creo que pueda definir a nadie, en todo caso — sino que esa insistencia de la bondad como concepto — sin matices y en un estado de pureza cercano al ideal — crea una visión irreal sobre la mujer y le resta complejidad como individualidad. Después de todo, tanto la rebeldía como el “mal” son contradicciones a la norma, al hecho real la moralidad como parte del pacto de convivencia social. Extremos ilegales, temibles, al límite de la frontera de lo comprensible. ¿Por qué la mujer se asume fuera de ese extrarradio primitivo y esencial, tan humano?

Y es que la idea que una mujer pueda ser violenta, agresiva o “malvada”, nos resulta incomprensible. Nos resistimos a ella, intentamos catalogarla en algún estrato que le reste consistencia. Como si se tratara de un rasgo inadmisible. Hasta hace menos de tres décadas, en buena parte de los países de Europa las mujeres que participaron en crímenes junto a sus maridos, eran exoneradas por “obedecer la potestad matrimonial”, aunque su participación en cualquier crimen fuera tan evidente y activa como la de su marido.

¿Por qué esa sutil diferencia entre la violencia entre géneros? ¿La violencia femenina es distinta a la que puede ejercer el hombre? Sin duda, la cultura y sus exigencias, hace que la mujer perciba la violencia de manera diferente al hombre y quizás, ese ligero matiz es lo que haga por completo distinta la manera como se asume.

Hace poco, la escritora Katherine Quarmby comentaba en un artículo que publicó el El País sobre la violencia femenina, que las ramificaciones de lo que hace — o no — violenta a una mujer son inquietantes y la mayoría de las veces, difíciles de analizar. Cuenta Quarmby que la violencia en la mujer tiene un ingrediente sociológico que lo hace inquietante.

Y para ilustrar la idea, cuenta un testimonio temible: Durante el genocidio ruandés, había grupos de mujeres que arrojaban pimienta de cayena por las casas, sabiendo que eso haría estornudar a los niños escondidos, lo que permitiría su captura y asesinato. Lo que la autora llama ese “profundo conocimiento de la infancia” y sobre todo, esa natural comprensión sobre el comportamiento infantil, hacen que el crimen tenga una connotación nueva y temible. Desconocida para la sociedad.

Y sin embargo, ¿se trata de la violencia femenina — o la admisión de su existencia en todo caso — algo más enrevesado que la mera dificultad de asumir que la mujer puede llegar a ser violenta? Mi amigo — y toda la idea que maneja al respecto — está convencido que sí.

— El hecho que una mujer o un grupo de mujeres pueda ser violentas no quiere decir que lo que digo carece de razón — argumenta ahora mi amigo, incómodo — el crimen y su posibilidad es algo real. ¿Pero y la rebeldía? Toda mujer es sumisa por necesidad. Y eso no es malo.

Por supuesto, hablamos de dos ideas distintas, pienso con cierto cansancio, aunque por buena parte de la historia una mujer rebelde pudiera ser considerada criminal o algo peor. Pero sí, la rebeldía femenina parece encontrarse al límite de lo que se considera comprensible dentro de las características que se supone definen al género. ¿Qué ocurre con todas las mujeres que han luchado para oponerse a un sistema que las minimiza y las infravalora? ¿Que ocurre con las Simone de Beauvoir del mundo? ¿Las Mary Wollstonecraft? ¿Las Margaret Mead? ¿Las Simone Weil? ¿Las millones de mujeres a través de la historia que han resistido esa noción de la bondad más parecida a la estupidez moral que han querido endilgarle? ¿Son excepciones a la regla? ¿Mutaciones biológicas e intelectuales aún inclasificables? ¿O se trata de algo más complejo, fruto de esa sutil discriminación a la que se somete a toda mujer por el solo hecho de serlo?

Claro está, no es equiparable la violencia de un asesinato con el enfrentamiento ideológico de las ideas, a la lucha del canon tradicional que se le impone a la mujer. Pero ambas cosas parecen sugerir el hecho que la mujer suele ser idealizada como para perder la noción de esa tridimensionalidad de carácter y de temperamento que no hace no sólo humanos, sino además individuos.

La mujer sin rostro: La no existencia venial.

La Diosa Afrodita (Venus para los Romanos) era una Diosa de cuidado. Quizás la más peligrosa del panteón Olímpico. No sólo era capaz de mover los hilos del amor y las pasiones con toda libertad — lo que provocaba todo tipo de consecuencias — sino que además, tenía el poder de provocar el amor como una noción profunda y compleja sobre la existencia. No es casual que Afrodita protagonizara la mayoría de los enfrentamientos entre dioses, creyentes e incluso, formara parte de la mayoría de gestas semi históricas del mundo Antiguo. Afrodita, imprevisible, portentosa y cruel, era la representación de la emoción humana más incomprensible.

Pero más allá de eso, la magnífica Afrodita representaba un tipo de mujer temible, una feminidad agresiva, devastadora e inevitable que la mayoría de las veces resultaba toda una amenaza para la primitiva visión de Grecia y luego de Roma sobre la mujer. Porque la Diosa, con su libertad sexual, intelectual y corporal, su profundo conocimiento de la naturaleza humana de sus fieles creyentes — la hacían heredera directa de los dones de las Diosas primigenias y nutricias que le precedieron. Afrodita además, tenía diversas encarnaciones para representar el “amor” pero también a la mujer: desde la Victrix a la Anadiomene, la Diosa era el poder de la complejidad absoluta sobre lo femenino. Una representación multidimensional de la mujer que apabullaba a las tímidas representaciones de la divinidad femenina en cualquier otra mitología.

Porque Afrodita amaba — y eran tan apasionada como provocar conflictos estelares — pero también odiaba y era todo lo violenta como se suponía podía ser una deidad de su categoría. No había nada bueno ni malo en ese poder ancestral que representaba no sólo con su mera existencia como parte de la noción sobre lo sagrado de los griegos y romanos, sino con el poder de su culto. No había región en el mundo antiguo donde Afrodita no fuera temida y admirada. Donde no se suplicara su intervención. Donde no fuera un poder implacable y maravilloso.

Pienso en la Diosa, mientras recuerdo la conversación con mi amigo y todo lo que me hizo reflexionar. En el tipo de feminidad que encarna y simboliza, tan alejada de la frágil, engañosa y taimada Eva. Porque Afrodita, en todo su poderío, era la metáfora de un tipo de poder femenino que nadie desdeñaba ni se atrevía a menoscabar. Una capacidad para la creación y la destrucción que asombraba y atemorizaba a la vez.

Claro está, hablar sobre la feminidad es resbalar un poco por terreno inestable. El tema está en boga — qué bueno — pero no siempre es comprendido de manera concreta — qué preocupante -. Igualmente, siempre que se analiza, encuentras que la visión cultural y social al respecto tiene muchos rostros, tal vez uno por cada opinión, visión y perspectiva. Y eso si me parece extraordinario. Hasta hace muy poco, la mujer tenía una única dimensión.

Hace unos días, veía una película de la cual nunca supe el nombre que ponderaba sobre la mujer divina. Dos ancianos, sentados en mitad de un bello campo nevado, conversaban sobre la mujer como ente divino. El “Ánima” y esas ideas de pureza que realmente me producen más angustia que interés. El caso es que de pronto, la película cambió de ritmo y apareció una bella mujer curvilínea que se identificó a sí misma como La Protomujer. Y dijo una frase que me encantó: “De la mujer se habla como divina, jamás como sagrada”.

Un buen pensamiento. Tan bueno, que a esas horas — algo así como a las tres de la mañana — tomé portátil, hoja y papel y comencé a redactar una idea al respecto. Por supuesto, me siento en la obligación de antes de comenzar desarrollar mi visión sobre esa disyuntiva tan sutil pero que me parece tan importante, hacer una pequeña declaración de intenciones de intereses. Y es la siguiente : No voy a hablar de la mujer santa, inaccesible, inalcanzable, impoluta, beatifica. Eso es un concepto monoteísta — patriarcal — sobre la mujer con el que no simpatizo.

Algo tan concreto como que me resulta difícil hablar sobre la mujer y lo sagrado, sin que se mezcle una serie de conceptos complejos y la mayoría de las veces innecesario. Como si se necesitara situar a la mujer en lo místico, es el atajo para trascender a lo divino burlando la religión. Pero tampoco esto me interesa ahora. Lo que si me interesa y mucho, es hasta que punto la mujer — lo femenino esencial — se puede considerar sagrado.

Claro está, no hago esta distinción por puro capricho, sino porque no deseo asumir la feminidad — y su cualidad divina — como la concebimos en occidente. Una belleza plácida, flotando en medio de luz. De hecho, lo sagrado en las culturas primitivas, tenía mucho ver que con la violencia, la crueldad de la naturaleza, esa idea desconocida y profunda que parecía surgir de algún lugar inquietante en mitad del miedo y la admiración.

Entre lo divino y lo maldito, la mujer siempre se encuentra relegada a ese espacio sin mucho valor que pendula entre lo reprobable — nació pecadora — a un tipo de inocencia muy cercana a la estupidez. Y esa “maldad” tenía una relación directa con una naturaleza tramposa e intrínseca en la naturaleza femenina. El mal en sí, tal como afirmaban los inquisidores Kramer y Sprenger, autores de “El martillo de las brujas” : “Toda maldad es nada comparada con la maldad de las mujeres”.

De manera que cuando hablo de lo Sagrado, hablo de la tridimensionalidad femenina. El poder de ser y de estar. De desear, crear, construir, destruir. Porque lo femenino, durante mucho tiempo — demasiado tiempo — fue considerado inmutable, dolorosamente silencioso, sin voz. Es temible, esa idea de la mujer del Medioevo como ideal romántico, o la mujer Victoriana, atrapada en su corsé. Y es que lo divino arranca capas de comprensión, resume, disminuye, debilita. Lo sagrado consagra, embellece, brinda poder. Es un pensamiento hermoso sin duda. Un pensamiento poderoso.

Pero más allá de eso, se trata del reconocimiento de la individualidad de la mujer. De su complejidad histórica. De su noción sobre su capacidad para ser un individuo por encima de cualquier prejuicio de género. De hecho, es el poder de ser mutable, diferente, la necesidad de transformación lo que hace a lo Sagrado una parte cultural esencial. Lo sagrado — lo excelso, lo esencial y nuclear — es lo que lo hace perdurable. Tal vez por ese motivo, en griego están hierós y hagios, pero mientras la primera significa sagrado en lo que tiene de referencia a lo divino como fuerza y luz, la segunda, hagios, implica también la acepción de maldito.

Mucha tela que cortar, me digo mientras pienso en lo femenino, la complejidad intelectual  — ese poder de crear y construir — y la insistencia de comprender a la mujer a través de esa sutil referencia al poder que parece habitar y disgregarse por el mero hecho de temer su propia fragilidad.

Y sin embargo, como diría la ProtoMujer de la película anónima — que por cierto, terminó matando a los ancianos y comiendo sus vísceras sobre la nieve impoluta — lo femenino es poderoso por el simple hecho de ser incomprensible. Lo sagrado en lo misterioso. El enigma esencial.

 

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