Un mundo sin heroínas.

Un mundo sin heroínas.
mayo 25, 2020 Aglaia Berlutti

No recuerdo cuando empecé a pensar en que no había heroínas literarias que se parecieran a mí. Si sé que la primera vez que la idea me preocupó, tenía doce o trece años y comencé a buscar entre mis libros favoritos, alguna mujer que me pareciera lo suficientemente valiente como admirar. Pero no la encontré: a cambio me tropecé con un montón de heroínas sufridas, angustiadas, agobiabas que deambulaban de un lado a otro de las historias, intentando alcanzar el amor verdadero, preocupadas por no tenerlo, sufriendo por haberlo perdido y cuando no, esperando experimentarlo.

Entre todas ellas, me pregunté donde encajaban las chicas como yo, que querían enamorarse — ¿quién no? — pero también querían viajar, descubrir reinos y planetas. La que querían leer, fotografiar, tener sexo — Ay por favor, ¿lo pueden negar — y toda esa serie de cosas que las muy modosas heroínas de Jane Austen parecían desear, pero yo no. Me pregunté dónde estaban las mujeres que escribían algo más complicado que el amor, las mujeres que temían, que se asustaban, que odiaban y se enfurecían.

Un par de años atrás, me había quedado muy preocupada al leer con unas cuantos meses de diferencia Anna Karenina de Leon Tolstoi y luego “Madame Bovary” de Gustave Flaubert. Entre ambas heroínas — una heroica y sufrida, la otra patética y provinciana — había una pregunta sin respuesta que en lo particular me obsesionó más que sus amores contrariados. ¿Qué ocurría con las mujeres que no aspiraban a ese amor reverenciado, poderoso, pasional? O que sí, pero no a costa de un sacrificio inmenso, del dolor, de la donación del yo. Por supuesto, era una adolescente y no lo pensé en términos tan complejos, pero si me inquietó ese pensamiento de que toda mujer aspira a un romance ideal…y allí acaba la historia. Punto y aparte, fueron felices y comieron perdices. Las aves cantan, las ardillas corren por el bosque…¿y?

Siempre me inquietaba ese “¿Y después que pasó?” por el que nadie parecía preocuparse en realidad. Y es que la página siguiente después de la historia de amor parecía impensable. Después de todo, ya nuestra sufrida heroína había obtenido el premio que había buscado durante toda la novela o peor aún, el castigo por desearlo. O como en el caso de Margarite en la Dama de las Camelias, había muerto precisamente por renunciar a ese amor ideal y admitir que toda pasión “requiere sacrificio”.

Yo seguía preocupada por todas las mujeres que quieren amar — pero no lastimarse -, que desean ser deseadas y amadas — pero sin beber cianuro — y mucho más por las que se les castigaba por el pecado impensable de comportarse como un “hombre” o lo que es lo mismo, llevarse a la cama al galán de su preferencia, en medio de una sociedad para quien algo semejante era digno de un infierno muy particular.

Pero no había libros para esas heroínas. O al menos, yo no los encontré de inmediato. Seguí leyendo sobre mujeres aterradas, impactadas, frágiles, sumisas, preocupadas, tristes. Las esposas, las hijas, las invisibles. Me atormentaba la idea que la mujer literaria era quizás un reflejo muy exacto de la real o quizás, era incluso algo más complejo: una había dado paso a la otra para crear un tópico que se repetía con tanta frecuencia que llegó a tomarse por único. La doncella, la puta, la Santa, la anciana. Los viejos arquetipos se transformaron en algo incluso más confuso: en una idea de la mujer irreal y sobre todo, borrosa. En un molde de palabras, hechos e historia en el que pocas mujeres calzaban.

Hasta que me tropecé con el libro “El Segundo Sexo” de Simone De Beauvoir. Ya había leído algo de Simone: “La mujer rota” me había sacudido como pocos libros lo habían hecho y por meses, estuve obsesionada por esa imagen de la mujer escindida, convertida en fragmentos. Pero el segundo sexo era otra cosa. Algo sublime, durísimo y que me cambió la visión sobre la mujer literaria, la real e incluso sobre mí misma para siempre. No sólo se trató de que Simone de Beauvoir me demostró que una mujer puede escribir — y bien — sino que además, escribir sobre la mujer sin romanticismos, sin elegías dulzonas.

Simone de Beauvoir

Simone de Beauvoir

En el libro, ninguna mujer sufrió, se martirizó, se culpabilizó. En realidad, era una obra filosófica muy bien pensada que elaboró — al menos, en mi caso — un nuevo tipo de mujer fuerte e intelectual que poco o nada tenía que ver con la angustia existencial que hasta entonces había creído en la mujer literaria y en la escritora. Aquello fue para mí radical.

Pero claro, tenía diecisiete años ya, me había enamorado — y desengañado — y quería una mujer que hablara mi idioma. Que me contara historias sobre mujeres como yo — o la mujer que quería ser, en realidad —, que me hablara del amor siendo amor, y del sexo siendo…bueno, sólo sexo. Y es que ya casi una mujer, estaba bastante harta de que las mujeres literarias estuvieran tan necesitadas, cansadas, abrumadas y afligidas. Vaya, ¿No había nadie en realidad que disfrutara del sexo? ¿Que le gustara su cuerpo? ¿Que se sentara desnuda a conversar con su amante? Me llevó unos años conocer a esa mujer extraordinaria que hablaría a las mujeres como yo y luego no pude olvidarla jamás.

Cuando leí por primera vez a Anaís Nin fue una revelación. No tenía idea de quien era, ni por qué escribía como lo hacía. Ni mucho menos, si las cosas que contaba en sus extensos y meticulosos diarios — escritos con tanta belleza que me dejaban sin aliento — eran verdad. Pero no me importaba. Me bastaba que Anais no estuviera sufriendo — al menos, no exclusivamente — y que fuera una mujer de verdad. Una que le gustara el sexo, para quien el amor fuera imprescindible pero no le robara su identidad. Una mujer fuerte. Me obsesioné con sus libros, sus personajes. Me obsesioné con el pensamiento que tanta libertad fuera posible y que realmente, pudiera ser disfrutada de esa manera.

No lo olvidemos. Nací en una sociedad machista. Una donde el largo de la falda produce suspicacia y las niñas son para las casas y los niños para la calle. Así que Anais me enseñó que estaba bien desobedecer, que estaba bien romper las reglas, reinventarte la realidad. ¡Y cómo disfruté comprendiendo cada una de sus palabras! Porque Anais no sólo se limitaba a contar la realidad como la veía, sino a dibujarla con una sensualidad tan dolorosa que me dejó abrumada, pensando en la vida que me estaba perdiendo, en la vida que quería vivir. He llegado a pensar que sin Anais Nin, mi mente como es ahora, no estaría completa.

Para entonces, ya comenzaba a escribir. Bueno, en realidad había comenzado a escribir desde que era una niña pequeñita, sólo que ahora sabía que no quería hacer otra cosa que contar historias. Que narrar el mundo de todas las infinitas formas en que pudieran depararme las palabras. Un camino difícil, sin duda. Una idea abrumadora que me hizo cuestionarme sobre no sólo si una pasión podía ser una profesión, sino una pasión como la mía. Porque no se trataba sólo de escribir, sino de avanzar hacia algún punto muy profundo de mí misma, mirarme en el espejo de las páginas escritas y vivir.

Leí “Una habitación propia” de Virginia Woolf casi por casualidad. En realidad, estuve a punto de no leerlo. Mi experiencia con “Orlando” y “Miss Dalloway” había sido tan dura y desgastante, que había tomado la decisión deliberada de no volver a leer nada sobre Virginia hasta que pudiera dejar de temerle tanto. Me refiero claro, a esa sensación de vaivén que producen sus libros, a ese absoluto dolor que te provocan las historias de Virginia. Esa claustrofobia emocional que te reduce a pedazos cuando terminas y miras el mundo a través de sus ojos. Me pregunté si “Una habitación propia” sería algo semejante. Si sería una narración laberíntica, asfixiante que me sumiría en cierta sensación onírica, como si el mundo dejara de existir al borde de sus páginas.

No lo era. En realidad, era la pieza que necesitaba para asumir que se podía vivir para escribir y por la escritura y sobre todo, conocer la historia de alguien más — y salvando las distancias — que había tomado la misma decisión que yo, de escribir para sobrevivir. En realidad, aprendí con “Una habitación propia” que no se decide escribir, sino que uno asume la profunda necesidad de expresarse de la mejor manera que puede. Que atrapa entre las manos abiertas toda una serie de ideas y ensoñaciones que se entrecruzan para elaborar una idea sobre tu mente y tu vida a la medida de las palabras. Y para eso, necesitaba independencia, necesitaba saberme libre. Asumir el peso de la libertad. Y no sólo la libertad de decidir para crear.

Virginia me enseñó todo eso. Lo hizo recordándome que escribir es una resolución riesgosa, que escribir tiene un precio en salud mental y espiritual. Que escribir es un largo trayecto sin principio y sin final, que las palabras llenan el mundo, lo desmenuzan, lo fragmentan en cientos de partes que luego debes intentar unir lo mejor que puedas. Y cuando sabes eso, no lo olvidas. De hecho, lo recuerdas a cada hora, lo asumes necesario, lo miras como inmediato, lo construyes a toda hora.

Podría decir que hubo muchas mujeres que me educaron en palabras. Tantas, que temo olvidar alguna. Desde Iris Murdoch que supo que escribir era un dolor que nunca sana hasta Doris Lessing que se atrevió a llamarse escritora en un mundo que insistía en llamarla sólo mujer. Como Ursula K. LeGuin, que me recordó que la imaginación es un palacio de interminables habitaciones, o Hanna Arendt que recordó que todo lo aparente es frágil e inexacto.

O mi amada Susan Sontag, fría, distante, absolutamente extraordinaria, que viajó del dolor a la belleza con un esfuerzo supremo de su espíritu creador. Una tras otra, crecí no sólo en convicción — quiero crear — sino en la necesidad de seguir esa visión de mí misma que era difícil de concebir y que comenzaba a ser tan clara. Esa belleza interior y posterior, que nace y que se construye en un lugar de nuestro espíritu, inaccesible y en ocasiones en carne viva. Avancé, con brazos abiertos, no sólo hacia el mundo que decidí crear para mí, sino hacia algo mucho mayor: mi propia esperanza.

Porque cada una de ellas, me enseñó el valor de pensar. De atreverme a hacerlo siempre con la potencia del dolor que se crea, de la belleza que se admira, del poder que se aspira. Creer, más allá de esos temores tímidos, mínimos y tan hirientes. Tan alto como esa firme certeza de que el camino se sueña y se escribe.

Una vez leí que escribir es un sueño del que no se despierta. Durante todo este tiempo de libros y palabras he llegado a creer que más que eso, es un sueño que construyes a tu medida. Que delineas con todo cuidado, que aspiras a diario hasta que logras darle forma. Después de todo, pienso con una sonrisa, llena de palabras, de párrafos a punto de escribir, que soñar es de intrépidos y creer, de quienes asumen el poder de ser algo más que sus temores. Y escribir sin duda, es la aventura más extraordinaria de todas.

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

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