La mujer en el espejo y otros reflejos de la cultura.

La mujer en el espejo y otros reflejos de la cultura.
mayo 17, 2020 Aglaia Berlutti

El día sábado recibí un correo donde un disgustado lector de mi blog intentaba explicarme por qué no debí recomendar la película «Devil in Miss Jones» del controvertido director Damiano en mi proyecto semanal «Una película cada Viernes». Según mi anónimo interlocutor: «La pornografía es odiosa, es pútrida (sic) y ninguna mujer educada debería posar sus ojos en ella». El sermón me hizo reír, aunque no me sorprendió. Luego de escribir durante casi todo un año sobre temas femeninos que no se tocan con frecuencia – masturbación, pérdida de la virginidad, identidad sexual de la mujer – he recibido ese tipo de sermones moralistas con cierta frecuencia.

Supongo que en una sociedad tan tradicional como la venezolana, algunos temas continúan considerándose tabú, a pesar de encontrarnos en pleno siglo XXI y que la cultura de nuestro país ha recibido, como cualquier otra del mundo, un buen empujón hacia el debate gracias a la proliferación de redes sociales.

Lo que sí me sorprendió, fue que no recibí un solo correo: para el final de la mañana, ya contaba diez mensajes, que en diferente tono y bajo distinto criterio, me criticaban por fomentar «la cultura de lo sucio y lo inmoral», y que la gran mayoría de ellos era de autoría femenina. Un poco desconcertada leí un largo mensaje donde una mujer se burlaba de mi interés por temas tabú con una visión tan medieval como desconcertante:

«Nadie critica que sea experta en temas de cama y porno, lo criticable es que haga creer que eso es común en la mujer venezolana. La mujer de este país es decente, de su casa y con demasiado gusto por las buenas costumbres para ver pornografía».

Leí aquello con una sonrisa triste. Más aún, me irritó un poco el hecho que la mujer venezolana aún deba sufrir de esa limitación cultural que denigra su capacidad de mirar el mundo con curiosidad bajo el término de la «decencia». ¿Qué es la moralidad? ¿Como se define esa opinión que decide cuál es el límite de tu opinión, de tu cuestionamiento personal, de tu interpretación del mundo?  ¿Qué es realmente el recato y esa visión distorsionada del sexo femenino que la sociedad latinoamericana insiste es la única correcta?

Ya no hablamos de lo lícito que pueda ser la pornografía como expresión de lo erótico – cosa que puede estar en discusión- sino más allá, esa noción de la sociedad sobre lo que a la mujer se le permite y lo que no. Una especie de manual de instrucciones sobre los elementos que deben construir una identidad sexual comprensible para una cultura que no parece aceptar a la mujer que rebosa su criterio, su concepto y su visión de lo femenino.

Y es que uno no deja de sorprenderse de que en pleno siglo XXI, en medio de la cultura de la globalización y más allá, y de la visión del mundo como una aldea global, aún el sexo sea considerado como un elemento tan extraño a la vida cotidiana como para atemorizar de esa manera. Porque hablamos de miedo: hablamos de un sobresalto intelectual tan agudo, que provoca reacciones viscerales y una visión del mundo limitada a esa idea del hombre y la mujer convertidos en estereotipos de lo puro y lo casto.

Pero ese pequeño insulto, con su risible carga de sarcasmo, no fue el que más me inquietó, sino uno mucho más meditado y que me provocó una enorme preocupación:

«Una mujer no puede recomendar pornografía por los mismos motivos que un hombre no puede jugar con muñecas o sentarse en la letrina sentado. Es naturaleza. La mujer es delicada, más espiritual que el hombre. ¿Cómo se mira usted al espejo recomendando algo sucio y pernicioso? El hombre ya cayó al fango de sus bajos instintos. La mujer todavía se salva.»

Leí varias veces ese fragmento y traté de imaginar qué podría haberlo inspirado. No pensé en machismo (sería la respuesta más sencilla) sino en algo más sutil, mucho menos evidente. Imaginé a una mujer que se concibe así misma de una manera tan restringida, que se obliga a calzar, de todas las maneras posibles, en un molde moral que desde niña se le insistió era cierto, único, evidente y sobre todo, real. Intenté imaginar cómo era considerar a los hombres «otra raza», el mundo dividido en dos mitades donde la mujer sufría de cierto exilio histórico, que continuaba siendo invisible para la historia, para la cultura que la vio nacer, incluso para sí misma.

Porque esa «delicadeza» y «espiritualidad», esa necesidad de mirarse a sí misma como una idealización de género, no es otra cosa que un esquema tan antiguo como incompleto, una forma de construir a la mujer a trozos mal encajados, siempre ambivalente. ¿De dónde proviene esa férrea idealización? ¿Esa dicotomía de la identidad de la mujer entre lo que debe ser y lo que la somete a la indiferencia social? Una concepción del mundo tan limitada como dolorosa, tan venial como simple. La mujer como reflejo de un mundo que la disminuye, la menosprecia en un intento por celebrar lo que asume son sus únicas virtudes evidentes. La historia como una colección de escenas donde la mujer parece pasar desapercibida.

La Puta, la decente, la bonita y la fea: Un mundo entre máscaras.

La historia siempre ha sido muy poco caritativa con el sexo femenino. Tal vez se deba a que la mujer según la visión cultural cayó en desgracia muy pronto a través de los símbolos religiosos – la mitológica Eva condenando al mundo al sufrimiento debido a su curiosidad – o al simple hecho de que la visión patriarcal de la sociedad siempre dejó muy claro que la mujer no tenía identidad propia. Cualquiera sea el caso y a pesar de las reivindicaciones pasadas y presentes, la decidida transformación de la opinión social de la mujer, lo femenino, continúa limitado a una serie de ideas que casi todos asumimos como cierta, aunque no tengamos real idea de donde provienen.

O peor aún, que aceptamos, aunque no sepamos realmente cuál es su origen. El mundo como parte de una herencia que nos supera o lo que es lo mismo, el sin razón de lo que somos, a donde vamos y por qué avanzamos, con torpeza hacia una síntesis elemental de lo que llamamos realidad.

De niña, aprendí muy pronto que era inadecuada. Eso, claro, según las estrictas monjas del colegio donde me eduqué. Para ellas, la mujer tenía que cumplir una serie de requisitos para calzar en lo femenino tradicional, y yo, con mi cabello despeinado, mis rodillas llenas de rasguños, mi amor por la discusión y la polémica, no parecía tener un lugar en esa visión de las cosas. Tengo una imagen muy clara, de la Hermana Rosa Elena, directora por entonces del colegio, explicándome con su escasa paciencia de educadora por deber, el motivo por el que una mujer no debía discutir constantemente ni tampoco, asumir posiciones críticas.

– Una mujer es paciente – me explicó – es amable y dulce. La mujer debe ser refinada y aprender que con la delicadeza, todo se puede.

Me pregunté si ella misma se creía esas palabras. La había visto varias veces, con su paso enérgico y malhumorado, recorriendo los pasillos con el brazo extendido y regañando a gritos a las revoltosas y las desordenadas. Sabía que le gustaba la disciplina, que disfrutaba los deportes, que era aficionada a la lectura y que tenía opiniones muy inteligentes. Pero bajo el velo azul marino que cerraba su mundo con firmeza, la hermana Rosa Elena intentaba, por todos los medios a su alcance, cumplir con ese ideal de la mujer que se insistía, que parecía sofocarla igual que a mí. En esa ocasión, no supe qué responderle, confusa y furiosa.

– ¿Y si no quiero? – dije por último. Con las manos apretadas sobre las rodillas, sabía que estaba cometiendo un error, sabía que la mejor respuesta habría sido callarme y bajar la cabeza. No lo hice. No pude, en realidad – ¿Si no deseo ser delicada y amable? ¿Si deseo ser gritona? ¿Eso está mal?

La hermana Rosa Elena me miró. Y no fue como temía, un gesto de reproche impaciente. El regaño rozándole los labios. La verdad, en su expresión había algo de cansancio, como si mis palabras le recordaran una historia muy vieja que comenzaba a entender recién y que sin embargo, llevaba conociendo toda su vida.

– La tendrás difícil entonces – dijo, con todo desparpajo. Y fue la única y última vez, que la Hermana Rosa Elena me habló con total franqueza, como si la mujer real, esa que presumiblemente habitaba más allá del velo que le cubría el cabello, luchara por liberarse  y lo hubiese logrado justo en ese momento. No respondí, pero sentí miedo. O más bien una combinación de miedo y expectativa.

Y es que nunca he comprendido, nunca nadie ha sabido justificarme lo suficiente porque la moralidad, las llamadas buenas costumbres, la decencia tiene el derecho de arrebatar a la mujer su derecho a la opinión. Desde las cosas tan sencillas sobre cómo debe vestirse o hablar hasta las profundas, como su sexualidad y su maternidad, la sociedad parece tener una idea muy clara sobre lo que la mujer debe o no debe hacer.

Probablemente se deba a que durante muchos siglos la cosa estaba clara: como compañera del hombre, la mujer era una silueta, una visión de la perfección doméstica que se aspiraba como contrapeso de lo masculino, ese mundo misterioso que transcurría puertas afuera de la casa. Nunca ha sido sencillo para la sociedad y la cultura comprender a la mujer como independiente de lo masculino, como una identidad única que no tiene relación con esa interpretación del mundo bajo el concepto del «deber ser».

Incluso, en el auge del positivismo, de lo científico, el hombre continuó considerando a la mujer como una incógnita, como un misterio sin resolver y que tampoco interesaba mucho comprender.  La mujer, hasta entonces menospreciada y olvidada, se resumió a una idea que parecía solo reflejar la opinión que sobre ella tenía lo masculino. La mujer esposa, la mujer madre, la mujer compañera, la devota, la pura y la Santa. ¿Qué ocurría más allá de ese territorio seguro y evidente? ¿Qué ocurría más allá de la definición simple de lo femenino?

En esa frontera áspera de lo aceptable, parecían subsistir las mujeres que no se adecuaban al dogma. Desde las famosas defensoras de los derechos femeninos como Olympe de Gouges y Théroigne de Mericourt hasta la célebre y sufrida hermana del escritor Henry James, Alice, cuya vida el autor recrea en sus obras, mostrándola como el prototipo de mujer inteligente y apasionada, pero atrapada en una cultura represiva, lo femenino pareció dividirse entre lo aceptable y lo que no lo era.

Un purgatorio que condenaba a la mujer con el ostracismo social y el exilio intelectual si intentaba enfrentarse a esa evidente línea donde la moral intentaba confinarla. ¡Y resultaba tan sencillo hacerlo! La mujer misma parecía ser principal promotora de la cárcel de los principios, de esa fina frontera entre lo moralmente comprensible y lo que lo superaba con creces. ¿Quiénes somos en realidad como parte de esta herencia histórica que nos agobia, que la mayoría de las veces nos presiona y nos insensibiliza?

Esa es una respuesta complicada en un mundo que esencialmente insiste en una única mirada a la realidad.

La mujer real: La que sobrevive al estigma social.

Una de mis amigas ríe a carcajadas cuando le muestro el puñado de correos insultantes que recibí. Me hace un guiño mientras me sirve una exquisita taza de café -en un intento de apaciguarme, supongo – en su desordenada cocina. Con treinta y tantos años cumplidos, soltera, viviendo una relación libre con un hombre diez años mayor que ella,  F. es otra de ese grupo de mujeres que no acepta nada, de las que viven en esa línea mínima entre lo que se considera femenino y lo que no lo es.

– Es natural que a una mujer le inquiete que otra acepte ve pornografía – me explica – la pornografía es esencialmente autocomplaciente, vulgar y denigrante. Es una gran fantasía sexual ajena construida a base de imágenes concretas. Por supuesto, hay montones de concepciones al respecto y los matices se han hecho mucho más numerosos a medida que el tiempo transcurre y la sexualidad se desmitifica. Pero en esencia, la pornografía saca a la luz lo que la cultura teme, ese misterio de control que supuso por tanto tiempo el tabú.

Como socióloga que ha dedicado buena parte de su vida académica a investigar sobre la identidad femenina en Venezuela, sabe de lo que habla. Pienso en eso mientras bebo a sorbos la taza de buen café. Recuerdo lo mucho que me ofendió la primera vez que vi una película pornográfica, pero a la vez, las muchas preguntas que me despertó. La idea que había un tipo de cine que se asumía así mismo lineal y concreto, para rebasar cualquier idea lírica. Y más allá, esa visión del sexo por el sexo, la genitalidad simple como forma de expresión erótica. Sacudí la cabeza, desalentada. Recordé una pequeña anécdota que me había dejado un poco desconcertada.

– Ayer, una mujer en mi TL de Twitter intentó ponderar sobre la sexualidad femenina que siempre había sido libre y fuerte – le expliqué. Mencionó que solo ahora era evidente e insistió en que el Marqués de Sade era «porno» del «flojo». Cuando intenté explicarle la diferencia entre lo erótico y el porno, se ofendió muchísimo. De hecho, fue una especie de discusión entre pequeños sarcasmos. Se burló un poco de «mi experiencia» sobre el tema, como si tener conocimientos al respecto fuera irrespetuoso e incluso, decididamente ofensivo.

– Por supuesto – me explica – para la mujer latinoamericana, la noción del sexo es ambivalente. Le gusta pensar que es desinhibida y es deseable, pero le asusta admitirlo, le molesta que otra mujer pueda tener mayor conocimiento que el suyo sobre un tema que parece tocar su visión de sí misma de manera tan directa. La mujer Latinoamericana es tímida, está criada para serlo. Y además, se mira a sí misma en esa dualidad de la deseable – que se insiste – y la decente – que necesita ser – para ser comprender su identidad.

Una idea interesante y tan cierta: a la mujer latinoamericana se le enseña bien pronto que la niña decente no lleva la falda corta, que la boca roja es de puta, que bailar de manera insinuante es «irrespetuoso». Y también se le insiste que el varón es de la «calle» y la mujer es de la casa. ¿Parecen ideas retrógradas? Tal vez no lo son tanto, en un país donde los índices de desempleo femenino son altísimos y que aún, la mujer profesional continúa obteniendo menos beneficios salariales que su contraparte masculino. Pero incluso no solo en el terreno de lo evidente, ese menosprecio de lo femenino, esa necesidad de encajarlo en una visión cultural concreta es parte de nuestra identidad latinoamericana. Mi amiga E. suspira, casi con preocupación, cuando se lo comento.

– Las implicaciones del machismo son muy numerosas y sobre todo sutiles, es parte de nuestra interpretación de lo bueno y de lo malo – dice – como la mujer que te escribió el correo acusándote de «fomentar la cultura de lo inmoral» por atreverte a recomendar una película de alto contenido erótico. No hay una postura crítica, no hay una explicación del motivo por el cual lo sexual pueda transgredir la moral. Parece ser una idea tácita, una asociación inmediata de ideas. Nada sexual parece ser puro y mucho menos admisible. Y mucho menos, una mujer puede admitir que lo disfruta.

Una maraña de ideas inquietantes. Me preocupó sobre todo, el hecho de que la cultura donde nací no parece muy consciente de la pesada losa de prejuicios con la que aplasta a la mujer, una situación penosa e insostenible con la que toda mujer latinoamericana se ha tenido que enfrentar, antes o después, de las maneras más sencillas a las más complejas. Desde el piropo subido de tono hasta el acoso sexual, desde la idea de la mujer «decente» hasta la palabra «puta» hay toda una serie de circunstancias que parecen rodear lo femenino y limitarlo a un espectro comprensible. Un límite que el mundo de las cosas comunes impone con suma facilidad y que se asume por cierto y absoluto.

– No hay otra manera de llamar a Venezuela que machista, aunque moleste, irrite y sobre todo confunda a una generación más joven en que insiste en que las cosas se están transformando para la mujer – comenta G., una de mis profesoras universitarias con la que me reúno a conversar de vez en cuando.

El domingo caraqueño tiene olor a sol y a montaña y me gusta escuchar su voz, reposada y elocuente, explicándome un idea tan complicada de entender – en realidad se ha hecho más flexible, pero no quiere decir que eso mejore la situación de la mujer venezolana.

Es verdad. Pienso en las frases misóginas y agresivas que los líderes gubernamentales utilizan con total desparpajo, en el aumento del feminicidio en la visión del mundo femenino como una rareza que transita en el masculino. La profesora G. ríe en voz baja.

– Te preocupas porque para tu generación, el machismo es inadmisible. Pero el temperamento nacional no madura tan rápido ni de manera tan eficaz como la cultura mundial de las que toda una generación asume como propia – dice – es simple: nos acostumbramos al machismo y lo consideramos inevitable. Sabemos que un hombre podrá decirte un piropo grosero y no pasará nada, porque la cultura lo admite como común. O esas airadas respuestas que recibiste sobre tu opinión sobre lo pornográfico. Alguien te dirá «es un tema delicado» sin preguntarse por qué lo es, por qué a pesar de que vivimos en una cultura exhibicionista y sin misterios, el sexo continúa asustando y la mujer continúa siendo cautiva de ese temor.

Cautiva. Que palabra justa, me digo. Y es justamente así, parece encontrarse aún la identidad de la mujer, la que subsiste a pesar de todo, la que lucha por abrirse camino en una serie de ideas que se le anteponen, intentan aplastarla. Una visión de la mujer que intenta escapar, con habilidad y coraje de ese límite elemental de lo que abre espacio entre quienes somos y lo que la cultura asume como identidad.

Juro que estuve a punto de no responder los correos. De verdad, intenté ser razonable y asumir que es natural ese tipo de reacciones. Pero no pude, claro. De manera que envié a mis esforzados lectores un link descargable con una ingente colección de pornografía europea, de esa tan desconcertante y hermosa que llega asombrar al cinéfilo erótico más curtido.

Quien sabe, quizás su silencio a vuelta de correo signifique que decidieron darle una oportunidad al erotismo y a la libertad.

Soy ingenua, aún tengo confianza en eso.

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

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