El feminismo y el poder de decidir

El feminismo y el poder de decidir
febrero 15, 2020 Aglaia Berlutti

Hace poco leí un artículo en la que un grupo de mujeres se llamaban a sí mismas “defensoras de la familia tradicional” y que insistían en la necesidad que las mujeres, volvieran a “su lugar en la historia”. O lo que es lo mismo, regresar al esquema tradicional de la madre abnegada y el padre proveedor. A pesar de la sorpresa que me produjo que alguien todavía analiza a la familia – y su propia vida –en semejantes términos, también me hizo sentir un profundo alivio el hecho que la mujer en la actualidad pueda debatir sobre su lugar en el mundo. El lugar en el que quiere estar o las decisiones que quiere tomar sobre su futuro. Al fin y al cabo, el feminismo siempre ha insistido justo en esa posibilidad: en el hecho que cada mujer en el mundo pueda escoger la forma en comprenderá su papel cultural y social, sin presión alguna.

– Pero ¿no te parece un retroceso que se hable de volver a la vida doméstica? – me comentó una buena amiga – al final, es como dar dos pasos atrás, volver a las puertas cerradas.

No le respondí de inmediato. Pensé en mi abuela, una mujer brillante y talentosa que había tomado la decisión de ser esposa y madre a tiempo completo, aunque incluso en la época en que le tocó vivir, podría haber decidido algo por completo distinto.  Pero para mi abuela – que no era feminista pero que, sin duda, defendía a brazo partido el derecho de la mujer a tomar decisiones autónomas – la noción sobre la vida doméstica era algo más complejo que un rol cultural. “También es una forma de construir ideas” me dijo en una ocasión cuando le pregunté al respecto. “Y en mi caso, puedo decidir hacerlo”.

Claro está, mi abuelo era un hombre que respetaba su inteligencia y que, de una u otra forma, le sostuvo en momentos complicados o directamente angustiosos, sobre todo cuando la vida como ama de casa resultaba frustrante para ella.  Mi abuelo fue parte de la decisión de mi abuela de renunciar a una posible vida profesional en beneficio de la doméstica y su apoyo constante, una forma de consideración a su esfuerzo que mi abuela siempre valoró. Pero no todas las mujeres de su época tuvieron semejante alternativa. De hecho, mi abuela siempre supo que era una excepción y que como tal, demostraba que la batalla por la capacidad de la mujer para decidir sobre su vida era algo de considerable importancia a futuro. “Mi única herencia podría decir dejarte claro que lo que decidas siempre estará bien” me dijo en una oportunidad. Tenía catorce años y no entendí del todo las implicaciones de la frase. No al menos en toda su considerable importancia de cara a la forma como la vida de la mujer depende justamente de eso: de su capacidad para decidir.

-El feminismo se trata del poder de construir tu vida de la manera en que quieras, más allá de cualquier imposición – respondí por fin – decir a cualquiera qué está bien o qué está mal contradice ese principio.

-No es tan sencillo – se escandalizó mi amiga.

-No lo es. Pero también es parte de esa gran percepción sobre la libertad individual – insistí – ¿Hay una forma correcta de vivir?

Es una vieja pregunta que toda corriente filosófica se ha hecho antes o después y que por supuesto, los movimientos políticos suelen heredar con cierto peso intelectual y simbólico. Con el feminismo, la cosa va más allá: después de todo, durante una considerable parte de la historia, la mujer no existió, no formó parte nada, no fue otra cosa que la fantasía secundaria masculina. Una idea durísima cuando la analizas y reflexionas sobre ella a la distancia. Porque lo femenino a menudo fue un concepto relacionado con el rol, con lo que la mujer debía hacer –o no –de modo que su individualidad quedaba supeditada a la idea más amplia sobre lo que se suponía era: madre, esposa, hija. ¿Qué ocurre cuando no es así?

Una vez, una de mis amigas de la escuela me dijo que a veces, no se pensaba a sí misma como una mujer ni como una niña. Que en ocasiones se miraba al espejo y no sabía muy bien quién era y lo que deseaba ser. Y que ese pensamiento le asustaba tanto como para que le hiciera sentir vergüenza. La escuché sin saber que decir, entre asombrada y confusa. Ambas teníamos diez años y ese comentario me desconcertó. Hasta entonces, jamás había pensado que alguien podía mirarse sin concluir en que era niño o niña. Hasta ese momento, nunca me había preguntado sobre los elementos nos hace ser quien somos, ese género que prevalece y te define durante toda tu vida. Esa identidad permanente que asumimos natural.

Por supuesto, no lo pensé en términos tan complejos, pero sí supe que lo que amiga me decía, era quizás la idea más extraña que había escuchado nunca. Ella continuaba mirándome, quizás aguardando a que me burlara de ella o me asustara por lo que acababa de decir. En lugar de eso, me quedé muy quieta, pensando en sus palabras. Quizás en mi reflejo en el espejo. En todas las cosas que de pronto no parecían tan seguras ni tan evidentes en mi mente o en mi cuerpo.

— ¿Cómo te piensas entonces? — pregunté por último.
Mi amiga parpadeó, como si le sorprendiera que me tomara en serio lo que con tanta dificultad me había contado. Se encogió de hombros, con las manos de uñas cortas y mordisqueadas apretadas sobre las rodillas.
— Sólo como una persona ¿Eso es muy malo? No quiero vestirme de rosa, ni llevar el cabello con lacitos. No quiero ponerme la faldita del colegio. Quiero jugar video, quiero comer hamburguesas y ensuciarme. Pero eso no es de niñas. ¿Eso está mal?

Tampoco supe que responder a eso. La verdad era que yo pensaba cosas parecidas con tanta frecuencia que llegaron a parecerme corrientes, aunque sabía, con ese instinto infalible que no lo eran tanto. Que a pesar de que no había nada de malo en corretear con mis primos por el patio de la casa de mi abuela, leer libros en lugar de jugar con muñecas o preferir la blusa azul en vez de la roja o la fucsia, tampoco era lo normal. O lo que la mayoría de la gente consideraba normal, al menos. De manera que me encogí de hombros, preocupada.

— No sé. Pero también me pasa — le confesé, para tranquilizarla — A lo mejor le pasa a mucha gente pero tampoco dice nada. ¿No lo piensas?

Ella sacudió la cabeza con la boca fruncida en un gesto angustiado y los hombros rígidos. Como mucha otra gente estaba convencida que la incomodidad y el aislamiento eran cosas que sólo le ocurrían a ella, que le torturaban y le acosaban más que a cualquier otra persona. A la distancia de muchos años, a veces pienso que mi amiga comprendió mucho antes que yo que el mundo no tolera bien la diferencia, que no lo asimila con facilidad, que no transita esa visión que nos hace únicos con la comprensión de lo que puede significar. Y me conmueve que una niña de diez años llevara ese peso a solas. Lo sostuviera sobre los hombros con tanta dificultad. Intentara lidiar con sus dolores con tan poca habilidad para hacerlo.

Recordé esa conversación escolar algunos años después cuando encontré en la biblioteca de mi casa un libro que sin duda, cambió mi vida para siempre. Leí “La Mujer Rota” de la escritora Simone de Beauvoir cuando era aún una adolescente. No lo comprendí, por supuesto. Aún no tenía la experiencia, la visión para hacerlo. Pero igualmente me cautivó, me sorprendió, me inquietó. Porque si algo podría decir del libro, este largo monólogo de la feminidad que se analiza a sí misma con una durísima mirada cruel, es que no deja indiferente a nadie.

Y por supuesto, no me dejó indiferente a mí, que con dieciséis años comenzaba a cuestionarme por qué debía obedecer lo que la tradición y la cultura donde nací intentaban imponer casi a la fuerza sobre mi identidad. Esa noción sobre el deber ser con el que toda mujer tropieza de vez en cuando. No es sencillo entender que la sociedad en la que creces tiene ideas y perspectivas muy definidas sobre quién puedes ser y qué puedes aspirar. Límites, restricciones y fronteras que intentan definir tu individualidad aunque te resistas a la idea.

Es un pensamiento extraño, cuando lo tienes. Y luego, no puedes olvidarlo. Porque de alguna manera cambia todo lo demás, lo recompone y lo hace encajar dentro de esa idea. ¿Por qué debo tener el cabello largo o corto? ¿Por qué debe gustar maquillarme o no? ¿Por qué debo pensar en que seré madre? ¿Por qué debo casarme? ¿Por qué debo obedecer toda esa múltiple y cada vez compleja variedad de pensamientos e ideas que parece conformar la identidad de una mujer? Es curioso pensarlo de esa forma y sobre todo, doloroso. Porque de pronto, encuentras que no estás sola en el asunto. Comienzas a preguntarte cuantas mujeres a tu alrededor — las que conoces, las que te tropiezas por la calle, las que miras en las revistas — se esfuerzan como se espera que tú lo hagas por encajar en ese esquema de valores. Cuantas lo hacen por gusto, por costumbre, por necesidad, porque no conocen algo más. Y cuántas como tú también se hacen las mismas preguntas. Cuantas miran a su alrededor y se preguntan ¿por qué deben ser así las cosas? ¿Por qué deben ser de esa manera exacta? ¿Por qué es necesario que lo sean?

En una ocasión, un hombre con el que salía se burló de lo que llamó “mi necedad adolescente”. Ambos éramos estudiantes universitarios y mientras él podía plantearse un futuro a la medida de sus aspiraciones — sean cuales fueren — yo debía conformarme con una especie de rígida estructura que me exigía más de lo que podía brindarme. Con veinte años cumplidos, ya debía soportar las preguntas indiscretas sobre mi soltería o una probable maternidad que ni siquiera había considerado hasta entonces. Y mi malestar al respecto no sólo le pareció exagerado sino además “artificial”.

— Ese rechazo a la persona que eres es absurdo: ¡Eres una mujer! en algún momento querrás casarte o tener hijos. Está en tus genes, en tu historia biológica. No sé por qué te resistes o en todo caso, qué esperas obtener haciéndolo.

No supe que responder a eso, entre aterrorizada y un poco asqueada. Llevábamos casi dos años juntos y escucharle hablar en esos términos sobre mí — o mejor dicho, mi futuro — me dejó muy claro que había algo doloroso y violento en la mirada de la sociedad sobre las mujeres. Una imposición férrea que nunca había imaginado tan grave, tan despótica, pero que estaba allí a la vista. O mejor dicho, que formaba parte de una noción sobre lo que la mujer podía ser — aspirar, construir para si misma — que resultaba no sólo preocupante, sino directamente castrante.

La relación no terminó por esa discusión pero siempre pensé que después de tenerla, sólo avanzó hacia una ruptura simple que ocurrió unos meses después. Y es que cuando alguien te habla en esos términos, tienes la sensación de que tu mundo se sacude un poco. O al menos, a mí me ocurrió. Comienzas a preguntarte casi con crueldad qué te hace mujer y por qué deseas serlo. Te sacude la idea que, desde la niñez, debes enfrentar todo tipo de estereotipos que intentan decirte quien eres o mejor dicho, lo que debes ser. Ideas que transcurren y transmigran a tu alrededor en un intento no sólo de cercenar esa libertad personal que convierte la individualidad en una idea genérica, sino además se impone como un destino biológico. Un pensamiento que resulta angustioso cuando debes lidiar con él a diario, cuando es parte de tu vida y cómo te comprendes. O mejor dicho, como te asume el mundo que te rodea, te construye, te imagina, te limita.

A menudo imagino ese mundo femenino claustrofóbico y regreso a la percepción de la mujer que decide,  del hecho que aún, la posibilidad que la mujer pueda analizar la forma en que desea vivir se encuentre en medio de discusiones preocupantes sobre su libertad personal y la forma en que analiza la idea sobre su personalidad, Como si la autorrealización no formara parte de la naturaleza de la mujer: una noción destructora que parece condenar a la mujer a una dependencia borrosa del que muy pocas veces somos conscientes. La mujer objeto, al servicio de otros, tan preocupada por su aspecto físico, tan abnegada y convertida en una especie de útero histórico que necesita convalidar su existencia a través de su capacidad para agradar y seducir.

El feminismo lucha por devolver a la mujer la capacidad de tomar decisiones sin la presión de la historia y la tradición. De asumir el peso del futuro desde la percepción de lo que podemos y queremos ser.  De modo que tanto la vida doméstica como la que transcurre fuera de ella, forman parte de ese ámbito de decisión. Y es gracias al feminismo, que la antigua imposición sobre la mujer, la obligatoriedad sugerida se transformó poco a poco en opciones. Porque al final, se trata de la posibilidad de decidir, de concatenar las diferentes reflexiones y conceptos sobre lo femenino para crear una percepción global sobre el tema.

Tal vez por ese motivo, buena parte de mi vida me han acusado de egoísta, arrogante o incluso, directamente agresiva. Sólo por haber decidido que no necesito perpetuar ese confinamiento a la feminidad que se define a través de estereotipos superficiales, del cuidado de otros, de la autoimagen. A veces, resulta sorprendente lo mucho que puede molestar esa simple decisión de no ser una mujer al uso, de asumir por cuenta y riesgo que una mujer es mucho más que la ropa que lleva y como luce. Que una mujer es un individuo más allá de su capacidad para ser esposa o madre de alguien. Esa autonomía que parece tan reñida con la definición histórica de género.

Hará unos cuatro meses, recibí un correo muy insultante de un lector que criticó mi postura “feminazi”, haciendo referencia a que suelo identificarme como feminista y escribir al respecto siempre que puedo. Entre groserías y burlas a mi aspecto físico, me insistió en que toda mujer “debe aceptar que lo es” y que mientras más rápido lo haga “menos habrá lugar para la frustración”. Me sorprendió sobre todo la agresividad de sus planteamientos, como si el mero hecho que una mujer quisiera definirse según el canon habitual fuera motivo de prejuicio y discriminación.

— Lo es. Cualquier mujer u hombre que se atreva a transgredir lo que se supone espera de él, se enfrenta a esa agresividad — me explicó L., una de mis profesoras universitarias con las que aún mantengo el contacto cuando le hablé del correo — La cultura y la sociedad son refractarias a los cambios, se resisten todo lo que pueden a cualquier manifestación de conducta e incluso, al simple hecho de modificar un punto de vista. Cuando alguien lo hace, se suele aislar y limitar como parte de esa estructura social. Es lo que llamamos minoría.

La profesora L. lo sabe en carne propia: de joven tuvo que enfrentarse a un mundo universitario hostil y violento que la criticó por sus duros puntos de vista sobre el machismo académico en Venezuela. Ahora, en un tranquilo retiro alejada de las aulas de clase, suele insistir que en Venezuela, ser mujer es enfrentarse a una percepción durísima sobre la feminidad. Una condición cultural que limita y aplasta la individualidad en favor de una imposición colectiva sobre lo que la mujer puede ser según la tradición que hereda.

— Puede parecer despiadado pero no lo es: simple cultura — me dice cuando me impaciento por la serenidad de sus palabras — por eso Beauvoir insistió que una no nace mujer sino que llega a serlo. Somos el producto de una serie de elementos que te definen a la fuerza. La desigualdad procede de esa idea, de ese discurso cultural que te hace normalizar la discriminación. Y lo asumimos como parte de nueva vida.

Quizás por ese motivo, continúo acudiendo a Beauvoir para analizar esa percepción sobre la mujer que desborda el mero tópico que logró crear a través de sus lúcidas reflexiones sobre el tema. Tan realista y crueles, pero a la vez, tan profundas que resultan abrumadoras. Porque para la escritora, el mundo íntimo de la mujer es un diálogo continuo, una creación de emociones y pensamientos de inestimable valor. Algo sublime, durísimo y que me cambió la visión sobre la mujer literaria, la real e incluso sobre mi misma para siempre. No sólo se trató que Simone de Beauvoir me demostró que una mujer puede escribir — y bien — sino que además, escribir sobre la mujer sin romanticismos, sin elegías dulzonas. En el libro, ninguna mujer sufrió, se martirizó, se culpabiliza.

En realidad era una obra filosófica muy bien pensada que elaboró — al menos, en mi caso — un nuevo tipo de mujer fuerte e intelectual que poco o nada tenía que ver con la angustia existencial que hasta entonces había creído en la mujer literaria y en la escritora. Aquello fue para mí radical.

Porque hablamos de individualidad construida a través de piezas y fragmentos que no necesitan ni deben encajar en un esquema general de las cosas. La mujer es la mujer por la decisión de construir un reflejo de sus inquietudes intelectuales, físicas y mentales. Una mujer no es sólo los atributos de su género sino también esa noción que, a pesar de la historia, la tradición, el conservadurismo y esa presión constante de encajar en el esquema de las cosas, es un individuo que puede construirse a sí mismo. Que desborda los prejuicios, que evade cualquier interpretación sencilla. Que rechaza los pequeños símbolos triviales que intentan construir una idea sobre sí misma.

Millones de mujeres antes que yo y con toda seguridad, cientos después de mí, se preocupan por los mismos temas, por los mismos extremos, por los exactos problemas que me inquietaban. Y todo ese conjunto de preocupaciones e inquietudes, tienen un nombre. O mejor dicho, una dirección. Una intención formal que puede tener mil formas de definirse — feminismo, búsqueda de la equidad, lucha de valores y derechos — pero que tiene la misma conclusión: la idea de una mujer libre de toda etiqueta social.

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

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