Comencé el año leyendo quizás uno de los libros más duros y divertidos con los que me he tropezado en años “El problema de las mujeres”, el inteligentísimo análisis de la escritora Jacky Fleming sobre el anonimato femenino a través de la historia. Se trata de una burlona pero durísima reflexión sobre la exclusión de la mujer en la historia, en las artes y la cultura del mundo Occidental pero también, una mirada atenta a la sociedad como una forma de promocionar el ideal masculino — que incluye el papel secundario de la mujer — como forma de comprender al género. Una aventura literaria y antropológica que ha llevado a la escritora a recorrer todo tipo de cuestionamientos, estereotipos y estigmas sobre la mujer a través de los siglos.
“Durante mucho tiempo nos engañaron y nos hicieron creer que lo normal es que ellos salgan al mundo y ellas no; esa creencia nos impide intentar cambiar las cosas”, escribe Fleming, poniendo además el dedo en una percepción sobre lo femenino que permanece hasta la actualidad y que tiene una clara relación con la esfera doméstica. La mujer se concibe como parte de una idea sobre la vida “normal” que parece remontarse a la tradicional concepción acerca del género. Un punto de vista que se mantuvo a lo largo de la historia y se convirtió en un deber formal que la mujer debe cumplir bajo cierto aspecto de obligatoriedad. Para Fleming, esa noción sobre la mujer que “debe” ocupar un lugar social o cultural específico, es el origen de la mirada complaciente y casi normalizada sobre el prejuicio y la discriminación por género: “Todos los métodos utilizados durante siglos han creado la ilusión de que la desigualdad es normal: no permitir que las niñas reciban educación o no darles los medios para ser económicamente independientes, o leyes haciéndonos propiedad de nuestros maridos, o científicos diciéndonos que somos inferiores, y especialmente dejando los logros de las mujeres fuera de los libros de historia” añade Fleming, para completar su teoría sobre la noción de la mujer que debe sufrir los rigores de una tradición que en apariencia planeó su identidad y su futuro, incluso antes de su nacimiento.
Claro está, no se trata de una visión de las cosas que me sorprenda especialmente. Después de todo, esa insistencia en decirle a la mujer qué hacer continúa ocurriendo no siempre, pero si con enorme frecuencia. O esa insistencia en el menosprecio de lo femenino como una arraigada costumbre. Como mi amiga la que tuvo que enfrentarse a un jefe misógino que se negó a aumentarle el sueldo por siete veces consecutivas — a pesar de su dedicación al trabajo, conocimiento y habilidad — porque “tenía dudas” sobre su capacidad. Cuando ella le preguntó directamente a que se debía su desconfianza, el hombre le respondió que temía que “la menstruación o un posible embarazo” afectara la calidad de su trabajo.
O la chica que me escribió al correo, atormentada y afligida porque tiene algunos kilos de más y su pareja la maltrata cada vez que puede por no encajar en la imagen física ideal. O incluso, cualquiera de las mujeres que escucho a diario, que definen el nuevo concepto de lo femenino, que asumen el poder de la inclusión como una bandera válida que enarbolar. Una y otra vez, hablo de la mujer como yo la veo, que no es bajo el aspecto de cómo debería ser, como quisiera que fuera o como asumo podría ser. Porque la mujer en esta época, más que en cualquier otra, es fruto de sus temores y virtudes, sus fortalezas y fantasías. Su propia obra de arte. Una y otra vez, la noción sobre lo que la mujer debe ser se perpetúa y se hace parte de una cierta normalización de la discriminación. Una idea inquietante que forma parte de cierto entramado social y sobre todo, de una visión muy preocupante sobre la mujer y como se concibe a través de la historia y nuestra cultura.
Comento lo anterior y sobre todo el libro de Fleming, con una de mis mejores amigas, esposa y madre de dos. Cuando éramos adolescentes, ella me aseguró que jamás contraería matrimonio y mucho menos, sería madre. Pero a la mitad de la veintena conoció a un hombre que resultó ser todo lo que esperaba — o al menos creía esperar — y decidió cambiar de opinión. Le fue bien: más de una vez me comenta que le sorprende lo mucho que le gusta la vida de casada. Y en más de una ocasión, una extraña culpabilidad sobre “el papel que debe cumplir” — así le llama a su punto de vista sobre el mundo y su lugar — le ha preocupado, como si el mero hecho de ir de un extremo a otro de lo que se espera de una mujer de nuestra época le resultara complicado de entender.
— Oye y no es que de pronto sea una chica Mad Men — me comenta, haciendo referencia a la extraordinaria serie del canal por cable HBO — sino que de alguna forma, esa complicidad y esa aventura en pareja me ha satisfecho. A pesar de todo.
— ¿Y que es todo?
— Ah, el matrimonio es una mierda — pondera, con una sonrisa feliz que no entiendo demasiado — pero también es un buen lugar para aprender de ti misma. Además, hablamos de una comunidad, ya no de un papel de poder.
Se refiere claro, a lo que era su mayor temor: convertirse en su madre. Ama de casa por la mayor parte de su vida, un año de morir la madre de mi amiga le confesó que pasó casi tres décadas soñando con regresar a la universidad, con tener su propio dinero, con ser libre. Esa fue la palabra que utilizó “libre”. Y la connotación que tuvo, en medio de un devastador caso de cáncer, de una lenta agonía que la redujo al dolor, fue aterradora. Al menos para mí lo fue. Para mi amiga, fue la línea que dividió un antes y después en su manera de comprender el mundo, su identidad y todo lo que deseaba crear y construir en adelante.
Por años, mi amiga se obsesionó con la libertad que soñó su madre y no pudo tener. Pero cuando finalmente contrajo matrimonio — estaba aterrada, desanimada pero también muy dispuesta a vencer su propio prejuicio — decidió hacerlo para crear su propia historia. No para continuar viviendo la de su madre, o los temores de sus amigas. Incluso los míos, que escuchaba con paciente solidaridad siempre que se lo pedía. Mi amiga contrajo matrimonio para ser feliz. ¿Lo logró?
— No siempre, pero a veces la felicidad es una suma de cosas — me dice — me gustan los domingos en las tardes donde vemos películas juntos mi marido y yo mientras la suegra se lleva a los niños, los días que pasó con mis chamos a solas. A veces todo es insoportable. Otras veces, es simplemente hermoso.
De manera que la mujer sigue reinventándose, pienso mientras la escucho. Después de todo, hace un par de décadas, la idea de una mujer hablando sobre el matrimonio como un acuerdo entre cómplices era impensable. Había una idea muy precisa sobre lo que ocurría al casarte: ese juego de paciencia, solidaridad y resignación donde el hombre tenía todas las de ganar. O esa era la percepción social. Esa insistencia del matrimonio como elemento que definía a la mujer y le otorgaba un rol necesario. Una idea a la que muchas mujeres se rebelaron, con mayor o menor éxito, pero con la que al final tuvieron que lidiar.
Por supuesto, que el matrimonio no es la única medida — ni la más efectiva, exacta, notoria e incluso, simplemente necesaria — para calibrar cuanto ha evolucionado la mujer del nuevo milenio. Hay una serie de planeamientos que se mueven en el trasfondo, que avanzan de un lugar a otro y que en ocasiones, crean una nueva concepción sobre lo que la mujer es, espera, desea, asume como real. Una nueva interpretación sobre el arte de ser mujer — como solía decir mi abuela — o mejor dicho, crear esa estructura de ideas que sostenga nuestro concepto sobre lo femenino.
Claro está, eso implican lidiar con una sociedad educada para ser misógina, que no lo nota y de hacerlo, no le importa mucho serlo. La sociedad que muestra toda una perspectiva de la mujer a medio camino entre lo ideal y la crítica. Que educa hombres capaces de preguntar a una mujer enfurecida si “se encuentra en sus días”, que se sienten en el derecho de lanzar groserías e insinuaciones a una desconocida en plena calle por ese divino poder masculino de la conquista. La misma cultura que alienta la manipulación contra la mujer, que intenta convencerla que debe ser protegida, que es una criatura frágil y temblorosa que debe ser resguardada de todo dolor. La misma sociedad que produce productos artísticos y cinematográficos donde existe la mujer “fuerte”, ese atributo anodino, desconocido y abstracto que parece necesario mencionar, como si la fortaleza de carácter o espiritual fuera sorprendente en el ámbito femenino.
Oye, eso si que suena feminista ¿No? Mejor aún: feminazi, odiadora de hombres. Histérica. Todas esas cosas me han llamado con frecuencia y no siempre, hombres. De hecho, la mayor parte de las veces, son las mujeres las que señalan a las inconformes para acusarlas de “quejarse”. Como si analizar la desigualdad, preocuparme por los baches y desniveles de la cultura con respecto al género no tuviera el menor sentido o mejor dicho, careciera de todo valor. Una conocida suele reclamarme cada vez que puede, el motivo por el cual escribo sobre las mujeres que no desean casarse y tener hijos. Me reclama que la haga sentir que desearlo “es simplemente ser una ignorante o algo parecido”.
— En realidad, sólo hablo de mi caso en particular. Se me suele juzgar por el hecho de no querer ser madre — le expliqué en una oportunidad. Ella pareció escandalizada por la idea.
— ¿Quién te juzga? Puedes hacer lo que quieras. Yo también.
Pienso en todas las veces en que me han acosado con preguntas hostiles e invasivas sobre mi maternidad, mi opción sobre ejercerla o no mi capacidad para concebir. Preguntas bien intencionadas, entrevistas de trabajo incómodas, miradas de conmiseración. Podría ignorarlas, podría simplemente mirar a otro lado y avanzar en la dirección que decidí seguir. Pero no quiero hacerlo. Quiero analizar por qué motivo debo soportar esas preguntas, el silencio general cuando declaro que no quiero contraer matrimonio, por muy enamorada que esté, por muy fascinada por la convivencia en pareja que me encuentre. O eso he creído hasta ahora. Pero nadie parece comprender muy bien que la mujer tiene opciones. Que la mujer puede moverse en toda la amplitud del espectro. Que la mujer tomó la decisión de su preferencia.
— Yo me casaré porque quiero y puedo. Y porque amo la idea de tener hijos — me contesta, desafiante. Lo dice como si fuera una forma de contradecirme, de demostrarme su punto. Tomo un sorbo de la taza de café que tengo delante. — Yo no lo haré porque no me da la gana. Mira tú, que simplicidad tienen mis razones.
La discusión continuó un rato hasta que declaró, en el tono sacrosanto de quien lanza sus ideas y principios al aire, que ella también era feminista aunque vistiera de rosado. Que ella defendía los derechos de todas, a pesar de verse “cute” y muy femenina. Continúo tomando café, mirando mis jeans y mi camiseta. Es un jean inequívocamente femenino y una camiseta de corte delicado donde puede leerse una frase de Alejandra Pizarnik. Bueno, está bien. No es rosado, pero es femenino. O al menos yo lo veo así.
No sé que responder a la proclama. De manera que me callo, termino mi café y pienso “debo escribir sobre eso”. O cuando le comenté a un hombre con quien comenzaba a salir que me encantan nuestras divertidas conversaciones y me respondió: “Pero también te trato como mujer”. O la vez, en que alguien miró mi cámara fotográfica y me preguntó si no me parecía que ese era un trabajo de “machos”. Todas esas pequeñas muescas en el sistema, de ideas que se deslizan en lo cotidiano y que podría ignorar, pero no lo hago. Porque seamos claros: podría hacerlo. Podría simplemente sonreír y continuar mi camino. Analizar ideas mucho más profundas, evitar la irritación insoportable que me producen esas frases.
Pero no lo hago. Quizás soy obsesiva, malcriada y respondona. O quizás, no admito que me llamen “histérica” por responder como quiero y siempre que quiero en cualquier situación. Porque no quiero aceptar que se me menosprecie por el solo hecho de tener una vagina. Porque deseo que mi capacidad no esté en entredicho por el mero hecho de ser tener el cabello largo. Porque quiero maquillarme sin sentir que se me critica, como me rasuro las axilas cuando se me insiste, mis argumentos sólo tendrán valor de no hacerlo. Escribo para el futuro, para las mujeres que aún son niñas, para las mujeres que aún están avanzando, que se hacen preguntas. Escribo para analizarme, para analizar este mundo que heredamos de quienes transitaron despacio un difícil camino hacia el reconocimiento.
Pienso en eso con frecuencia. Me gusta pensar que las mujeres en la actualidad nos liberamos del “basurero de la historia” — como Fleming llama a ese olvido selectivo de lo femenino en la historia — y avanzamos hacia un protagonismo bien ganado con talento y trabajo. Me gusta soñarlo: lo hago a diario con mi trabajo. Me gusta pensar que alguna adolescente me leerá por allí y de pronto, se preguntará por qué está mal llevar la falda corta si lo prefiere y tener buenas ideas. O esa otra, que no aceptará que nadie le diga que debe callarse porque quiere hablar. O la que querrá no llevar maquillaje y se preguntará si está bien hacerlo. Escribo, creo y batallo desde mi pequeña tribuna y mi espacio, para ese gran cambio que creo todas las mujeres del mundo, en mayor o menor escala llevamos a cabo. Que avanzamos en la dirección de creer y construir una nueva versión sobre el mundo que hasta ahora hemos conocido.
O es lo que espero, en realidad.