Hace unos días en las redes leí el tweet de una venezolana asegurando que las mujeres de otro país (que prefiero no nombrar para no caer en conflictos innecesarios) nos tenían celos por ser hermosas, lo que generaba mucha xenofobia, además agregaba: “Y eso que para allá, no emigró el verdadero lomito”. Al ver ese comentario tan absurdo comencé a leer las repuestas de la gente para saber si había alguien que pensara como yo, pero las respuestas terminaron sorprendiéndome mucho más.
Por un lado las venezolanas que habían emigrado a ese país, se sentían sumamente ofendidas y aseguraban que ellas también eran lomito, y “…lomito del bueno…”. Por el otro, estaban las que emigraron a otros lugares y las que aun residen en Venezuela, que también aseguraban ser lomito; aquellas que no querían sonar antipáticas y deseaban acabar la discusión decían que todas las venezolanas, por el solo hecho de haber nacido en Venezuela eran “el mejor lomito del mundo”. También alcancé a leer las respuestas de mujeres de otras nacionalidades que afirmaban que el verdadero lomito eran ellas, porque no necesitaban tantas operaciones para ser hermosas.
Fue un tweet muy comentado por hombres y mujeres, pero entre tantas respuestas, no encontré ninguna en la que alguien pareciera darse cuenta del verdadero problema, el hecho de que entre mujeres nos autodenominemos trozo de carne para el consumo y que además lo hagamos con tanto orgullo que terminemos discutiendo por ello.
La cultura machista está tan arraigada en nuestra vida, la cosificación de la mujer es tan frecuente y tan “normal”, que ni siquiera nos damos cuenta de cuando la estamos respaldando, sobretodo en Venezuela donde ser hermosa (según los estereotipos estéticos impuestos) parece ser una obligación, obligación que termina afectando la salud física y mental de muchas mujeres día a día, quienes tratan de encajar a como dé lugar, con dietas, ejercicios e incontables y costosas cirugías.