Pablo Picasso no era una buena persona: según sus allegados, era grosero, díscolo, ególatra y violento. Dora Maar contó en más de una ocasión, que la necesidad de atención y amor del pintor resultaba “apabullante”. Marie-Thérèse Walter terminó destruida moral y espiritualmente luego de una larga relación con Picasso: tuvo que batallar con la presión de enfrentarse a la por entonces esposa del artista, la bailarina rusa Olga Khokhlova y además, con la ambivalencia de Picasso, que no sólo no se divorció de su mujer sino que sometió a Marie-Thérèse al escarnio público.
La llamada “niña Picasso” terminó hundida en la bebida y en 1977 se suicidó, luego de afirmar que su vida se había destruido por “un monstruo llamado Pablo”. Françoise Gilot, que fue amante desde los 21 años de Picasso, contó en una entrevista a The Sidney Morning Herald, la abrumadora y en ocasiones insoportable personalidad del pintor. “Pablo era una persona maravillosa para estar con él […] Pero también era muy cruel, sádico y despiadado con los demás y consigo mismo”.
Lewis Carroll también era una persona detestable: no sólo sentía una enfermiza predilección por las niñas pequeñas — a las que fotografiaba desnudas en posiciones eróticas — sino que además, era un hombre seco y rígido que provocaba antipatía inmediata. Según sus contemporáneos, el diácono de Oxford era un hombre “desagradable, que tenía mal olor y además malos modales”. Al final, su reputación le llevó a un desagradable encontronazo con varios de sus amigos más cercanos y a un ostracismo social que nunca pudo superar del todo, a pesar de la fama y reputación que sus libros le habían brindado. “Soy un paria sin nombre” llegó a escribir en sus diarios, quizás la única declaración personal en las largas páginas de sucesos cotidianos que componen la memoria del autor.
No obstante, tanto Picasso como Carroll, hicieron historia y son recordados por sus magníficos aportes al arte y la literatura. Lewis Carroll escribió uno de los libros para niños más queridos del género — además de crear todo un mundo inexplorado y lleno de posibilidades — y todavía, un buen número de estudiantes de un sin número de carreras científicas aprenden los rudimentos de las matemáticas puras y la lógica, gracias a sus libros.
Picasso logró crear toda una nueva manera de analizar al arte desde la desnaturalización de la figura humana. Su obra — monumental, diversa y sobre todo, capaz de transformar lo que hasta entonces era considerado hermoso en algo más profundo y diverso — sigue siendo el epítome de una irreversible transformación conceptual.
¿Es menos valiosa la obra de Picasso por su larga lista de relaciones románticas fallidas y violentas? ¿Pierde calidad la aproximación al surrealismo de Carroll por su escabrosa percepción sobre la lujuria? Pero vayamos más allá ¿El arte depende directamente del buen comportamiento de su autor para ser tomado en cuenta y sobre todo, celebrado como parte de algo más profundo y sentido?
No son preguntas sencillas de responder. Pensé en todo lo anterior, cuando leí sobre la muerte del director de cine Bernardo Bertolucci. Además de las habituales alabanzas a su trabajo y la enumeración de su larga lista de aportes al cine, la mayoría de los comentarios con los que tropiezo en las redes sociales, se refieren a sus confesiones sobre la forma en que maltrató a la actriz María Schneider durante la filmación de su ya icónica “El último Tango en París”.
Hace un par de años, el director confirmó en un documental que había “presionado y manipulado” a la por entonces jovencísima María, para lograr “una actuación creíble”. Envuelto en el esplendor del mito que le rodeaba, Bertolucci admitió en cámara que “Quería su reacción (de María Schneider) como una niña, no como una actriz”. Y contó sin prurito alguno, que necesitaba que “llorara y mostrara emociones verdaderas” por lo que la sometió a todo tipo de juegos mentales hasta lograr su propósito. Además, afirmó no “sentirse arrepentido” del maltrato que había sufrido la actriz. La afirmación despertó un largo y doloroso debate sobre el abuso de poder en Hollywood que de inmediato salpicó la extensa y hermosa obra del autor.
Al momento de conmemorar su memoria, la circunstancia al completo parece aún lo suficientemente cercana como para que se debata entre frases altisonantes, el valor de la obra de Bertolucci de cara a su comportamiento personal y sobre todo, a lo que parece una execrable personalidad. No obstante, cabe preguntarse ¿Invalida la calidad de la obra de cualquier artista el peso de sus errores, crímenes y sobre todo, la manera en que concibe su propia personalidad?
Por siglos, se ha insistido en que el talento es una forma de locura y probablemente sea cierto. También, que el comportamiento artístico suele carecer de los límites morales y éticos más frecuentes. Los padecimientos mentales, vicios, excesos parecen acentuar esa necesidad del hombre de expresar ideas complejas a través del arte. Jackson Pollock tenía una personalidad errática y autodestructiva. Thomas Wolfe era pendenciero y violento. Bukowski alcohólico. Rimbaud estaba obsesionado con el opio y desde luego, el conocido mito sobre su conducta desordenada y sexualmente ambigua le brinda una extraña profundidad a su obra inmortal. Y aunque no necesariamente se debe estar loco para crear — en contra de lo que parece ser una creencia popular — si parece ser requisito para la creación la absoluta abstracción, esa ruptura entre lo racional y cotidiano. La visión del mundo interpretado a través de la subversión de las ideas.
¿Es entonces la necesidad de creación una forma de trastorno mental? O quizás solo se trate, como sugería Graham Green (refiriéndose a la escritura) “de una forma de terapia; una necesidad definitiva de escape de la realidad”. Cual sea el caso, la creación parece encontrarse definitivamente relacionada con esa absoluta pérdida de control, de esa búsqueda de un lenguaje análogo al habitual, para construir ideas comprensibles. E incluso más allá, el arte como espejo de quienes somos y en el caso de la locura, de lo que nos separa por completo del mundo que nos rodea. Una grieta definitiva entre nuestra personalidad — o los elementos que la forma — y nuestra capacidad para comprender la realidad.
Los artistas tienen sobre todo, una gran necesidad de encontrar nuevos e íntimos medios como vías de comunicación. Y es esa necesidad de reconstruir los espacios y los que consideramos natural, lo que hace que el artista deba replantearse nuevos estratos de la realidad, una dimensión totalmente nueva de lo que puede ser su concepto sobre la realidad y la fantasía. Tal vez eso podría explicar por qué, el extraordinario pintor sueco Carl Hill que estaba confinado a sus habitaciones, arrojaba sus dibujos por las ventanas a la que pasaba. Un intento desesperado de comunicación y de encontrar una visión de si mismo fuera del parámetro de la normalidad.
La pregunta sobre qué tan válido es el legado artístico de cualquier autor de cara a su comportamiento personal, es mucho más válida en la actualidad, en medio de la discusión del caso de Harvey Weinstein y sus implicaciones sobre el cine y otras formas de arte. De pronto, el cuestionamiento sobre la conducta de un artista parece ser parte imprescindible de la forma en que se comprende su aporte, aunque ambas cosas no parezcan tener el mismo sentido ni tampoco, ser ideas paralelas entre sí.
Casos como el del artista Kevin Spacey — despedido de Netflix y execrado del mundillo hollywoodense luego de ser acusado por más de treinta víctimas de abusos sexuales — es el ejemplo más claro de esa nueva — y peligrosa — noción sobre lo artístico en contraposición a la vida personal de quien lo crea. Spacey — ganador de dos premios Oscar de la Academia — se convirtió en el símbolo de una reinterpretación de la conducta como medio de comprender el arte de forma matizada y tangencial. En una maniobra que pareció más relacionada con el Marketing que con la intención de prestar apoyo a las víctimas, Hollywood se apresuró a eliminar y sustituir a Spacey del metraje ya grabado de la película “Todo el dinero del mundo” de Ridley Scott y después, ocultar el caso en un silencio legal vergonzoso. Hasta la fecha, Spacey no ha sido requerido por instancia judicial alguna y todavía no hay una denuncia formal en su contra. Aún así, su comportamiento deplorable destruyó su carrera y lo más probable, que también haya devastado su posible legado artístico. La gran mayoría de sus películas, fueron retiradas de los catálogos de todo tipo de servicios de cable y streaming en el mundo y la mera mención de su nombre, se ha convertido en un debate sobre la idoneidad del arte y la conducta del artista.
¿Invalida el estilo de vida de un artista su obra? ¿La dignifica, destroza, le hace perder validez? Es un cuestionamiento que podría extenderse no sólo a las actuaciones delincuenciales, abusivas o violenta del artista, sino también al espectro contrario: ¿Hace el sufrimiento o la bondad de un artista mucho mejor su obra?. Después de todo, el arte siempre ha sido una manera de transcender más allá de sus limitaciones físicas, de la enfermedad o la vejez, lo que lleva aparejado que la obra refleje el esfuerzo del artista por luchar contra sus dolores, demonios espirituales o psiquiátricos e incluso, su propia historia.
Ya lo decía el escritor Anatole Broyard, al contar la experiencia que significó para él crear estando gravemente enfermo: “quería decirle a la gente cómo es una enfermedad grave, las ideas y fantasías sin precedentes con las que nos llena la cabeza, las inesperadas sensaciones de inquietud y las alteraciones que introduce en nuestro organismo. Para una persona gravemente enferma, hablar de otras conciencias es como la sangría que recomendaban los médicos para reducir la presión”. Y es probablemente por ese motivo, que los artistas de cualquier ámbito crean incluso al borde de la muerte, construyendo lo que será probablemente su última palabra a la humanidad. Una interpretación del arte como legado personal — más que cultural — y que intenta, crear incluso más allá de la muerte. ¿Hace este supremo esfuerzo una obra más valiosa? ¿O se trata de un espejismo relacionado con y la noción sobre el dolor como una forma de purificación de la obra artística?
Sin duda, se trata de un tema inquietante: La conducta — buena o mala – del artista no debería ser el parámetro a través de la cual, pudiera analizarse su obra. Pero aun así, es complicado analizar la obra sin asumir el comportamiento de quien la ejecuta. El argumento más común para sostener un planteamiento semejante, es que el arte se nutre directamente de la personalidad de su autor, por lo que la conducta es sólo una demostración — reflejo — de lo que sustenta la propuesta conceptual del artista, cualquiera sea su rama de expresión.
Un ejemplo del tema, podría ser el cómico estadounidense Louis C. K. — acusado de acoso y abuso sexual — cuyo material humorístico tiene un alto contenido de incorrección políticas, plagado de alusiones misóginas y machistas. ¿Se nutre la obra del humorista de su propio punto de vista? Sin duda es una idea debatible pero de ser aceptada y como una excusa para su censura, habría también que reflexionar sobre todas las ocasiones en que un artista ha tomado ventaja sobre quienes le rodean para crear.
Pablo Picasso utilizó y canibalizó a cada una de las mujeres con la que mantuvo relaciones románticas, lo mismo que Oskar Kokoschka. Caravaggio era conocido por su hábito a la bebida, las peleas en bares y también, su tendencia a pelear cuchillo en mano con los habituales contertulios de las tabernas que frecuentaba. Goya era siniestro e incluso se le acusó en más de una ocasión de violento y pendenciero. Pero aun así, su obra sigue siendo mucho más importante que su vida privada. ¿Cuál es la diferencia que en unos casos la diferencia sea tan clara o que en otros el debate trascienda la idea moral y se convierta en un supuesto absoluto?
En el texto «Good Art, Bad People» de Charles McGrath, el autor analiza el tema y además, asume la hipótesis que el arte no es una condición para la bondad ni tampoco una condición la bondad, una condición inalienable para expresarse artísticamente: “Las malas personas o, al menos, las personas que piensan y se comportan de una forma que consideramos abominable, hacen buen arte todo el tiempo”.
En el mismo artículo, McGrath analiza la persistente idea que todo artista de renombre — o cuya obra puede ser valorada como parte del legado histórico universal — deba calzar en cierto canon de comportamiento ejemplar, cuando muy pocas veces ocurre algo parecido. Como ejemplo, reflexiona sobre Wagner — antisemita reaccionario que según McGrath escribió en más de una ocasión que “los judíos eran, por definición, incapaces de arte” — o el caso de Ezra Pound, cuyas opiniones políticas rayaban con un incendiario fascismo. Siendo así, la pregunta se transforma en algo mucho más enrevesado ¿Hasta que punto el arte debe ser analizado a través de la vida de su autor?
Una vez y otra vez el fenómeno se repite a lo largo de la historia: Bernini — escultor favorito del Papa Urbano VIII — envió un sicario a que desfigurase el rostro de su mujer cuando descubrió que le había sido infiel con su hermano. Gustave Flaubert, en una carta desde Medio Oriente, no sólo deja muy claro que tiene la intención de encontrar “un joven amante de piel oscura al cual golpear a placer” sino que insiste en que buscaba “la ocasión de sodomizar a un muchacho y de solazarnos con sus tocamientos aún no se ha presentado, aunque andamos buscándola”. El autor de Madame Bovary sería por años perseguido por rumores sobre su conducta desordenada y violenta, sino también por su afición al opio. Aún así, su obra sigue siendo admirada y respetada por buena parte del mundo de la literatura actual.
McGrath insiste en su artículo que el arte condiciona la conducta hacia una forma de construir y elaborar una opinión válida sobre el mundo que atraviesa las pasiones y también los excesos de su autor “La creación de arte realmente bueno requiere un grado de concentración, compromiso, dedicación y preocupación, de egoísmo, en una palabra, que diferencia al artista y lo convierte no en un forajido, sino en una ley en sí mismo, los artistas tienden a vivir más para el arte que para los otros”. Se trata de un axioma que parece repetirse con tanta frecuencia como para que se reflexione sobre la vida y legado de artistas de todas las épocas desde cierta distancia intelectual que evita juzgar la idea del artista como elemento disonante de su propia obra.
No se trata de un fenómeno desconocido: La actriz Tippi Hendren, descubierta y encumbrada por el director Alfred Hitchcock, aseguró hace poco en su libro “Tippi: A Memoir” que el director abusó física y emocionalmente de ella, en lo que llamó un “intento por obtener su mejor actuación”. Posesivo y obsesionado, Hitchcock intentó controlar incluso la forma como la actriz se comportaba fuera del plató de filmación y hasta los detalles de su vida emocional. Aterrorizada y confusa, Hendren contó que luego que el cineasta intentara besarla y tocarla en una limusina, preguntó a conocidos y a amigos si debía denunciar su comportamiento, pero que de inmediato fue disuadida por otros actores y sus propias dudas sobre lo que estaba viviendo. Admite que el término “acoso sexual” no existía en Hollywood y sabía que la meca del cine apoyaría al director en caso de cualquier acusación. “¿quién era más valioso para el estudio, él o yo?” se pregunta Tippi en su libro, como un resumen a la actitud de Hollywood — y quizás de la cultura de la época — acerca de agresiones semejantes.
Aún así, la obra de Hitchcock sigue siendo considerada entre las mejores de la historia del cine y como si eso no fuera suficiente, epítome de una nueva visión estilística del cine. De la misma forma, Roman Polanski — acusado de violar a una niña de 13 años durante una sesión de fotografía — sigue siendo considerado un director imprescindible para comprender el cine moderno y de hecho, su obra cumbre ‘Chinatown’ se considera la mejor película dramática de la historia.
Otra de las víctimas de los excesos de diferentes directores contra las actrices amparándose bajo la “expresión artística” es actriz Shelley Duvall, que interpretó el papel de Wendy Torrance en la película “El Resplandor” de Stanley Kubrick. Conocido por su perfeccionismo y sobre todo, obsesión por los detalles, el director aterrorizó y maltrató psicológicamente a la actriz para obtener “la mejor actuación de su vida”. Kubrick insultó a la actriz, la sometió a una insoportable violencia emocional y finalmente, a extenuantes jornadas de filmación donde le recordaba “que debía obedecer a pesar del miedo”. La actriz apenas soportó el asedio y una vez culminado el rodaje, ingresó en un centro psiquiátrico. Nunca se recuperaría del todo de la terrorífica experiencia que vivió durante la filmación de la película: Duvall desapareció paulatinamente del escenario cinematográfico y durante las últimas dos décadas entró y salió de centros de salud mental debido a su precario equilibrio psiquiátrico.
Entre una cosa y otra, la concepción sobre lo moral en el arte aún parece sometido a todo tipo de presiones invisibles. Y sin duda, continuará estándolo en la medida que nuestra cultura endilgue un valor ético a la expresión artística. Un dilema interminable que parece sostenido — a medias — por cierto pragmatismo conceptual