Esta historia comienza así: Un amigo me envía por correo electrónico un «inspiradísimo» texto, donde según me comenta, se celebra a la «mujer real». Te va a gustar, insiste. Es una de esas visiones «realistas» sobre la mujer, añade. Entusiasmada, comienzo a leer y encuentro que lo que me envió es algo así como el manual de instrucciones del tipo de mujer de la que todo hombre debe enamorarse. ¡Ah… qué bonito! Pienso con cierta cautela, mientras leo las palabras del autor, que con tintes poéticos comienza a enumerar cosas como: «Enamórate de una mujer que no mate hormiguitas sólo porque puede, enamórate de la que agarra la hormiguita en la uña y la devuelve a su filita. Eso significa que es buena y capaz de apiadarse de los que no tienen las mismas herramientas que ella».
Bueno, me digo un poco incómoda. Un punto menos para para mí: no sólo no las rescato con la uñita sino que además las pisoteo, les echo insecticida, y por si eso fuera poco, cuando era niña, las amenazaba con una lupa gigantesca y luz solar. ¿Soy demoníaca? me pregunto tomándome un sorbo de café. ¿Soy del tipo de mujer que hay que tener cuidado si te la tropiezas? ¿Estoy loca por tener un lado no-tan-amable y disfrutarlo? ¿Soy la mujer temible, la que preocupa a los padres solo por matar hormiguitas? ¿Qué tan lejos me encuentro de ese estereotipo de lo extraordinario que se le achaca a la mujer? ¿Esa imagen estática, sin fisuras que la condena —sí, esa es la palabra que quiero usar— a la abnegación y eterna amabilidad? Se me escapa una risita incómoda. Estoy exagerando, es eso. Siempre mi imaginación se desboca a la mejor provocación. Bueno, veamos que más dice esto.
Tomo una bocanada de aire para continuar leyendo: «Enamórate de una mujer que sepa cocinar, que le guste lavar platos o que tenga real como para comprar un lavaplatos. Trust me on this one». ¿Y qué ocurre como la que como yo no tiene remota idea de lo que se hace en la cocina? ¿O que simplemente no quieren hacerlo? Recuerdo en una imagen casi cinematográfica, las quince veces —sí, quince— que durante el año he quemado ollas y sartenes intentando cocinar algo medianamente comestible. También recuerdo la pila de platos sucios que justamente está en la cocina ahora mismo —y lo va a estar un rato más— y me pregunto por qué motivo eso puede hacerme que me quieran menos. El motivo por el cual mi habilidad —o responsabilidad— sobre el cuidado de la cocina representa alguna visión sobre lo deseable que puedo o no ser.
Pero vayamos más allá de esa evidente broma: ¿Alguna vez se le exige a un hombre que sepa cocinar? ¿Que quiera lavar platos? Está bien, hagámoslo menos «feminista» —ajá, ya sé lo que está pensando algún lector—, hagámoslo real. ¿Por qué esperar enamorarnos de alguien que pueda satisfacer exigencias? ¿Por qué exigir características a esa emoción tan abstracta, personal y carente de sentido como lo es el amor? ¿Por qué es necesario que el amor tenga algo que complacer? ¿No puede ser el amor libre, un juego de dos, un experimento destinado a triunfar, una manera de comprenderte a través de las diferencias? ¿Por qué debes enamorarte de alguien que te complazca? ¿No es como muy sencillo eso? ¿No es muy fácil amar al que te lo hace sencillo? ¿Al hombre que siempre sonríe? ¿A la mujer que no te contradice? ¿Al hombre que es muy parecido al estereotipo del «príncipe azul» que te enseñaron a creer que existía? ¿La mujer que te dice que sí porque tiene miedo de perderte? ¿Cuánto tarda la realidad en escapar por las rendijas? ¿Por cuánto tiempo puedes fingir siempre decir que sí cuando quieres decir que no? ¿Por cuánto tiempo necesitarás lavar platos para que te sigan queriendo? ¿Y cuándo no quieras hacerlo? ¿Cuándo te provoque simplemente flojear, en pijama y café en mano, mirando hacia otro lado el orden, las buenas costumbres? ¿El amor no sobrevive a las sobras del almuerzo? ¿El amor no sobrevive a las grietas pequeñitas de la realidad?
En una ocasión, uno de mis ex me acusó de distraída. De mirar hacia otra parte en todas las ocasiones especiales, de no responder llamadas telefónicas de inmediato. De estar obsesionada con libros, cámara y cuadernos cuando debería «estarlo con la vida». Me lo dijo en un tono condescendiente y en apariencia cariñoso que por esas cosas por completo inexplicables de mi carácter, me enfureció aún más. Lo escuché durante largos minutos, olvidando por momentos el sonido de su voz y mirando sus labios moverse, articular las frases como una seguidilla de movimientos. ¿Somos conscientes del hecho que la otra persona es una complejidad inabarcable?m e pregunté en silencio, doblando una servilleta de papel sobre la mesa del lugar donde nos encontrábamos. Un misterio incompleto que jamás se revela. Una mirada hacia una percepción en ocasiones decepcionante sobre ese romanticismo a medias que nadie puede definir. Un doblez en la servilleta, recordé todas las ocasiones en que había dicho sí para complacerle. Otro doblez: las sonrisas fingidas, el aceptar que «quizás no es tan malo». Otro doblez: esa sensación de «esforzarte demasiado», la crítica dolorosa. Miré el mínimo cuadrado de papel que sostenía en la palma de la mano con el extraño pensamiento de verme reflejada en sus pequeñas rupturas.
—Creo que esto está funcionando mal —dije entonces. Y fue como si siempre lo hubiese sabido. Qué liberador resultó —o quizás nunca funcionó.
La manera como uno recuerdas las cosas, ¿no? Pero sigamos leyendo. A estas alturas, me he tomado tres tazas de café y estoy muy exaltada, casi de mal humor. Ah, seguramente ya no me merezco el amor del esforzado autor del artículo, que insiste: «Enamórate de una mujer que hable bastante, para que tú no tengas que hacerlo. La parte fácil es tuya: asiente y sonríe como si tuvieras idea de lo que está hablando». Algo así como «enamórate de alguien que no te interese cómo piensa, ni sus opiniones. Tu mueve la cabeza y mira sus tetas». ¿Exagero verdad? Claro, seguramente es eso. Y además exagero en esperar enamorarme —y que se enamore de mí— alguien que le guste escucharme, que se ría de mis chistes —malos— o no se tome a mal cuando me quedo callada, mirando fijamente a mi interlocutor, solo por gusto.
Hablo que según esta cuidadosa lista, quien se debe enamorar de mí, debe ignorar que me gusta pensar y todo tipo de cuestiones complejas, que hablar para mí es un instrumento de valiosa comunicación, que me gusta escuchar, que disfruto haciéndolo. Que amo debatir sobre política, ciencia, literatura, historia, cultura pop. Que paso buena parte de mi vida debatiendo sobre multiversos, astrofísica, libros en lectura o en tránsito de hacerlo. Que me gusta interrumpir, que las discusiones entre risas y con voz muy alta son mis favoritas. Que el amor nace de esas largas tardes de complicidad, de los secretos que se dicen por accidente, de las contradicciones, de las anécdotas de la niñez, de las lágrimas que empapan las palabras, de los temores que se esconden a veces en ellas. Ese es el amor de las largas conversaciones, de las que se cortan con besos, de las que culminan en orgasmos. No el amor del sígueme-la-corriente. No el amor del te-digo-que-si-porque-no-me-interesas-tanto-para-decirte-que-no.
Ya estoy estoy francamente disgustada. Pero sigo leyendo. Mira que soy terca, pienso comiéndome las uñas de furia, insistiendo en terminar aquel texto pendejo sólo por entender esa visión facilista, necia y agrietada sobre el amor, la mujer, las relaciones y el tiempo que las crea. Pero tengo que leer dos veces cada párrafo: estoy pensando en la realidad, en las veces que me he enamorado. De mi primer amor, que era músico y peludo y que le encantaba leer mis cuentos de terror. A cambio yo le escuchaba tocar su guitarra eléctrica y en mis enfurecidos dieciséis, me sentía enloquecer de amor. Una conversación de pasiones. O de aquel rebelde con causa del que me enamoré en la universidad: era socialista y yo algo así como descreída y teníamos demenciales discusiones que terminaban en besos y jadeos. Los amores fugaces, los atormentados, los extravagantes, los discretos. El amor ha sido generoso conmigo: siempre he sido muy querida y a cambio, yo he querido mucho también. Y me han querido con mi afición a matar hormigas, mis platos sucios, mis largos silencios o mis crisis parlanchinas. Y yo he querido a pesar de las discusiones, de las rarezas, de las locuras. Porque el amor es eso: una especie de comunión sin sentido, una especie de creación de pura y profunda fe.
Pero sigo leyendo, esto lo tengo que terminar, pienso furiosa. Lo hago, con el último sorbo de la cuarta taza de café y repitiendo en voz alta la frase que cierra aquella lista de caprichos, esa extraña visión de la mujer que complace y el hombre que recibe y nada más: «Enamórate de una mujer que ame y deje amar. Que sea y deje ser. Enamórate de mí o de alguien como yo, para que no me duela tanto». Ah, una idea lógica, pienso con una sonrisa casi maligna, de esa que esbozo cuando mato a las hormigas o no lavo los platos. ¿Quieren que se enamoren de ti, ilustre desconocido? ¿Quieres a alguien que te ame siendo y dejándote ser? Te comprendo, claro. Es el sueño de todo el que aspira a ser querido. De manera que te daré un consejo, que nadie me ha pedido: Si quieres que alguien se enamore de ti, empieza por romper esta lista. Así de sencillo es. Toma tus aspiraciones, tus exigencias, tus delirios y tu visión limitada de la mujer y comienza a mirar a la que ríe a carcajadas, a la callada, a la que tropieza, a la que es terrible ama de casa, a la confusa, a la que no es abnegada, a la que le gusta gritar, a la que no quiere escuchar. La libre, la furiosa, la inspirada, la que dice groserías, la que vive intensamente.
En suma, enamórate, ahora sí, de una mujer de verdad.