A la mujer solitaria — que es el antecedente inmediato a la figura femenina independiente de la primera mitad del siglo XVIII — no le ha ido bien en la historia de la literatura, sobre todo, porque ha tenido que enfrentarse a la percepción que su libertad de pensamiento como una forma de maldición.
De hecho, la Ophelia de Shakespeare (con toda su profunda carga metafórica sobre la pérdida de la razón y las líneas que le unen al miedo) es el primer personaje al que al autor relaciona con la palabra “soledad”. Ophelia está sola no sólo por el hecho de su locura — que podría ser interpretativa — sino también, aislada en medio de un mar de tormentos que la sostienen en mitad de una dolorosa búsqueda de significado. El desarraigo de Ophelia es también una condena que se sostiene sobre la imposibilidad del amor y termina por aplastarle en mitad de una sucesión de desgracias invisibles. La soledad de pronto, es su única puerta abierta, la posibilidad de escape. Ophelia está sola porque nadie puede comprenderla, porque los hilos que le unen a su vida y a la de Hamlet son tan frágiles como apenas sostener su cordura.
Para la investigadora Amelia Worsley, experta en la interpretación de los personajes de la época isabelina, el fenómeno es claro, sobre todo en el hecho que Ophelia es la contraparte /reverso oscuro de Hamlet, quien es el foco de interés, atención y de la acción en la obra. La soledad de Ophelia, está directamente relacionada con su capacidad para argumentar, con la potencia de sus sentimientos pero sobre todo, con el hecho que no parece encajar en ninguna parte y sostenerse bajo ningún medio.
Ophelia flota en medio de las intrigas palaciegas, la violenta posibilidad del miedo y también, de Hamlet alrededor de quien gravita en medio de la desesperanza. “Hamlet habla en voz alta, convoca audiencias, discute y sostiene su existencia en la visibilidad” comentó la autora en un análisis reciente, pero en su lugar Ophelia se encuentra “al margen, en el claustro de su poder mental y emocional”.
Sin duda, resulta desconcertante la manera en que Ophelia encarna toda la sucesión de mujeres literarias que han debido sostener de una manera u otra la carga de su personalidad. No sólo se trata de la connotación de la soledad de Ophelia — contra la cual intenta luchar incluso en sus momentos más desesperados — sino por la percepción de la forma en la trama asume que se trata de una cualidad solitaria en contraste directo con Hamlet, que batalla contra el sufrimiento pero a viva voz y de manera muy física. Uno y otro son espejos de la concepción de la mujer y el hombre literario, incluso en medio de una connotación dolorosa sobre la búsqueda de la identidad perdida en la oscuridad de la razón.
Existe Ophelia en la medida que puede encarnar las sombras del miedo. Existe Ophelia en la posibilidad de ser y construirse como una mujer capaz de experimentar un espectro amplio y violento de emociones. Mientras Hamlet se refugia en su dignidad y búsqueda de respuestas a las grandes preguntas que le agobian, su reverso oscuro se sostiene en el silencio.
Por supuesto, el caso de Ophelia es único porque en cierta manera, aglutina la percepción sobre la soledad de una forma por completo nueva. Para entender su trascendencia, quizás habría que ahondar en el contexto que le rodea y sobre todo, en la manera en que analiza y construye una versión sobre la realidad que sometía a las mujeres en la época en que su autor William Shakespeare, elaboró el primer gran retrato de la mujer mentalmente independiente. Una concepción sobre la soledad y la cualidad solitaria que muestra a lo femenino — hasta entonces supeditado a lo masculino — de una forma por completo distinta.
En la Inglaterra Isabelina, la mujer tenía escasísimos derechos legales, culturales y sociales, la mayoría relacionados con el hombre a su lado: desde su capacidad para heredar hasta la percepción de su mera existencia — una mujer no “existía” hasta que no era presentada ante la ley por su padre, hermano o esposo — la concepción sobre lo femenino de la época era una combinación de restricciones de todo tipo, que convertían a la mujer en una rehén de su género.
A la distancia, las condiciones no eran distintas a las de otros tantos países de Europa y por supuesto, el hecho de tener una Reina — además soltera — detentando el poder, podía considerarse una forma de beneficio para las mujeres de la época. Pero en realidad, la cultura inglesa tenía por objetivo la preservación del poder y la identidad: era una época levantística, envuelta en todo tipo de enfrentamientos interinos y en la que se dependía por completo de la sucesión dinástica para salvaguardar derechos de sangre. De modo que la mujer cumplía un involuntario papel protagónico, que se resguardaba bajo todo tipo de deberes y obligaciones.
La mujer Isabelina dependía de su padre o esposo para todos los aspectos de su vida y también, para enfrentarse a las restricciones legales que se aseguraban jamás pudiera tomar una decisión sin la anuencia masculina. Atada a una condición secundaria e infantil desde su nacimiento a la muerte, la mujer inglesa de la época de Shakespeare se encontraba a menudo encerrada en el hogar paterno o marital, sin posibilidad de escapar y mucho menos, de acceder a una identidad propia.
La palabra “soledad”, solía aplicarse a la mujer, cualquiera fuera su extracción social, papel en la sociedad o la riqueza de la familia. La mujer en la Inglaterra de Isabel I no sólo estaba sola, sino también, no podía aspirar a la comunión de su existencia con la vida que se desarrollaba más allá de los límites que la necesidad o la idealización masculina imponía. La soledad (tanto en el vocabulario como en la percepción cultural) era una forma de definir a lo femenino, un atributo más o menos abstracto que se sostenía sobre una búsqueda incesante de un lugar social, que nunca llegaba a definirse del todo. La mujer británica debía sostener con su presencia, trabajo y sobre todo, su capacidad física para concebir al hogar, pero a la vez, debía ser lo suficientemente discreta para no resaltar. Debía encontrarse “sola” y a la vez, consumida por los deberes que debía cumplir para ser considerada — al menos en parte — un miembro legítimo de la sociedad.
No obstante, a medida que el gobierno de Isabel I se afianzó en poder y en especial logró algunas reformas de importancia relativa sobre las sucesiones dinásticas, la palabra “soledad” también se transformó bajo el imperativo de ser construida para una connotación de aislamiento en estado puro. Ya no se trataba que la mujer estuviera “sola” (o en soledad) sino que, debido a sus decisiones y comportamiento, pudiera encontrarse en una posición vulnerable lejos de lo socialmente aceptable. De pronto, las madres solteras, las casadas repudiadas, las viudas empobrecidas, encarnaban la palabra “soledad” como una forma de recordar que fuera del círculo de lo cultural como hecho único, había una región inhóspita de la que no se regresaba. Pero además, también comenzó a usarse la palabra “solitaria” para definir a quienes se encontraban “aislados” por su pensamiento, por su incapacidad para aceptar normas y al final, para aferrarse a la idea más amplia de una cultura homogénea.
Para cuando Shakespeare escribió Hamlet, la idea de la soledad era ambigua, además de extrañamente vinculada con tipo de carácter tempestuoso y apasionado, difícil de definir de inmediato. Los solitarios ya no sólo eran mujeres, sino también, cualquiera que tuviera que batallar contra las normas sociales — cada vez más rígidas — para existir, sobrevivir o prosperar. Los solitarios se volvieron una larga sucesión de artistas sin clase, de apóstatas y rebeldes, que además estaban profundamente vinculados a la condición de marginados y al ostracismo social.
¿Quieres eran los solitarios de la época Shakespeariana?
Sin duda, ya no eran sólo mujeres, sino también, la herencia directa de los personajes solitarios que formaban parte de las leyendas orales y los romances que recorrían el continente de punta a punta en manos de trovadores. De modo que la mujer solitaria se convirtió en una lenta transición, en la figura de todos los que no acataban reglas y normas, los que luchaban contra los deberes sociales y al final, sostenían una concepción sobre la verdad distintas a la imposición cultural. De hecho, Christopher Marlowe (al que curiosamente se le atribuye la autoría de buena parte de las obras de Shakespeare) llegó a escribir que “La soledad es el máximo tributo a una mente libre, a una búsqueda del camino propio, sin el peso de la corona y la religión sobre los hombros”.
De modo que la soledad se volvió para el idioma inglés, un sinónimo de lucha personalísima en contra de todo lo que imponía un poder omnipresente y una religión cuyo único objetivo, era apuntalarlo. Para lo escritores y poetas de entonces, la soledad era una liberación, de misma forma que ya la había sido para buena cantidad de artistas en siglos anteriores. La “soledad” inglesa, parecía vinculada directamente la griega, cuyos grandes pensadores asumían que el aislamiento y el desarraigo eran fenómenos inevitables a los grandes descubrimientos intelectuales. Más adelante, la noción sobre “la solitaria creación artística” (acuñado en algún punto de 1478 en España), narraba la necesidad del “que crea y vive para crear”.
Al final, la noción del poder intelectual y espiritual, relacionado con el aislamiento espiritual y físico, se sostuvo sobre la convicción que en el silencio habitaba cierta sustancia “poderosa, capaz de crear belleza” como escribió Fra Angélico para hablar sobre el recogimiento moral como requisito imprescindible para la noción creativa.
No es casual que Shakespeare tomara la decisión que su Ophelia fuera un personaje solitario. Que a la vez, encarnara la soledad desesperada bajo la sombra de una pasión que le sacudía y le sofocaba. El escritor agregó al personaje no sólo nuevas connotaciones sino que además, sostuvo un discurso novedoso sobre el hecho de la mujer solitaria emparentado con el antiguo concepto de la soledad intelectual.
Como elemento primordial, Ophelia está sola porque es incapaz de expresar todo lo que guarda, lleva y sostiene en su interior, pero a la vez, debe lidiar con la concepción de “lo solitario” que le adjudica su mente inquieta, su necesidad de ser comprendida. Shakespeare muestra a Ophelia — escindida por el poder de su mente , envuelta en un manto iniciático de sufrimiento insoportable — como una línea que sostiene y construye algo más elaborado y profundo. Una mirada sustanciosa sobre los silencios — y su significado — que al final sostiene al personaje más allá de sus palabras.
Al final Ophelia muere y su silencio se extiende en todas direcciones, la hace desaparecer no sólo de escena sino que muestra un espacio destruido en medio de los terrores que sufrió a solas.