El sexo es un tema cargado de tabúes, fronteras culturales que limitan su abordaje más saludable –desde el punto de vista práctico, que incluye múltiples beneficios para la vida saludable más allá de la reproducción biológica—y, por añadidura, también limitan los alcances, en términos de socialización general, de su popularización, desde el punto de vista educativo, filosófico, antropológico, psicológico, político institucional, socio económico, etcétera. Digo popularización, porque, aunque la ciencia seguirá produciendo aportes, creo que hoy sabemos lo suficiente para cambiar nuestros modelos de comportamiento y nuestros paradigmas educativos y de socialización temprana en torno al sexo, para facilitar su abordaje más sistemático y abierto adaptando entrenamientos para cada edad, por la cantidad de ventajas que produce una sociedad que promueve el que toda su gente viva su sexualidad de manera más consciente, responsable y desprejuiciada.
El problema es que nos dominan nuestros temores en torno al asunto y el sexo sigue siendo un tema de difícil manejo social. A veces me pregunto, ¿el sexo es íntimo por los tabúes o los tabúes son la respuesta a su carácter naturalmente íntimo? ¿Por qué nos escondemos para tener sexo? ¿En qué parte de nuestra evolución biológica nos distinguimos de nuestros parientes y comenzamos a buscar “privacidad” para copular?
El sexo que hemos aprendido, históricamente, está cargado de matices violentos y creo que, por principio, esa violencia nos coloca habitualmente a los varones en rol de victimarios y a ellas en rol de víctimas (ver en este mismo blog “El violador soy yo”). Tengo dudas de que, a la mayoría de nosotros, me refiero a niños varones, nos resulte distinguible qué parte de esa violencia es fruto de cuál limitación física o cultural para acceder al mismo placer de otro modo, es decir, creo que nos educamos creyendo que es natural esa violencia. Quizá este argumento aplique a casi todas las violencias, –en mi infancia jugar y pelear solían estar relacionados– pero creo que es especialmente así en el sexo.
No soy un experto en conductas sexuales y lo que he leído viene de la simple curiosidad general, en sentido enciclopédico, pero lo que he vivido y observado es que los seres humanos buscamos el acceso al placer sexual compartido –seguramente luego de escaramuzas de auto alivio—sin grandes herramientas conversacionales involucradas, en una edad que varía según la época, el lugar, la cultura, pero que, generalizando, es próxima a la adolescencia y, por ello, casi ninguna habilidad social ha sido bien entrenada. Con la explosión hormonal y si le añadimos la carga típica de ansiedad por múltiples cambios y retos de esa edad, buscamos que, desde el simple acceso visual al objeto de deseo –desde mi experiencia, lo visual impactando más a nosotros que a ellas–, hasta la aproximación copulativa más avanzada, los interludios se acorten y poder así disfrutar cuanto antes del sexo, sin considerar siempre, razonablemente, todas las implicaciones, en términos de riesgos, dentro de ese tránsito.
Además, el erotismo, el juego de aproximación sexual y sus estímulos sensoriales diversos, está lleno de matices de guerra y conquista en el imaginario masculino. La idea de violación no solo forma parte posible de ese juego-conquista, sino que forma parte de la cultura socializadora en torno a esa aproximación, es decir, nuestra adolescencia está llena de juegos verbales y físico-verbales, en los que los varones somos impulsados a esa conquista, porque anticipar ese comportamiento es señal de ser hombre, de ser aceptado como guerrero en la tribu. Esta narrativa incluye la erección y la potencia sexual como sinónimo de potencia general en la vida y la penetración que podemos lograr con ella en áreas internas de la pareja implica una energía invasiva cargada de matices violentos.
La conquista no es, además, solo un proceso cargado de violencia hacia lo conquistado, es violenta también porque a esa edad nos inducen mucha competitividad –quizá, siendo primates sociales con el sistema de competencia por el liderazgo del macho alfa, cuyos privilegios principales consisten en acceder prioritariamente a las hembras ha sustentado la base posterior de nuestro desenvolvimiento social– y, vemos a nuestro alrededor a otros machos hambrientos, dispuestos a arrebatarnos nuestros objetos de deseo.
Como en toda conquista, “lo conquistado” se vuelve objeto, se subestima en su complejidad, se trivializa en su comportamiento, se simplifica en sus aportes (simples tesoros que serán poseídos y consumidos), al tiempo que se sobreestima en su capacidad para proveernos lo que buscábamos, generando potencial frustración luego. Me resultó sorprendente y relajante al mismo tiempo descubrir, en mi niñez, conversaciones de mujeres adultas en las que parecían describir su propia aproximación guiada por el deseo. Eso me sorprendió, hasta ese momento pensé que ellas solo esperaban y, quizá, decidían elegir a un ganador en los combates.
Me sorprendió notar que nuestro cerebro podría disociar amor y sexo. Recuerdo en mi adolescencia a un amigo que se llevaba muy bien con una amiga común –éramos un grupo como de 15 personas que salíamos juntos y es completamente común que salgan parejas de estos grupos, creo— y un día se lo dije: “ella es excelente conversadora, te hace reír, te acepta como eres, te cuida…” Al decírselo él reaccionó con un poco de violencia, porque no entendía cómo yo imaginaba que él podría enamorarse de una chica que no reunía el estándar de atractivos sexuales que, aparentemente, él buscaba, él no la deseaba. De hecho, las cosas que le dije “hablar”, “aceptarte tal cual eres”, “cuidados” no las relacionaba con pareja. Lo entendí. El sexo no era para relacionarnos y conocer más a alguien cuando éramos adolescentes, no era para profundizar en nuestros afectos, nos relacionábamos para el sexo. Un sexo simple, burdo, idealizado, deportivo.
No pinta bien como inicio de una relación saludable, aún sin considerar que pretenda ser duradera. Creo que me salvó la lectura. En las novelas comprendí que los hombres sufríamos por los afectos tanto o más que ellas. Recuerdo haberme enamorado de la primera mujer con la que tuve sexo, aún antes de tener una relación más razonable para entenderme enamorado. Recuerdo la fascinación que me produjo esa mezcla, por comprender que con el sexo venía, además, una persona con la que podía hablar y disfrutar más allá del sexo. Al hablar de eso supe que muchos amigos y amigas accedían a sexo sin relación, a veces casi sin interacción social alguna, incluso sin saber el nombre de la persona.
Quizá no todos los mensajes que recibíamos sobre estas batallas, desde nuestro entorno, eran de impulso. Había muchos mensajes de rechazo, pero no por violencia, sino por riesgos vinculados a elegir mal la relación ¿Cómo elegir sin probar? Nuestros mayores, familiares, profesores, personas que actúan como guías, no nos invitaban a buscar ese contacto sexual y a hacerlo de otra forma, entrenándonos para esas otras formas. Nos decían más bien “ten cuidado, muchas cosas pueden salir mal”. Además, la carga machista era obvia, a las chicas era habitual que les dijeran que lo evitaran. Eso también refuerza la idea de que uno se aproxima a una batalla de conquista y peligros.
Al madurar, los que hemos tenido el privilegio de hacerlo, aprendemos, entre otras cosas, a tener sexo. No es un tema de conversación común, pero tampoco es tan extraño reconocer que, con el tiempo, el sexo se puede practicar mejor, se disfruta más, esto es con menos ansiedad, mayor probabilidad de aceptarte a ti mismo según eres, de extender los juegos y procurar espacios de satisfacción compartidos, de acumular placeres previos a los orgasmos –quizá, todo esto, sin considerar el modelo de pareja, porque veo ventajas en la relación estable, pero creo que podría generalizarse el argumento a otras prácticas y culturas de pareja.
Pero el costo de esa base socio educativa violenta es enorme y perdura. Muchas personas maduran sin haber logrado entrenar un comportamiento sexual menos agresivo. Algunos (los que se constituyen como violadores sistemáticos, hayan sido identificados por la justicia o no) solo obtienen placer si hay resistencia y violencia en la aproximación y la cópula. Otros siguen repitiendo patrones de aproximación violenta a la mujer como objeto, aunque le hayan concedido un espacio de relación estable que invitaría a conversar más sobre lo que nos gusta y lo que no, es como si no pudiesen aprender una forma de socializar si no es bajo el rol de conquistadores. Aunque sé menos del asunto, probablemente haya mujeres que, del mismo modo, les cuesta tener una relación sexual satisfactoria sin alguna dosis de violencia.
La extensión del acceso al porno y su evolución más gráfica y estructurada en torno a nuestras filias y fobias, desprovisto casi de preludios y erotismo, con importantes cargas de cosificación y violencia, contamina aún más el panorama de acceso de nuestros adolescentes al contacto sexual primario, desorienta su imaginación conversacional y fortalece la idea de mujer-objeto.
El feminismo busca socializar cuanto antes cambios sociales que, sin su presión política, durarían siglos y, aún con ese tiempo, no sabemos si llegarían. Por lo tanto, se ve en la tesitura de proponer nuevos códigos de comportamiento que, a algunas personas, les hace mucho ruido. Por ejemplo, en tiempos de dictadura del mérito y la productividad, la noción de “cuotas” de poder y representación paritaria en los núcleos de decisión y conocimiento de las empresas, organizaciones gremiales, centros de investigación y funcionariado estatal en todas sus instituciones, es criticada porque supone que algunas mujeres, no necesariamente las mejores para ello, accedan a cargos que podrían ocupar hombres mejor preparados. Pero son cientos de años de mujeres sin acceso a la educación y a la decisión de alto nivel, cientos de años de hombres alcohólicos, pedófilos, violentos, manipuladores y mentirosos accediendo sin contraste con ellas a los puestos de poder. Asumir como único criterio la meritocracia para llenar las vacantes de poder hoy, pospone áreas completas de paridad y sus beneficios para toda la sociedad, no tiene sentido que no rompamos bruscamente una desigualdad tan dañina.
Una de las transiciones que intenta provocar el feminismo, pasa por reducir la violencia vinculada al sexo, quizá una de las fuentes más generalizadas de temor y sufrimiento en la humanidad y, además, clara y distinguidamente sobrecargada en mujeres y niñas. Uno de los avances propuestos supone dos medidas primarias: posponer la edad razonable para el consentimiento, esté o no manifestado expresamente, lo que vuelve delito un acto sexual de una persona adulta con una persona menor de edad más allá de su expresión de consentimiento y, la segunda medida, considerar el consentimiento explícito entre personas adultas como única vía de acceso a la relación sexual legal. Hablaremos de ello en la segunda parte de este artículo.