Hace unos años, la conocida actriz Evan Rachel Wood, relató ante el Congreso de Estados Unidos que había sido violada. Lo hizo en consideración a todas las víctimas sin rostro que temen denunciar y sobre todo, a las mujeres que aún sufren el estigma culpabilizador de la violación, un fenómeno que con mucha frecuencia reabre heridas mentales y emocionales en las mujeres que sufrieron abuso sexual.
Recuerdo que cuando leí la noticia me asombró el temple de Wood, pero también, su fragilidad. Como si el peso de su secreto —tenía treinta y un años cuando admitió públicamente lo que le había ocurrido una década atrás— fuera insoportable, pero sobre todo, devastador. En la fotografía que acompaña la nota, la actriz miraba de frente a la cámara, los ojos azules tristes y cansados, la boca apretada en un rictus de tensión profunda. Las mejillas pálidas. Una mujer asustada, pensé. Llena de coraje, pero aún muy herida.
—¿Por qué esperó tanto para denunciar? —comentó un amigo en esa oportunidad— nunca entenderé por qué no correr a la policía apenas sufres algo semejante. ¿Qué ganas soportando algo así años tras año?
Suspiró, miró la revista que yo sostenía entre las manos. Y después, dijo una frase que resumió la interpretación que nuestra cultura suele brindarle a un acto violento como una violación: la incredulidad.
—Si es que fue verdad, claro —añadió— si no es que todo lo dice por fama y reconocimiento.
Me quedé en silencio. Sentí las mejillas calientes por la furia y tuve que apretar los labios, para evitar estallar en recriminaciones y gritos. Pero en lugar de eso, recordé al primer testimonio de violación que escuché, cuando comencé a dedicar tiempo y esfuerzo al activismo feminista. Tenía unos 22 años y la mujer sentada frente al escritorio en que me encontraba, quizás me triplicaba la edad. No lloraba, tampoco parecía herida. Solo tenía una apariencia profundamente triste, aturdida. Como si algo muy profundo en su interior estuviera roto, sin posibilidades de ser reparado.
—Pensé que eso pasaba entre todas las parejas —dijo la mujer— pensé que era normal que… tuviera dolor, tanto miedo. Pensé que era… normal que quisiera que todo acabara rápido.
Estaba casada con un hombre violento que por más doce años abusó sexualmente de ella bajo la excusa del deber conyugal. Escuchar el relato me llevó paciencia y sobre todo, una convicción profunda que esa mujer desconocida —jamás me dijo su nombre, jamás volvió al pequeño local de la organización en que trabajaba— deseaba ser escuchada. Porque se trataba de eso, sin duda. Hablaba en tono desapasionado, lento. Me dio detalles de las brutales palizas, del sexo no consensuado, a menudo precedido de gritos y bofetadas. Me habló del aislamiento, del miedo, de la sensación de culpabilidad.
Al final, había reunido el valor para huir. Pero la decisión le había costado una última lluvia de golpes y una cicatriz que le atravesaba el brazo derecho desde el hombro hasta el nacimiento del pecho. Cuando me la mostró, acarició con la yema de los dedos la carne retorcida y amoratada, un verdugón que no tenía aspecto de haber curado de la manera debida. Después me miró.
—Estas cosas, uno se las lleva dentro para siempre. Una cosa así, no te mata de inmediato sino todos los días. Peor cuando no te creen, peor cuando te lo buscaste. Peor cuando nadie te cree. Peor cuando tienes que entender que nadie le importa lo que viviste.
No supe qué responder y tuve la impresión que ella no esperaba que dijera nada. Me dio las gracias por escuchar y salió. Me quedé un largo rato, mirando la hoja con sus datos en blanco, en la que solo había escrito: «No quiero que nadie sepa quién soy». Imaginé el dolor de esa desaparición emocional, de esa ruptura progresiva de todo lo que eres y confías. ¿Cómo afrontas que tu vida se desplomó por un acto de violencia inconmensurable? ¿Cómo continúas la vida como la conoces cuando algo de semejante envergadura destroza todo lo que eres y deseas ser?
Miré la hoja en blanco por tanto rato que tuve la sensación, el tiempo se había detenido. ¿Era así para una mujer violada? ¿La percepción de que tu vida está devastada por una fuerza tan descomunal que no puedes huir de ella? La mujer me había contado del miedo que nunca se va. Del miedo en todas partes, en todos los lugares. El miedo a la mano que golpea, al dolor indescriptible en lugares que creíste que solo te pertenecían. El miedo como un espacio en tu mente, inaccesible a cualquier esperanza o satisfacción.
La imagen de la mujer en mi mente me golpeó con fuerza. Volví a mirar el rostro de Evan Rachel Wood, tan hermoso y pacífico. Pero noté el miedo. ¿O lo imaginé? Apreté la revista. Pensé en todas las veces que ella y tantas mujeres como la víctima que había conocido debían soportar las heridas de una segunda violación sobre las heridas de la primera. Soportar la angustia de responder preguntas, del cuestionamiento directo a su palabra, a su dolor y tragedia.
Me pregunté si alguien comprendía jamás el origen de un miedo medular tan primitivo y profundo, que toda mujer puede entender pero que pocos hombres pueden realmente analizar desde la periferia. Ese miedo a ser invadida, violentada, destrozada por un tipo de violencia peor que cualquier otra. La sensación perpetua de encontrarte en peligro. El riesgo vivo que tu vida sea destrozada por el horror de una manera total.
Hace unos días, Wood volvió a tocar el dolorosísimo tema en un maravilloso artículo de la revista Nylon, en el que además de relatar la violencia sexual que sufrió a lo largo de su vida, habló sobre las consecuencias. Los intentos de suicidio, la reclusión en un hospital psiquiátrico cuando simplemente no pudo lidiar con más tiempo con el peso de la agresión.
En el ensayo, Wood cuenta que despertó una mañana y asumió el peso total de lo que le había ocurrido. Que sintió como si la hubiese «atropellado un camión», por lo que decidió llamar a su madre y pedir ayuda, algo que nunca había hecho hasta entonces.
Wood insiste que «ser escuchada y creída» fue parte de su proceso de sanación. Una forma de salud mental que le permitió superar —a medias aún— las heridas psiquiátricas y emocionales que había sufrido.
Leo sus palabras y recuerdo la cicatriz de la mujer que conocí. La piel retorcida, un nudo de color púrpura que le recordaría para siempre lo que había vivido. ¿Qué ocurre con las heridas que no pueden verse? me pregunto y recuerdo el comentario de mi amigo, la frivolidad con que muchas veces se analiza un caso de violación.
¿Qué ocurre con las mujeres que deben llevar una carga que apenas pueden soportar? Pienso en la necesidad urgente de la empatía con las víctimas, en lo poco que nuestra sociedad comprende la violencia sexual como un crimen que se extiende más allá del hecho. Una vida destruida, una cicatriz que jamás cura del todo.
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Foto: Evan Rachel Wood.