Recientemente, me topé en las redes con un fragmento de un episodio de Los Simpson donde Marge hace un comentario sobre el peso de Lisa. Más adelante ambas se adentran en el universo interno de Lisa, revelando cómo las palabras de Marge, que no fueron dichas con mala intención, afectaron profundamente a Lisa. Ese recorrido también llevó a Marge a rememorar su infancia y encontrar palabras hirientes que marcaron su historia y su percepción de sí misma.
Este fragmento hizo que me trasladara a algunas experiencias que dejaron huella durante mi infancia.
Recuerdo aquella época afortunada en la que pasaba mucho tiempo en la playa con mi familia. Mis aventuras en la playa tenían un doble efecto en mi cuerpo: primero, mi piel morena heredada de mi mamá se oscurecía hasta llegar a un color canela oscuro y segundo, mi cabello castaño claro heredado de mi papá se aclaraba hasta quedar completamente dorado. Para mí, era algo mágico, hasta que comenzó a ser un problema en la escuela, con las monjas y las maestras.
En varias ocasiones, citaron a mi mamá para pedirle que dejara de pintarme el cabello y aunque mi mamá se cansó de explicarles que ese era mi color natural, al parecer nunca le creyeron, porque algunas de las maestras comenzaron a hacer comentarios despectivos sobre mi cabello. Recuerdo especialmente un día en que una maestra me dijo frente a toda la clase: » Negrita y con el cabello amarillo, pareces un bachaquito». Todas mis compañeras rieron, y yo me sentí muy humillada. Quizás para esa maestra fue solo un chiste, pero a mí me hizo mucho daño. Creo que esa fue la primera vez que sentí que algo en mi cuerpo no estaba bien.
En aquel entonces era una niña de 9 o 10 años, no tenía las herramientas que tengo hoy para descartar fácilmente aquel comentario racista y fuera de lugar y mucho menos cuando el comentario venía de una figura a la que respetaba y que además fue reforzado constantemente con “opiniones” de otras maestras.
A partir de ese momento mi relación con mi cabello cambió, pasó de gustarme a producirme mucha inseguridad, así que hacía lo posible por esconderlo. Comencé a llevarlo muy recogido y a usar gorras en la playa para evitar que se me continuara aclarando y al cumplir los 15 años lo primero que hice fue pintarlo de negro. Al poco tiempo me arrepentí, porque al mirarme al espejo sentía que mi imagen no correspondía en absoluto con mi historia. Años después, logré recuperar un poco el color natural de mi cabello, que aún se aclara con el sol, pero que nunca volvió a ser el mismo.
Aunque hoy mantengo algunas inseguridades reforzadas por los estereotipos de belleza imposibles de cumplir, he aprendido a quererme y sentirme cómoda conmigo misma, así que ya no resulta tan fácil intimidarme como en aquel entonces, sin embargo no puedo dejar de pensar en todas las personas que a diario reciben comentarios que refuerzan sus inseguridades.
Pienso también en todas las veces que han sido mis palabras las que han podido marcar negativamente a alguien más y en lo crueles que podemos llegar a ser por no cuidar lo que decimos, ignorando que a través de nuestras palabras tenemos el poder de destruir o edificar.
Lo cierto que ante un mundo donde juzgar y a criticar a los demás es la regla, elijo rebelarme y aprender a usar la empatía como mi primera estrategia de comunicación asertiva. No siempre lo logro, pero intento hacerlo lo mejor que puedo.