Elizabeth Barrett tenía quince años cuando leyó por primera vez Vindicación de los derechos de la mujer de Mary Wollstonecraft, publicado en 1792. El texto, considerado el primer referente del feminismo, causó una honda impresión en la futura poeta. Para entonces, se encontraba prácticamente recluida en su habitación, sufría de una enfermedad sin nombre y pasaba buena parte del día, bajo los efectos de potentes medicinas. Pero aún así, escribía. Lo hacía con una decisión “ciega, terca y nacida de algún lugar en el que el dolor no llegaba a tocar”, con las hojas desparramadas sobre la cama y los dedos “ennegrecidos por la tinta, pequeños monstruos”.
Entonces, su tutor Daniel McSwiney trajo de la ciudad un libro que “ninguna mujer debería leer” y lo dejó a su pies. “Leí la primera página y no pude parar” contaría. “El dolor me sacudía, pero la emoción también. Comprendí que sin duda, se trataba de alguna especie de epifanía”. Elizabeth acabó el libro un día después. Para entonces, se puso en pie, se refrescó el rostro y abrió las ventanas de su habitación por primera vez en semanas. “Era libre”.
Había transcurrido casi un año después que un mal que ningún médico pudo diagnosticar, enfermara a la vez, a las tres hermanas Barrett. Elizabeth, la mayor, pensó que debía “mostrarse valerosa” y se esforzó como pudo en continuar una rutina “más o menos aceptable” en medio del clima lóbrego de la casa familiar. Su padre se había vuelto más tiránico y severo, convencido que el motivo de las dolencias de las mujeres de la familia, se debía a sus pecados. Su madre también padecía de algún tipo de enfermedad degenerativa y apenas podía abandonar su alcoba.
“Había un silencio doloroso en todos los pisos, las escaleras, el salón antes animado” contaría Elizabeth después. En medio de la zozobra, sus lecturas se volvieron “angustiosas”. Lo mismo que su interpretación sobre sus amados textos griegos. “Solo veía la muerte en ellos”. De modo que un libro que hablaba sobre la mujer en términos desconocidos, poderosos y por completo originales, la deslumbró.
Además, la jovencísima poeta, se quedó desconcertada no sólo por la forma en que Mary analizaba la identidad femenina sino también, la manera en que “mostraba que había algo más que el divino derecho del hombre sobre el mundo”, algo de lo que ya Elizabeth había escrito. “Fue como descubrir a la distancia de décadas, alguien con quien pudiera entenderme” escribiría después, asombrada y maravillada por el pensamiento. Elizabeth admitiría después, que leyó el libro tantas veces “como las hojas soportaron mi impaciencia” y al final, lo aprendió de memoria. “Era parte de mí, como supongo lo había sido incluso antes de leerlo”.
Y aunque la salud de Elizabeth no mejoró de inmediato (ni tampoco lo haría del todo nunca), el impulso de leer a Mary Wollstonecraft le hizo comenzar a escribir de nuevo y al ritmo en que lo había hecho la mayor parte de su vida. Comenzó a pensar con seriedad en la publicación de sus obras, en analizar la posibilidad de intercambiar correspondencias con otras mujeres amantes de la literatura, pero su padre se opuso “a toda idea y toda posibilidad que pudiera tener una vida propia”.
Con todo, dedicó buena parte de la siguiente década a recibir un tipo de educación privilegiada que después agradecería. “Escribí tanto como pude porque no podía hacer otra cosa. Pero también porque podía hacerlo, a pesar que me se me exigían otras cosas” escribió a Robert Browning años después, en una de las primeras cartas que compartieron. Elizabeth, con apenas dieciseis años, estaba ávida por la vida, por el aprendizaje, por la necesidad de comprender el mundo. Y conocer el punto de vista de Mary Wollstonecraft no sólo le insufló de nuevas energías, sino de la convicción “recorría el camino correcto”.
“Hay días que se recuerdan como el nacimiento. El día en que Mary me habló sobre la mujer que deseaba ser, fue la segunda vez que vine al mundo” relataría después. También contaría como, a pesar de los dolores, el efecto de los medicamentos y el miedo, se levantó de la cama. “Estaba decidida a vivir, mucho o poco. Pero vivir” confesaría. Recordó la espalda rígida, los dedos inflamados, la tos cada vez más debilitante. Pero también que su mente estaba más clara que nunca. “En ocasiones, amanece en lugares inesperados”. El camino de Elizabeth Barrett hacia convertirse en la más respetada poeta de su país y quizás de su tiempo, acababa de empezar. Pero también, el de la lenta caída en desastre de su vida familiar y quizás, la ruptura con la mujer que hasta entonces había sido.
Un lento declive al desastre
Elizabeth después contaría que durante buena parte del año 1827, tuvo pesadillas recurrentes con un bosque en llamas. “Corría para escapar del fuego, pero estaba en todas partes”. Lo tomó como símbolo misterioso y escribió varios versos al resplandor brillante y peligroso que avanzaba en la oscuridad de su mente. Por esa época, dormía poco. El dolor se había hecho más fuerte, las medicinas la mantenían en un estado de vigilia y “falso vigor” y comenzaba a sufrir de fiebres nocturnas. “Seguramente, es la pura impaciencia” escribió, inquieta por los prolongados encierros, la actitud cada vez más severa de su padre, por la ausencia notoria de Mary, encerrada la mayor parte del tiempo en su habitación.
Su tía Mary Sarah Graham-Clarke decidió tomar una habitación en la casa familiar de Hope End para cuidar de la familia al completo. Por entonces, la familia contaba con catorce miembros, por lo que la hermana mayor de Mary contrató más servidumbre e incluso, exigió a Edward Barret “asegurarse de contratar enfermeros y ayudantes apropiados”. Elizabeth relataría que fue un año de enormes gastos y lujos. La austera casa se llenó de muebles renovados, cortinas de encajes, de nuevos empleados, deslumbrados por el lujo y en especial, por la necesidad de Tía Mary de llenar “de vida” cada rincón de la casa. Con todo, eso no mejoró la salud de Elizabeth ni tampoco de Mary, su madre. Ambas empeoraron y de hecho, la poeta recordaría 1827 como el año en que padeció los peores dolores. Se enfrentó a ellos como lo había hecho en el pasado: esforzándose en aprender.
Por entonces, Elizabeth había logrado vencer sus múltiples problemas físicos (que seguían sin recibir un diagnóstico verdadero), con una dedicación más que prodigiosa al estudio. Dedicó casi cinco años en aprender de forma autodidacta griego, latin, italiano, francés e incluso, hebreo, lo que le permitió leer un ejemplar del Antiguo Testamento en una versión mucho más depurada antes de cumplir los catorce. Pero además, Elizabeth estaba decidida a comprender el pensamiento universal, las grandes discusiones de su época y en especial, la sensibilidad filosófica de los grandes pensadores Europeos.
Con la ayuda de su tutor, logró memorizar los textos del pensador radical Thomas Paine, Voltaire y Jean-Jacques Rousseau. Con dieciseis años cumplidos, era capaz de sostener debates intelectuales “de asombrosa potencia” con sus hermanos y en especial con su padre, que a pesar de su carácter despótico, también tenía una enorme curiosidad intelectual. Su madre, también le alentaba a dejar por escrito cada reflexión. De allí, la gran cantidad de cartas, análisis y ensayos que se encontró en la correspondencia privada de la escritora luego de su muerte.
Elizabeth estaba convencida que el saber “estaba en todas partes”, por lo que comenzó a leer también textos teológicos, lo más probable con la intención de apaciguar a su padre. Para finales de 1827, la situación en Hope End era cada vez más complicada. Las inversiones de su padre en caña de azúcar comenzaron a decaer y las primeras señales de un cambio considerable en el régimen esclavista al otro lado del mar, afectaron de inmediato sus ganancias. Elizabeth relataría el invierno de 1827, como una “sucesión de expresiones fúnebres, incluso sin una muerte que conmemorar”.
En medio del ánimo melancólico de la familia, la extrema vigilancia de su padre a la estricta observancia de la disciplina se relajó. Elizabeth comenzó a salir con más frecuencia de la habitación y después, de las inmediaciones de la propiedad. “Encontré que el mundo era enorme y en realidad, sabía muy poco” confesaría en una carta a su hermano Edward, años después.
En la carta también le hablaría de la amistad con el hijo de uno de sus vecinos, Hugh Stuart Boyd, un profesor de griego con quien de inmediato trabó una singular amistad. Hugh estaba ciego, era de mediana edad, vivía en un semiretiro casi monascal y además, tenía mal carácter. “Su ceguera era en realidad una visión muy profunda sobre cada cosa posible” diría Elizabeth, deslumbrada por los conocimientos de Hugh, con quien se reunía en los alrededores de Hope End para discutir sobre Homero, Píndaro y Aristóteles, casi siempre en griego. Al final, Edward Barrett descubrió lo que a todas luces era una relación platónica y Elizabeth volvió al encierro. Uno además, reforzado por la vigilancia de la tía materna.
Pero eso no evitó que Elizabeth intercambiara correspondencia correspondencia con Hugh durante casi un año. No obstante, a medida que el clima familiar en Hope End se hizo más enrarecido y uno de los parientes de Hugh dejó de transcribir las misivas para Elizabeth, la amistad se enfrió. “Siempre lamenté su pérdida” admitiría la poeta, aunque nunca estuvo del todo claro, si había mantenido con Hugh una amistad apasionada o algo más inofensivo.
Cualquiera fuera el caso, fue una de sus cartas la que arrojó al fuego en febrero de 1828. Su madre había empeorado de salud, su padre estaba cada vez más preocupado por lo que ocurría en América. Elizabeth volvió a soñar con un bosque en llamas. “Desperté con fiebre, supe que quien ardía, era yo”.
El silencio en todas partes
Mary Graham-Clarke murió el 7 de octubre de 1828. Elizabeth solo recordaría su “perfil pálido, como de nácar y hueso, bajo la sábana” y que a partir de entonces, su vida se desplomó sobre sus cimientos. Su tía Mary Sarah intentó tomar el lugar de su madre, pero en realidad, el dolor de Edward y el miedo a perder sus propiedades en América convirtió la convivencia en Hope End apenas soportable.
Los síntomas de Elizabeth también empeoraron y por meses, creyó que seguiría a su madre a la tumba. Comenzó a escribir a diario, poema tras poema. “En realidad, estoy convencida que la poesía evitó enloqueciera” afirmó. Sus hermanas Mary, Henrietta y Arabella también sufrían de dolores y de pronto, toda el hogar Barrett pareció a punto de sucumbir a una rara “forma de locura”. Elizabeth pensaría después que de hecho, el interminable 1829 y en especial, el durísimo 1830, serían los años en que comprendió “que nada de lo crees por completo tuyo, te pertenece”.
Desde 1829, los diversos negocios de caña de azúcar de Barrett habían sido atacados por todo tipo de demandas debido a sus violentas condiciones de trabajo. Las plantaciones de Jamaica continuaban bajo un severo régimen de explotación, a pesar de los movimientos reformistas a su alrededor. Edward, con una actitud que la misma Elizabeth calificaría como “soberbia”, no sólo no atendió a los llamados para negociaciones y beneficios para sus trabajadores, sino que ordenó castigos más violentos y duros. Los trabajadores se rebelaron, hubo fugas masivas y para comienzos de 1830, hubo una quema general de cultivos.
Finalmente, Barrett pierde todas las propiedades heredadas en un largo litigio que acabó perdiendo debido a su negativa de asumir el costo de los actos violentos de sus capataces y encargados. Para primavera de ese año, había perdido todos los cuantiosos beneficios de sucesión de los Barrett, además de deber una considerable suma a diversos prestamistas de Londres. En Junio, Edward Barrett enfurecido, aturdido y aterrorizado reunió a su familia en el enorme salón de Hope End. “Debemos abandonar la casa”.
Debido a las exigencias de su cuñada, que por dos años había insistido en contratar personal y “reverdecer la gloria de la vieja mansión”. los gastos cotidianos de la casa habían aumentado al triple, lo que obligó a Edward no sólo a asumir préstamos en condiciones cada vez más complicadas, sino hipotecar parte de sus propiedades, entre ellas la casa familiar. Para cuando sus campos de azúcar fueron confiscados, no tuvo otro remedio que ceder la casa. “Fue la muerte dentro de otra muerte” recordaría Elizabeth.
Los acreedores les permitieron permanecer durante dos años en la casa, mientras los muebles y otros objetos de valor eran tasados y vendidos entre los diversos prestamistas. En treinta y seis meses, los Barrett perdieron cada cosa de valor que habían atesorado. Elizabeth perdió todos sus libros, incluso su amado escritorio. “Escribí a Hugh para llorar en su hombro invisible”. El profesor jamás recibió la carta.
Finalmente, a principios de 1833, la numerosa familia abandona Hope End para ocupar una casa mediana en Belle Vue en Sidmouth (en la actualidad Cedar Shade), una antigua propiedad en la que trataron de establecerse debido a la incapacidad para pagar por su alquiler por mucho tiempo. Para entonces, los hijos varones intentaron encontrar empleo, pero las hermanas Barrett, todas aquejadas del extraño mal del cual sufría Elizabeth, apenas podían moverse de la casa. Con todo, Edward logró triunfar por una vez en las cortes sobre la cuestión de su propiedad y obtuvo una pequeña suma de dinero en pago a sus propiedades de Jamaica. Eso le permitió mantenerse en Sidmouth hasta 1838, cuando lleva a su familia al ya célebre 50 Wimpole Street.
Para entonces, Elizabeth estaba muy enferma. Tanto como para que le llevara esfuerzos leer o escribir. Además de los persistentes dolores, sufría un mal pulmonar que tampoco, pudo ser diagnosticado. Su salud empeoraba con tanta rapidez, que a pesar de las precarias condiciones económicas, su padre decide obedecer a su médico de cabecera y llevar a la familia a Torquay, en la costa de Devonshire. “Apenas recuerdo el viaje. El dolor estaba en todas partes” relataría Elizabeth, en medio del larguísimo viaje en carruaje y la sensación que apenas podía sostenerse en pie en medio de la debilidad.
Una vez en Devonshire, la salud de Elizabeth comenzó a mejorar. “Recuperé las fuerzas, aunque dudo que mi buen genio” se burlaría después en una de las entradas de su cuidadoso diario. Para entonces, la ambición de ser escritora se había hecho más poderosa que nunca y dedicaba buena parte del tiempo a correcciones y revisiones. La sensación que la mejoría física también fue aliciente para una nueva estabilidad mental, el animó a comenzar a organizar todo el trabajo que hasta entonces había realizado y en especial, comenzar a concentrarse en la posibilidad de intercambiar correspondencia con editores y otros escritores. Pero el laborioso esfuerzo llegó a su fin en febrero de 1840, cuando su hermano Samuel muere por un cuadro infeccioso encontrándose en Jamaica en medio de la ya interminable disputa familiar.
La noticia devastó a la familia, pero en especial a Elizabeth que llevaba una larga y cariñosa correspondencia con su hermano durante el largo viaje. “No quería estar allí pero al final, lo hizo por mi padre. Quizás por nosotros” escribió. En julio del mismo año, Edward “bro” Barrett subió a la habitación de su hermana para consolarla por la muerte de Samuel. “Te traeré flores de la orilla del mar, que existen sólo para ti, eso dijo” contaría Elizabeth. Unas horas después, el segundo hijo varón de Edward Barrett moriría ahogado en un accidente acuático en Torquay. “Supe que había muerto incluso antes que nadie me lo dijera” dijo Elizabeth. “El mundo sólo se apagó”.
La tragedia sumió a los Barrett en una pesadumbre tan definitiva que el patriarca decidió llevarlos a todos de vuelta a Londres. Elizabeth estaba más débil que nunca y al llegar a Wimpole, decidió “morir en vida”. Se recluyó en la habitación del segundo piso de la pequeña casa y durante todo el año 1841 no llegó a bajar a la planta familiar o salir a la calle más de una docena de veces. La tristeza fue tan total, que Elizabeth se preguntaría años después como sobrevivió a un sufrimiento tan agudo que hizo al físico palidecer. “He vivido sólo hacia adentro o con tristeza, hundida en la profundidad de mis emociones. Antes de esta reclusión de mi enfermedad, estuve recluida también en mi espíritu. Fui anciana desde muy joven”.
La página como refugio.
A pesar de eso, Elizabeth se esforzó por evitar que el miedo y el dolor le consumieran por entero. De 1841 a 1844 se volcó por completo a la poesía, traducción y prosa. Tal y como habían sido sus planes en Devonshire, escribió a escritores y editores. Para 1842 comenzó a publicar parte de su trabajo, que deslumbró a la crítica londinense.
Fue el año en que el poema The Cry of the Children, publicado en Blackwoods en 1842, condenó de forma pública, dolorosa y directa el trabajo infantil. Lo hizo además, con un lenguaje tan depurado y una fuerza poética tan asombrosa, que impulsó las reformas legales que permitieron la aprobación de las Ley de las diez horas, formulada por Lord Shaftesbury. Durante dos años, Elizabeth insistió sobre el tema, envió ensayos y textos reflexivos hasta que en 1844, la salvedad jurídica es aprobada. “No vine al mundo para que nadie supiera mi nombre” escribiría a su hermana sobre lo que consideró uno de los mayores logros de su vida.
En 1844, publica A Drama of Exile, A Vision of Poets, y Courtship de lady Geraldine y dos profundos ensayos críticos acerca de la importancia de la poesía en la importante revista alemana The Athenaeum. Fundada en 1798 por August Wilhelm Schlegel y Karl Wilhelm Friedrich Schlegel en Berlín, se consideraba el mayor puente entre los escritores más jóvenes y los críticos de mayor renombre. Los textos de Elizabeth deslumbraron a sus lectores. Hubo cartas de elogio y la revista compraría varios textos en años siguientes, aunque algunos no fueron publicados bajo su nombre debido a su insistencia en hablar de temas como la liberación de la mujer y en especial, la necesidad del reconocimiento “del espíritu femenino”.
Uno de los devotos lectores de Barrett, no pudo contener la tentación de escribir a The Athenaeum. Lo hizo con toda la maravillada sorpresa de haber encontrado un alma afín en sus poemas. Insistió en varias oportunidades, hasta que un empleado indiscreto, le reveló la dirección del hogar de la poeta. Unas semanas después, Henrietta dejaba en las manos de Elizabeth una carta de Robert Browning, un prometedor escritor de Londres. “Amo sus versos con todo mi corazón, querida señorita Barrett” escribió Browning en esa primera carta, contra todo pudor o mesura. Elizabeth recordaría haber sonreído. “Sabía que él y yo nos habíamos encontrado en las palabras”.
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