El peligro de las mujeres locas: Alejandra Pizarnik

El peligro de las mujeres locas: Alejandra Pizarnik
octubre 3, 2023 Aglaia Berlutti

En la Edad Media, se creía que la locura era la consecuencia del crecimiento de protuberancias o tumores que sobresalían de la frente: dos cuernos retorcidos, quizás, que expresaban el infierno interior del desvarío. Fue un tema recurrente en la literatura de la época, así como para inspiración de artistas que intentaron comprender la locura a través de esa inquietante imagen. No resulta casual por tanto, que pintores como El Bosco, Van Hemesen y Bruegel se inspiran en la extraña metáfora para mirar la locura desde los pinceles, intentando comprender esa oscuridad meridiana de la mente del hombre a través de ella.

Quizás por ese motivo, Alejandra Pizarnik también soñó con la piedra de la locura para construir una imagen de su dolor. Niña eterna de infancia asesinada, como se llamó a sí misma muchas veces, Pizarnik comprendió la poesía como un arma para abrirse paso a través de los velos interminables de su propia angustia existencial. Toda su obra canta sobre la desgarradura, la perdida del paraíso de la inocencia y más allá, esa visión de la locura como solaz, como perdida de todo sentido más allá del de mirar un reflejo deformado de si misma. Y es que el dolor de la poeta, se manifiesta en esa furia radiante, en esa insoslayable necesidad de construir su propia voz a través de una herida espiritual siempre abierta. Para Pizarnik la palabra no es solaz ni es consuelo: es sangre derramada sobre las letras.

Para Pizarnik (Buenos Aires, 1936–1972) la vida y la muerte parecían confundirse con una enorme frecuencia. Un juego de espejos del que nunca estuvo muy segura y que siempre le obsesionó. La poeta, a medio camino entre la elegía simple y una búsqueda esencial de la raíz de lo que nos impulsa a crear, pareció debatirse durante buena parte de su vida entre dos miradas de si misma, dos dimensiones que le convirtieron no sólo en una mujer atormentada, sino en una poderosa voz poética.

Escindida, vulnerable, hecha trozos, Alejandra Pizarnik parece simbolizar la quinta esencial del escritor maldito, con toda su carga de dolor irredimible. Pero a la vez, es una poderosa y renovada concepción no sólo sobre el verso sino también, sobre la búsqueda de la metáfora literaria consistente. Porque Alejandra Pizarnik, que escribió en uno de sus poemas: «Apenas aparezco todo se vuelve una imagen lejana que está en un lugar al que accedo si me destruyo y me desmorono». Estaba muy consciente de enfrentarse a su dolor como inspiración pero también como obstáculo definitivo al momento de crear. Una tentación en la que no se permitió caer a pesar de bordear a través de esa noción del sufrimiento como último objetivo de lo que se crea.

Pero la poeta no sólo se negó a simplificar su obra desde esa percepción del padecimiento físico y mental que la supera, sino que además, supo encontrar la manera de construir un lenguaje válido donde la belleza parece mezclarse con la angustia y la desazón hasta crear algo por completo nuevo y meritorio. Una estructura narrativa donde el verso es sólo la excusa para asumir la plenitud de una rebeldía espiritual implacable.

Transcurridos cincuenta y un años desde su suicidio (el 25 de septiembre de 1972), la leyenda de Pizarnik parece cimentarse justamente en ese rechazo de la artista a definirse únicamente a través de ideas evidentes y poco consistentes sobre el sufrimiento como única aspiración del arte íntimo. Pizarnik, con una aguda conciencia sobre lo que deseaba crear, jamás se conformó con la evidencia que su poesía —agónica y descrita más de una vez, como una cicatriz de ideas lóbregas sin mayor reflexión— fuera solamente un reflejo donde mirarse.

También fue una reflexión insistente y bien encauzada sobre la posibilidad de las palabras para asumirse como una fuente inagotable de reflexión sobre la naturaleza humana. Porque en la obra de Pizarnik —intrincada, dura y desigual— hay una búsqueda de estilo que condujo a su autora no sólo hacia una mirada nueva sobre lo que podía crear, sino hacia el centro mismo de esa individualidad feroz que la definió como escritora. Abisal, al borde del terror y la pesadumbre, Pizarnik supo no solo destruir los esquemas sobre la poesía que hasta entonces habían imperado sino construir otros nuevos. Una línea de memoria, recuerdos, anhelos y deseos que se reconstruyeron cada vez para sostener esa agónica necesidad suya de ser y estar a través de las palabras.

No hay un sólo tema sobre si misma y la lúgubre visión que tenía sobre la naturaleza del espíritu del hombre que Pizarnik no analice en esa noción suya de la palabra primaria y redentora. Las recombinaciones son infinitas pero siempre sustentadas sobre esa idea esencial de lo que puede motivar la creación: la infancia, el origen, la familia, el sexo. Y la muerte, claro. La perenne obsesión de Pizarnik parece coexistir con su furiosa necesidad de vivir, de esa plenitud jugosa y sensual que se percibe incluso en sus poemas más dolorosos y abrumadoras. Porque para Pizarnik, el poema es sólo la estructura final de un trayecto empedernido de búsqueda de significado. Como si en medio de la palabra, las peligrosas, las graves, las de naturaleza dolorosa, la poeta encontrara no sólo una forma de discernir el final de la caída al desastre, sino una mirada consistente sobre el origen del sufrimiento que le producía.

Con Pizarnik no hay nada sencillo, mucho menos frugal. El poder de evocación de su poesía, reside justamente en esa necesidad suya de contradecirse, de no lograr distinguirlas de su propia existencia. En Pizarnik, conviven el desastre y la sublime expresión estética en un delicadísimo equilibrio, siempre a punto de romperse. Hay poemas inundados de luz, pero tan radiantes que llegan a lastimar. Y sus sombras son aterradoras por el simple hecho de crear mundos, de describir un misterio que acecha al filo mismo de la palabra que crea.

Se suele decir que el Mito Pizarnik se cimenta y se sostiene desde su muerte. Pero es una visión limitada sobre una necesidad desbordante y metafórica por levantar planteamientos literarios tan poderosos como perdurables. Pizarnik no fue sólo una poeta obsesionada con la locura y la muerte —la suya, la de todos, la fragilidad del mundo— sino también una profunda escritora que elaboró todo un debate sobre lo que la poesía latinoamericana podía ser. Lo hizo desde la periferia, con un enorme esfuerzo de imaginación, con un debate sensorial del que no siempre salió bien parada.

Pero Pizarnik, creadora y consistente, logró que palabra a palabra —palabra canto y palabra silencio, como dijo Ruth Toledano en la antología de los poemas de la poeta publicado recientemente— que la poesía tuviera una multiplicidad de valores sensoriales y formales que crearon una original construcción sobre lo que el verso puede ser. Pizarnik estaba furiosamente viva, a pesar de su necesidad de lo fúnebre. Tan viva y determinada a crear y construir que continuó creando a partir de ese devenir del ser y no ser del que ya había ponderado Rimbaud, cincuenta años atrás. En eso podría identificarse ambos poetas, uno desesperado en la búsqueda del yo divino —la unión del poeta con el Cosmos— y el yo evidente, en el que Pizarnik asumió el peso y la fuerza de esa gran creación perenne del verso como espacio intimo. La poeta deseaba con la misma furia que temía y de eso, queda constancia en sus poemas.

Pizarnik era irreverente, y también vitalista, una visión que suele desmentir esa idea general de la poeta triste y cabizbaja. Para la escritora, todo elemento del mundo se encontraba en constante debate sobre lo que debe ser construido y como lo percibe. En sus diarios, publicados en Latinoamérica hace menos de diez años, hay atisbos brillantes de una sensualidad que desearma: «Mi sexo gime. Lo mando al diablo. Insiste. ¡Qué molesto es! ¡Cómo lo odio! Sexo. Todo cae ante él. Fumo para ver si se calma».

Para Pizarnik, la sensual, la búsqueda del placer es una idea temeraria a la que se enfrenta cada vez que puede: «He descubierto mi tendencia a conversar de temas obscenos, tratándolos con humor». Porque también Pizarnik es una mujer de su edad y de su tiempo, lo que hace aún más intrigante esa dimensión universal que suele otorgársele. No obstante, Pizarnik se mira a sí misma como la misma profundidad como analiza la poesía. Y lo hace con una expresividad que sorprende: «Sufrimiento cuando estoy a solas con mi padre… De todos modos, jamás lo sentí como padre. Y dudo que él mismo lo haya sentido nunca. Es tan infantil. Tan joven. Debe estar asustado del monstruo que engendró. Él, tan apuesto, tan simple».

Más allá de eso, Alejandra Pizarnik fue una mujer en busca de la redención. Probablemente por esa razón La extracción de la piedra de la locura es su obra emblemática: simbólica, existencialista, inquietante es la esencia de su inquietante y extraordinaria visión de la poesía. Y es que la locura no se muestra con facilidad, no se prodiga en símbolos y Pizarnik supo entenderlo muy bien. La palabra como visión del yo que se oculta, que palpita y se perpetua, y también se destroza, se abre en dos vertientes sin nombre que nunca llegan a confluir. Una idea casi destructora, pero a la vez, perfectamente comprensible para una autora que durante casi toda su vida, bordeó los limites de la angustia espiritual y se nutrió de ella para crear.

La poeta fue drástica consigo misma. Tal vez por ese motivo se le considera ensimismada, intimista, atrapada en su propia obra. Como si su mente se rebelara al ataque, al dolor, a la reconstrucción de lo temporal. Para Pizarnik, ella misma —su mundo, su visión de las cosas— es lo único que existe. Y a partir de esa noción, se crea el universo de elementos que la rodean.

Todo en su escritura y sus ideas atraviesa la autorreferencia, la exigencia del silencio, la crudeza de la voz que ironiza lo que el rodea y que se sustrae —cada vez que puede y siempre que puede— de su misma noción de lo que hay más allá de si misma, de lo que pudiera ser inexacto, pero en realidad es una reflexión elocuente sobre su identidad. Escribe pero también dibuja, hojas enteras de reflexiones visuales que parecen encadenadas hacia una idea muy significativa sobre una búsqueda de razón.

Y es que Alejandra Pizarnik comprendía muy bien la locura. La asume como inevitable. Lo deja claro a la menor oportunidad: Dibuja revólveres alegóricos, describe recetarios de combinaciones de venenos, tranquilizantes y barbitúricos. Se reconstruye, se mira. Porque Pizarnik, que supo recrear a la condesa Bathory como una mujer más allá de un mito y encontrar el motivo para hacerla humana, sabía bien que la palabra es capaz de asumir lo verídico, de transformarlo en acto creador y quizás, de elevarlo al nivel de mito.

La palabra como la puerta que transita la locura, o mejor aún, la identidad del creador como una manera de mirar el simple sufrimiento primordial.

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Foto: https://www.eldiario.es

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