No pocas personas creen y defienden la tesis de que las mujeres, sobre todo las madres, somos las principales transmisoras de la cultura machista. La verdad no me extraña porque históricamente, desde los días de Eva, las grandes culpables de todas las desgracias, somos las mujeres. Nadie cuestiona quién escribe los relatos, obviamente hombres, a quienes se les atribuye toda la autoridad. Nos creímos el cuento y lo seguimos contando.
Esta forma de explicar lo que acontece es simplista y lineal. Se enfoca en buscar culpables y supone que a los problemas sociales les aplica la regla causa – efecto. Es necesaria una mirada más amplia y sistémica que pueda ayudar a comprender por qué, el machismo, con toda la carga de malestar que para mujeres y hombres significa (más para nosotras que para ellos, hay que decirlo) se ha perpetuado y afianzado.
Culpar a las mujeres
Cuando alguien dice “es que las primeras machistas son las madres”, está siendo cómplice del sistema patriarcal por varias vías. Una, quitarles toda responsabilidad a los hombres en la construcción de esta cultura desigual. Dos, revictimizar a las que sufren las peores secuelas de ese andamiaje social, las mujeres. Tres, desconocer que todas y todos somos hijos e hijas del patriarcado y que nos formaron con ese cuerpo de creencias de distribución asimétrica de poder, lleno de estereotipos y sesgos, motivo por el cual transmitimos todo el tiempo, sin saberlo muchas veces, mensajes machistas para reforzar el modelo.
Cuatro, pensar que la educación de los hijos es competencia exclusiva de las madres y que lo que pase con la descendencia es su responsabilidad directa. Yo me pregunto si los padres no crían también, y si no ejercen machismo abierto y contundente cuando, por ejemplo, se desentienden de la crianza. ¿Cuántas madres no tienen que criar en soledad, con lo que saben, lo que son y lo que le enseñaron, para que después sean señaladas por transmitir machismo?
Es cierto, mujeres y hombres somos machistas. Pero ellos mucho más, porque ese nicho representa su espacio natural, donde obtienen los mayores beneficios y privilegios. No tienen incentivos para dejar de serlo, además, y cualquiera que se los cuestione pasa a ser la incómoda, la feminazi, la aguafiestas, la loca.
Por eso las mujeres nos tenemos que unir, para voltear esa balanza y salirnos del espacio de las culpables, para transmitir otros valores y al hacerlo, no seamos llamadas malas madres o revoltosas. Las consecuencias de salirse del molde son duras, reales y atemorizantes, por eso muchas mujeres son las principales defensoras del machismo, porque de algún modo ese sistema las protege, garantizándoles migajas de poder conferido por su “buen” comportamiento. Sin embargo, como decimos en el movimiento: “las feministas no cuestionamos las decisiones que toman las mujeres, sino las condiciones que las llevan a tomarlas”.
Conceptos al rescate
Si algo bueno ha tenido el movimiento feminista es el arsenal de investigación que ha devenido en un andamiaje teórico que viene a aclarar los fenómenos que emergen como producto de las relaciones de poder entre ambos sexos. Darles un nombre y explicar las complejas interacciones que se dan en estos intercambios ayuda a entender. Así que doy gracias a las académicas y teóricas que nos han precedido en su intento de dar toda la luz necesaria para transformar percepciones arraigadamente machistas.
Lo primero es saber que el patriarcado fue la base fundacional de nuestra historia, que depositó el mayor poder en manos de los hombres, así como el monopolio de la razón y el dominio de la palabra. Luego, el control del dinero y los recursos, de la producción económica y las decisiones políticas. Y con ello, el sometimiento del “sexo débil” basado en sus funciones reproductoras, además del refuerzo en ellas de la sumisión, resignación y aceptación sin protesta, de ese estado de cosas.
Son casi siete mil años de aguantar, callar, creer que eso es lo que Dios dispuso, lo natural. Solo hace 300 años surge el movimiento feminista con las primeras mujeres que se preguntaron por qué esto tenía que ser así y por ello fueron llamadas brujas, quemadas, guillotinadas, ahorcadas. Es lo que aun pasa hoy con las que nos rebelamos. Nos insultan y a algunas las matan. Si es difícil hoy, no quiero pensar lo que fue en los primeros años de insurgencia.
Es una cultura creada para que el centro de todo, el inicio y el fin, sea el hombre. Eso se llama androcentrismo, que resume en la figura masculina el locus de control del poder, del reconocimiento, del mérito y de la aprobación social. Ellos además se unieron y acordaron preservar los privilegios para sí mismos en una suerte de pacto misógino, que impedía (impide) a las mujeres entrar en los círculos y anillos de poder. Sólo entra la que ellos quieren porque cumple con las normas que ellos mismos fijaron: buena madre, esposa ejemplar, hija abnegada, mujer callada.
Parte de ese pacto de cooptación del poder, usualmente legitimado con el matrimonio, supone que las mujeres se dedican a criar y cuidar bajo los preceptos educativos que fortalecen y preservan el machismo como forma de vida. Las instituciones sociales lo refuerzan aún más: la iglesia, la escuela, el gobierno, el ejército, todas en manos de hombres dictando las reglas que aprueban para ellos, más beneficios y prebendas, mientras ellas asumen su “destino” con cuotas de sacrificio e invisibilidad. Gracias al movimiento feminista todo esto comenzó a cambiar.
Entre todos construimos esta cultura
Dejemos de buscar culpables asumiendo la responsabilidad que nos toca, identificando lo que hacemos o dejamos de hacer en el día a día para sostener esta obsoleta, por disfuncional, pero aun vigente forma de vivir. Hagamos un pacto para fundar una cultura más feminista y menos patriarcal, más orientada a la simetría y la horizontalidad, y menos a la jerarquía y al desnivel.
Y sobre todo dejemos de propagar la historia de que las mujeres somos las que tenemos que reinventarnos en soledad para ajustarnos a un modus vivendi a todas luces insano. Cambiemos la estructura que sostiene esta cultura, comenzando por eliminar de nuestros relatos, los que le hacen el juego al sistema, como este de que las mujeres somos las culpables del machismo.