Una de mis amigas más queridas sufrió una relación abusiva por casi siete años, de la que escapó a fuerza de voluntad y también, por puro miedo. Se trata de una mujer extraordinaria, escritora y activista feminista que conocía bien los síntomas de una relación violenta, que tenía — y tiene — la plena capacidad física y mental de defenderse. Aún así, soportó abusos verbales y sexuales por casi un lustro. Lo hizo porque en una relación abusiva, la agresión sexual o el acoso no son tan fáciles de definir en parámetros elementales y comprensibles. Una situación semejante, es una circunstancia mucho más compleja y violenta de la que puede imaginar cualquiera que no la ha sufrido.
Nada es sencillo cuando hablamos de abuso sexual: no hay parámetros claros, tampoco ideas que encajen una dentro de otras para hacer más claro lo que puede englobar una agresión semejante. Hay dolor, hay miedo, hay heridas tan profundas y terribles que probablemente la víctima deba soportar por el resto de su vida.
Recuerdo la historia de mi amiga, mientras trato de ordenar algunas notas para escribir sobre el abuso sexual. Quiero hacerlo de manera respetuosa, con una sólida investigación que sostenga las ideas que deseo expresar. Pero no sé si lo logre. Me preocupa el hecho de todo lo que no sé — ni puedo imaginar — sobre el tema. Recuerdo a mi amiga hablándome sobre su novio, en tono trivial y casual. Un nombre, en mitad de una conversación cotidiana. Un hombre a quién sólo conocía por unas cuantas referencias. Mi amiga jamás faltó al trabajo o mostró señales del maltrato que sufría. Se encontraba atrapada en un ciclo tóxico y doloroso del que sólo pudo escapar, cuando tomó las energías suficientes para escoger su seguridad física y espiritual, por encima del miedo.
Pasaron casi siete años hasta que supe — y comprendí — la magnitud de la experiencia que había vivido. La primera vez que admitió que había padecido un tipo de horror y miedo que muy pocas veces se comprende a cabalidad, me abrumó el dolor. Recuerdo haber escuchado sus palabras con una sensación de rabia mezclada con impotencia. ¿En dónde te encontrabas tú? me pregunté. ¿Cómo no lo notaste? me dije una y otra vez. ¿Cómo pudiste ignorar los síntomas?
Después comprendí que en realidad, el abuso sexual es un secreto que la víctima lleva a cuestas, bajo dimensiones de la vergüenza y el miedo que le provocó la agresión que sufrió. ¿Qué sé sobre la violación y el abuso? me pregunté mientras mi amiga finalmente se quedaba en silencio, aturdida quizás por la confesión que había hecho, a mi y quizás a sí misma. ¿Qué sabemos sobre un horror tan privado, tan íntimo y doloroso que en ocasiones es imposible de comparar con ningún otro?
— El trauma de la violencia sexual toca todos los renglones del comportamiento humano — dice mi psiquiatra — hay una mirada sobre el cuerpo, la mente y la propia identidad que se vuelve distorsionada y lleva años, muchos años, lograr encontrar de nuevo el equilibrio. Es un proceso privado, durísimo y que necesita de amor. Pero más allá de eso, de paciencia. De asumir nuestra ignorancia. Del verdadero respeto a las heridas del otro.
Nos encontramos en el salón en el que suele reunirse el grupo de terapia en el que participo. El silencio que viene después de las palabras de la psiquiatra, tiene una resonancia metálica, dolorosa e inquietante. Hay dolor allí, me digo. Hay un sufrimiento que no puedo comenzar a entender.
Varios de los miembros del grupo sufrieron abuso y otros, apenas comienzan a comprender fueron víctimas de algún tipo de agresión. Los demás, somos testigos respetuosos — o eso quiero creer — de un proceso lento, casi siempre incompleto y que carece de forma, porque quizás es complicado definirlo como un hecho lineal.
Supongo que nadie se recupera de un trauma semejante en pequeñas etapas de curación, sino que el alivio, la capacidad para sanar y recuperar las partes rotas del cuerpo y la mente tiene un ritmo propio que es único para quien lo sufre. Un sufrimiento blanco, sin matices, elaborado y sostenido por un horror sin forma que elabora algo más duro de comprender que el mero hecho del maltrato como un síntoma.
— Lo único que se pide es respeto, creo — dice uno de los pacientes — nada más. Respeto y…que dejen de juzgar.
— Nadie te juzga — dice la psiquiatra. El paciente sonríe en un gesto duro y sin humor.
— No podría entenderlo.
En realidad, dudo que podamos, me digo mientras miro al paciente que habló con disimulo y cierta vergüenza. Se trata de un hombre de unos treinta años, que sufrió abuso sexual por más de tres años de un pariente cercano cuando aún era un adolescente. Al hacerse adulto, se hizo un hombre hiper sexualizado que usó su deseo sexual para validar su masculinidad: se llamaba a sí mismo mujeriego y luchó por décadas, para sostener el estereotipo del macho que forma parte de la imaginería latinoamericana. Durante buena parte de su adolescencia y primera juventud, fue el hombre que llevaba siempre a una mujer al brazo, el que celebraba sus hazañas sexuales sin disimulo. Era ese sujeto escandaloso y casi incómodo, que disfrutaba de su vida con una bulliciosa energía que en ocasiones, resultaba excesiva.
Pero poco a poco y con el correr de los años, los síntomas de la violencia que sufrió se manifestaron de diversas formas. Comenzó a sufrir de pesadillas recurrentes, ataques de pánico sin explicación, dolores musculares invalidantes. Su comportamiento comenzó a hacerse errático. Por último, un día cualquiera despertó, telefoneó a su novia de casi cinco años para conversar unos minutos, canceló una reunión de trabajo y después cortó las venas de ambos brazos con una cuchilla. La agresión fue tan violenta, que perdió la movilidad de dos de los dedos de la mano derecha. Luego de cinco años, sigue sin recuperar la movilidad ni tampoco la tranquilidad. “A veces me miro los dedos y es como volver atrás, al muchachito…” he escuchado esa frase varias veces sin que nunca logre completarla. Mueve la mano sana, mientras la paralizada permanece sobre las rodillas, dos de los dedos rígidos y abiertos. Los mueve con lentitud todo lo que puede. Casi siempre termina sacudiendo la cabeza, los labios apretados, la respiración muy rápida y superficial. “Nadie entiende el miedo” insiste. “Nadie lo entiende”.
Más de una vez, cuando salgo del salón en dónde se lleva a cabo el ejercicio de terapia, le miro caminar con paso firme y la cabeza alta hacia el ascensor. Un hombre atractivo, alto y esbelto, con ropas modernas y pulcras. La mano paralizada, oculta bajo la manga de un suéter de colores alegres. Con la sana, sostiene el teléfono, ríe y sacude la cabeza. “Claro que estoy bien” le he escuchado decir. Unos pasos por detrás suyo, me sorprende la completa diferencia entre este hombre firme y enérgico y el otro, tan asustado que conocemos el pequeño grupo de diez que escuchamos su dolor. “Nadie lo comprende” me dijo cuando le hablé de escribir este pequeño artículo. “Nadie sabe lo que cada quien debe luchar en silencio”.
Hace doce años, un desconocido violó a Luisa (no es su nombre real). La golpeó, la mantuvo secuestrada por casi seis horas y después la abandonó de madrugada semi desnuda y herida, en una avenida solitaria del oeste de Caracas, donde finalmente la policía la socorrió.
Luisa me suele decir que no recuerda exactamente lo que vivió. Que para ella, lo ocurrido es una sucesión de escenas medio borrosas que no logra ordenar y mucho menos comprender. Pero que sí recuerda el miedo. Lo recuerda en cientos de maneras que es incapaz de consolar y que a pesar de años de terapia, no ha logrado superar. Sufre de agorafobia (terror a los espacios abiertos), paranoia y también un severo trastorno del pánico que no mejora incluso a pesar del estricto tratamiento médico que lleva para mejorar los síntomas.
Para Luisa, el suceso es real a diario, le atormenta a toda hora, le abruma hasta lastimar su identidad, su manera de percibirse, su forma de mirar el mundo. Más de una vez me ha repetido que para ella, la violación es un ataque no sólo a su cuerpo, sino a una idea esencial de sí misma que nunca logró recuperar del todo.
Recuerdo a Luisa — y su escalofriante historia — mientras veo la escena de una película que transmiten en un canal por cable: una mujer con un vestido muy ajustado y prominente escote, corre por un callejón. Un hombre desconocido le persigue, gritando su nombre. Cuando ella resbala y cae al suelo, él se abalanza sobre ella, la abofetea e intenta contener sus frenéticos movimientos. Lo logra y entonces, ambos se miran en silencio. La escena parece cambiar de tono y sentido. Un primer plano los muestra a ambos, contemplándose entre jadeos entrecortados. La secuencia culmina con un apasionado y erótico beso.
Me pregunto que pensará Luisa al respecto, como interpretará la óptica del guion y la perspectiva de la película con respecto a lo que vivió. Más allá, no dejo de pensar en todas las mujeres alrededor del mundo que han sido victimas de la violencia física, sexual y emocional. Que la mayoría de las veces se responsabilizan por lo sucedido o que incluso, tienen la sensación de encontrarse en una zona de grises donde su experiencia no parece encajar en ninguna parte.
Las que se preguntan si conocer a su atacante hace menos absoluto el término violación o quienes simplemente se preguntan si tener miedo pero no tener los medios para enfrentarse a su pareja y evitar la relación sexual, también las convierte en víctimas. Un panorama difuso y sobre todo peligroso que parece extenderse en todas direcciones a partir de una idea esencial: ¿Por qué continúa considerándose que la violencia sexual es admisible?
Por supuesto, no me sorprende tropezarme con ese tipo de mensajes tan poco sutiles sobre la violencia y la sexualidad en todo tipo de películas, publicidad y libros. Durante la última década y a pesar de la toma de conciencia mayoritaria sobre el tema, la cultura de la violación parece escudarse — o disimularse — sobre esa percepción ambigua de los juegos de seducción o lo que parece ser algo más inquietante: la violencia como un medio de conquista sexual.
Una y otra vez, la idea sobre la violación, el abuso sexual y sobre todo, lo que puede considerarse invasivo, peligroso o incluso, directamente agresión sexual parece borroso. Hablamos de un panorama donde la interpretación sobre la sexualidad continúa siendo lo suficientemente misógina para preocupar y sobre todo, para hacernos cuestionar sobre en qué medida se comprende el peso real que tiene la cultura de la violación en la actualidad.
Cuando le pregunto a Luisa qué piensa al respecto, no me responde. O mejor dicho, no sabe qué responder. Nos conocimos en uno de los grupos de apoyo para trastorno de ansiedad que frecuento y durante los meses en que hemos coincidido en las reuniones, noto que el tema de la violencia — no sólo la sexual — la supera, la deja sin argumentos, la sofoca. Me explica que la agresión no es sólo física, sino que parece ser una mezcla ambigua de una serie de elementos que sumados entre sí, crean una percepción sobre el sexo que resulta preocupante. Me escucha mencionar esa cultura subyacente sobre lo sexual que se asume necesariamente violento y después, suspira cansada.
— Uno aprende a sobrevivir a lo que le sucedió o a intenta hacerlo — me dice por último — pero lo que no te esperas es que todo lo que te rodea te lo recuerda y no accidentalmente. La mayoría del tiempo, me siento disminuida y atacada por todos lados, como si debiera sentirme culpable por lo que viví y no asumirlo “como algo que puede ocurrir”. Me ha llevado muchísimo esfuerzo entender que para la cultura, que una mujer sea violada es un hecho que se admite. Uno de los riesgos que la mujer debe aceptar “ocurrirá”.
Me cuenta que en ocasiones no puede soportar los mensajes directamente violentos que ve, lee o escucha con respecto a lo que es una violación. Desde campañas publicitarias que insisten en que toda mujer es “accesible” físicamente si insistes lo suficiente o debería serlo, hasta escenas de películas donde se interpreta la agresión como “necesaria” para acceder a la mujer. O cuando se insiste que está bien el uso de bebida, presión emocional e incluso, cierto maltrato físico para tener sexo con una mujer. Para Luisa, hay un ingrediente que se insinúa, que está en todas partes y que se hace tan normal que pocas veces se nota.
— Me siento muy paranoica cuando me duele o me asusta un anuncio donde hay un ingrediente sexual relacionado con la violencia. Me pregunto si lo noto yo o es cosa asumida. No sé como reaccionar.
Lo que dice Luisa, me recuerda el magnifico artículo A Gentleman’s Guide to Rape Culture de Zaron Burnett III, que se volvió viral luego que mostrara un durísimo panorama sobre la cultura de la violación. No sólo la muestra como algo que la sociedad intenta restar importancia o incluso disimula las repercusiones de la violencia sexual, sino que la normaliza en cientos de formas cotidianas. Uno de los párrafos del texto que más polémica causó, fue el siguiente:
“Si eres un hombre, formas parte de la cultura de la violación. Y sí, ya sé que suena duro; no eres necesariamente un violador, pero perpetúas comportamientos a los que comúnmente nos referimos como cultura de la violación.
Seguramente estarás pensando «Para quieto ahora mismo, Zaron, ¡ni siquiera me conoces, colega! Como se te ocurra insinuar que me molan las violaciones… No, yo no soy de esos, tío».
Sé cómo te sientes, tuve la misma respuesta cuando me dijeron a mí que formaba parte de la cultura de la violación. Suena fatal, pero imagínate andar por el mundo sin dejar de tener miedo a que te violen. Aun peor, la cultura de la violación no solo es una mierda para las mujeres, lo es para todas las que estamos involucradas en ella. Pero no te obsesiones con la terminología, no te quedes pasmado en las palabras que te ofenden y dejes de lado lo que en realidad quieren decirte. La expresión «cultura de la violación» no es el problema; sí lo es la realidad que describe.”
El día en que debatimos sobre la violencia sexual en el grupo de apoyo feminista en que ambas coincidimos de vez en cuando, ella no hace comentarios. Se habla sobre la ansiedad que le provoca a una mujer sentirse siempre vulnerable, en peligro. Más aún en un país como Venezuela, marcadamente machista y agresivo. Se debate en voz alta el poco reconocimiento de la identidad femenina, lo preocupante que resulta que los índices de agresiones y violencia aumenten. Alguien habla sobre su experiencia al tener que soportar piropos groseros, humillantes, violentos.
Una de las muchachas más jóvenes cuenta como un hombre se masturbó frente a ella en un vagón del Metro de Caracas y nadie intervino. Luisa permanece callada, con los brazos apretados contra el cuerpo. Y me pregunto cómo será para ella escuchar un debate semejante, qué sentimientos le provocará saber que la sociedad donde vive glorifica al agresor y menosprecia a la víctima. Cuando la sesión acaba, sale rápidamente de la oficina y después me enteraré, que no regresará en un buen tiempo. ¿Alguien puede culparla?
Quizás, el mejor resumen para la idea general sobre la cultura de la violación, lo haga Zaron Burnett III, cuando insiste que “Dejemos de concentrarnos en cómo las mujeres pueden evitar ser violadas o cómo la cultura de la violación hace sospechosos a hombres inocentes, ciñámonos a lo que, como hombres, podemos hacer para evitar que se cometan violaciones: desmantelar las estructuras que las permiten y modificar las actitudes que las toleran”. Un planteamiento que parece englobar no sólo la forma como comprendemos la violencia sexual sino la manera en que podemos enfrentarnos a su normalización cultural.
Hace unos días, veía el documental “Leaving Neverland” con el único objetivo de realizar una crítica pormenorizada. Una hora después, lloraba y para cuando acabó la segunda parte, tenía un profundo conflicto sobre el hecho de lo que consideramos abuso, control, agresión sexual y sobre todo, la forma en que lo normalizamos. La manera en que invalidamos el testimonio de la víctima y lo hacemos, desde la cómoda distancia de la pantalla del televisor o de cine, convencidos que casos semejantes, jamás ocurrirán en nuestro entorno. Que como padres, hermanos, amigos, allegados de niños, jamás permitiremos algo semejante.
Juzgamos a la ligera y con enorme facilidad, el silencio de las víctimas o sus posteriores testimonios. Lo hacemos a salvo, en medio de discusiones casuales, resumiendo la experiencia de otros en frases simples: “Es mentira” o “ es verdad”. Después de todo, podemos volver a nuestra vida cotidiana. Podemos olvidar lo que escuchamos o vimos, podemos continuar sin llevar a cuestas una herida tan profunda y venenosa como la que debe soportar una víctima de abuso cada día de su vida.
“Leaving Neverland” pone en tela de juicio lo que sabemos — o creemos saber — sobre el abuso sexual infantil y nos obliga a confrontar la idea que quizás sabemos muy poco sobre un tema complejo, amplio y violento. Creemos que un niño víctima de una situación semejante de inmediato contará o denunciará al agresor. Creemos que los padres notarán lo que ocurre. Creemos que es por completo imposible que una víctima sea presionada para mentir y que al final, sólo después de treinta años, se atreva a decir la verdad. Creemos que el abuso es un hecho único, un bloque de información que podemos desmenuzar, que debe ser comprensible. Que puede explicarse según un razonamiento lógico y que nos resulte cercano.
¿Por qué las víctimas declararon y exculparon a Michael Jackson de toda responsabilidad hace veinte años? ¿Eso invalida su testimonio actual? Ojalá fuera tan sencillo como señalar que antes decían “la verdad” y ahora “mienten”. Pero en realidad, la psicología detrás del abuso es mucho más cruel y dura. Una de las víctimas, sufrió agresiones sexuales por parte de Michael Jackson desde los siete años de edad hasta los catorce. Cuando finalmente pudo escapar del ciclo de abuso, su percepción sobre la sexualidad, lo correcto y lo incorrecto, se encontraba tan viciada que creyó defender a Jackson por “amor”. La conducta de una víctima se encuentra relacionada directamente con el dolor y el miedo ¿Sucede con frecuencia este tipo de situaciones? Más de la que creemos. Más de lo que suponemos. Lamentablemente, más de la que podemos entender.
No es sencillo asumir que el abuso sexual es una situación que puede ser del todo incomprensible y que es casi imposible de clasificar fuera del ámbito de la víctima. Pero lo es. De modo que cuando juzguemos, recordemos que alguien que sufrió abuso sexual, también perdió la capacidad — por un breve momento, de una manera profunda — de asumir su cuerpo como propio. De mirarse más allá de las heridas abiertas. De comprender la brutalidad de lo que ha padecido. Una víctima la mayoría no sabe que lo es, hasta que debe confrontar un tipo de violencia aún mayor — y dolorosa — de la que sufrió a manos de su agresor: el hecho de analizar su vida a partir de un trauma gigantesco sin nombre, que la mayoría de las veces carece de verdadera definición.
Piense en lo anterior antes de juzgar a una víctima, cual sea su edad. De señalar que “miente” o dice la “verdad”. De cuestionar sus motivos, para quedarse o seguir. De tratar de entender su comportamiento. La agresión sexual es mucho más que el ataque físico. También es la ruptura de la fe y la confianza en el mundo tal y como lo conocía e incluso, su versión de la realidad.