“Ser un mujeriego no inhabilita para ser un buen gobernante”. Quien afirma esto es un hombre, Lord David Owen, diplomático británico, después de estudiar el liderazgo político ejercido durante los siglos XIX y XX. En su catálogo registra casos comprobados de alcohólicos, drogadictos, adictos al sexo, depresivos, neuróticos, obsesivos, maníacos, bipolares, narcisistas y otras patologías en el ejercicio del poder, minimizando las consecuencias de tales problemas al sopesar los enormes aportes que todos esos gobernantes hicieron en favor de sus países durante sus mandatos.
Un estudio realizado en 2006 estimó que el 49% de los presidentes de los Estados Unidos sufría de una enfermedad mental en algún momento de su vida. El 27% de ellos se vieron afectados mientras estaban en el cargo. Casos documentados sobre episodios cargados de mal comportamiento, cometidos por algunas de estas personalidades abundan, en todos los continentes y a lo largo de toda la historia.
Aun cuando las enfermedades, físicas o mentales, de los jefes de Estado son un asunto personal, inevitablemente influyen en la toma de decisiones y cambian el curso de los acontecimientos. A pesar de esto, y por obra y gracia de los estereotipos sexistas, a ellos se les perdona y se justifican sus atributos psicopáticos con terminología médica tal como el denominado ‘síndrome de hybris’ o embriaguez de poder existencial que ciega a quienes acumulan mucho mando en sus manos. Se atribuyen a las presiones típicas de un trabajo como este, el efecto desencadenador de problemas latentes de personalidad.
No solamente se les comprende, incluso se les admira más, porque a pesar de sus trastornos, se les menciona como ejemplos de liderazgo y sin duda alguna pasaron a la posteridad sin que sus trapos sucios salieran a la calle. Pero si quien preside la jefatura es mujer, otras explicaciones menos amables emergen. Aunque muchos presidentes consumen alcohol y se divierten abiertamente, las líderes femeninas que hacen lo mismo son juzgadas con mucha mayor hostilidad, al punto de que se llega a dudar de su capacidad para permanecer en el cargo.
Es violencia simbólica
Todas las reacciones de rechazo suscitadas esta semana hacia la Primera Ministra de Finlandia Sanna Marín, en torno a un video donde ella sale bailando, califica como violencia simbólica, un término que explica la forma como se naturaliza y reproduce la subordinación y el maltrato, especialmente hacia las mujeres y que está tipificada en nuestra Ley Orgánica a Vivir una Libre Vida de Violencia como delito. Son mensajes, valores, iconos, signos que transmiten y reproducen relaciones de dominación, desigualdad y discriminación en las relaciones sociales que se establecen entre las personas y naturalizan la subordinación de la mujer en la sociedad.
Se trata de una “violencia amortiguada, insensible e invisible para sus propias víctimas, que se ejerce esencialmente a través de caminos puramente simbólicos de la comunicación y del conocimiento”.
Es una violencia casi sutil, normalizada por los sesgos habituales con base en todas las formas de expropiación a los que hemos sido sometidas las mujeres desde la fundación del patriarcado: control de nuestro cuerpo, autonomía económica, de la palabra, del tiempo, la sexualidad, la credibilidad profesional, el desprecio moral y estético y la exclusión del espacio público.
Una mujer poderosa está más expuesta a las críticas que un hombre poderoso.
Sanna Marín tuvo que dar mil explicaciones por el video filtrado y hacerse voluntariamente un test anti drogas: «No tomé drogas ni consumí nada más que alcohol. Bailé, canté y festejé en mi tiempo libre, cosas perfectamente legales». El diario El País de España, encabeza esas declaraciones con un “Al borde de las lágrimas, Sanna Marin, la primera ministra de Finlandia, se ha defendido este miércoles tras una semana de críticas…”. Líneas llenas de estereotipos y descalificaciones que destacan debilidades de una mujer en el poder y que los medios deberían evitar para no perpetuar la estigmatización.
Todas las mujeres directivas hemos experimentado el doble rasero con el cual nos miden, comparado con los criterios que se usan para evaluar el desempeño de los hombres, usualmente menos duros y exigentes. La forma como hablas, como te vistes o adornas, lo que dices y cómo lo dices o con quien te reúnes, influye en la forma como se te evalúa en el ejercicio del poder al margen de tus logros o aportes. Tomar alcohol y mostrar parte del cuerpo, como ellos hacen, nos puede costar el puesto. Se nos califica como incompetentes y se nos aparta. Un error nos cuesta el doble y nos expone más al escrutinio del “mujer tenías que ser”.
Eliminemos el doble rasero
Por eso yo le diría a Sanna y todas las que están en el poder o liderando espacios hiper masculinizados, que no les paren a los haters machistas, que hagamos lo que nos plazca sin tener que estar justificándonos cada dos minutos por lo que pensamos o sentimos. Demostremos con nuestras acciones que somos capaces, inteligentes y cuerdas, pero defendamos también nuestro derecho a relajarnos y lidiar con las enormes responsabilidades que conlleva el ejercicio de poder, incluso ser “hombreriegas” si nos place y que eso no sea motivo de condena. (Por cierto, mujeriego aparece en el Diccionario de la Real Academia, hombreriega no. A ellos se les permite, para nosotras no existe ni el término. Una muestra más de trato desigual).
En conjunto, aboguemos porque la gente mejor calificada acceda a los puestos de poder para que manden con probidad y competencia mental y emocional, pero al mismo tiempo, desmontemos la práctica de perdonar, tolerar y aplaudir a los hombres por las mismas conductas que son castigadas en el caso de las mujeres. Eso no es justo, ojalá lo podamos ver.
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Foto: BBC