Las mujeres sufrimos de esa especie de síndrome de creernos insuficientes siempre. Nunca estamos listas, nunca estamos preparadas, nunca somos la perfección que nos exigieron desde que estábamos pequeñas. Las mujeres nos subestimamos sistemáticamente. Nunca nos sentimos “adecuadas”, para nosotras ni para nadie.
Esta percepción que nos paraliza y limita, viene por supuesto de la crianza patriarcal que muy bien describió Simone de Beauvoir: “El privilegio económico que disfrutan los hombres, su valor social, el prestigio del matrimonio, la utilidad de un apoyo masculino, todo empuja a las mujeres a desear ardientemente a gustar a los hombres. Siguen estando en su conjunto en posición de vasallaje. El resultado es que la mujer se conoce y se elige, no en la medida en que existe para sí, sino tal y como la define el hombre”
Vale acá recordar el mito de Procusto, hijo de Poseidón el Dios de los Mares, quien vivía en Eleusis, famosa ciudad de la antigua Grecia donde se celebraban los ritos misteriosos de las diosas Deméter y Perséfone. De estatura gigantesca y fuerza descomunal, su verdadero nombre era Damastes, pero le apodaban Procusto, que significa “el estirador”, ya que acostumbraba a darle un trato especial a los huéspedes de su posada, obligándoles a acostarse en una cama de hierro, y a quien no se ajustaba a ella, porque su estatura era mayor que la del lecho, le serruchaba los pies que sobresalían de la cama; y si era de estatura más corta, le estiraba las piernas hasta que se ajustaran exactamente a la misma.
Cuenta la leyenda que Procusto murió de la misma manera que sus víctimas. Fue capturado por Teseo, que lo acostó en su catre de hierro y le sometió a la misma tortura que tantas veces él había aplicado. Para hacer la historia aún más cruel, dicen algunas leyendas que la cama de Procusto estaba dotada de un mecanismo móvil por el que se alargaba o acortaba según el deseo del verdugo, por lo que nadie podía ajustarse exactamente a ella y, por tanto, todo el que caía en sus manos era sometido a la mutilación o el descoyuntamiento. Obvian las aplicaciones de esta verdadera tragedia griega en nuestras vidas.
¿Qué es ser la mujer “adecuada”? ¿A quién o quiénes hay que complacer? ¡A los hombres obviamente! Nos validamos en la mirada masculina, buscamos frenéticamente su aprobación y creemos que, sin ese visto bueno, nunca seremos las elegidas. El patrón de la adecuación, es el que nos dictan ellos. Nos adaptamos, nos serruchamos los pies para encajar, Procusto Style.
No es extraño suponer entonces por qué tan pocas mujeres se postulan a posiciones de poder, por qué muchas se masculinizan para acceder a él y por qué tantas abandonan la carrera política o gerencial. ¡Las mismas mujeres nos desestimulamos con esos mensajes! ¡Esto justamente es lo que subyace a la insolidaridad entre las mujeres, a la competencia entre nosotras, a la falta de reconocimiento por nuestros logros, y a los señalamientos del tipo “hey! ¿Serás tú la adecuada?” a toda la que intenta pararse con sus propios pies.
No empujemos a nuestras compañeras que desean hacer carrera profesional al lecho de Procusto pretendiendo acomodar siempre la realidad a la estrechez de los intereses machistas que nos hacen sentir que nunca estaremos a la altura. Solidaridad femenina para aceptarnos como somos, respaldarnos ante nuestros errores y soltar el ideal de la perfección, tres propósitos que proponemos las feministas para romper más techos de cristal.