No soy de los que hace lecturas ingenuas de la guerra. Creo que los humanos somos una especie con interacciones violentas medias en el conjunto de los primates (hay más y menos violentas) y eso ha condicionado históricamente nuestro devenir como especie, tanto en las interacciones intra grupo como en los encuentros con otros grupos humanos menos cercanos, que cuanto más integrados y fuertes sean los lazos dentro de nuestro grupo, más claramente aquellos menos integrados al grupo propio serán los otros, los extranjeros, los extraños.
La ambición de una humanidad próspera y pacífica, donde todos nos reconozcamos como libres y más o menos iguales, al menos con iguales derechos, con cierto nivel de “hermandad” de especie, tiene más rasgos utópicos que soporte práctico. Igual solo creo (como acto de fe) en la sostenibilidad de nuestra vida y la del resto de la vida en la Tierra, a partir de nuestra evolución social hacia esa concepción amplia del bien común, incluyendo la roca-casa que nos alberga.
Cuando se dice no a la guerra, deberíamos poder acompañar esa posición/opinión con alguna respuesta a los retos de interacciones violentas. Porque, por ejemplo, seguimos siendo territoriales y hasta el más pacifista considera un acto básico de rebeldía y rechazo violento cuando la ocupación de alguien extraño amenaza a sus seres queridos, a su hogar y su contexto. Es inevitable.
Ceder ante la agresión, por considerar que la agresión misma es irracional y pretender provocar en el actor “no racional” que decidió la agresión, algo así como un “momento de iluminación” sobre su propia torpeza y reiniciar el lazo de convivencia pacífica básica, retirando sus fuerzas agresoras y retomando sin rencores las interacciones mutuamente enriquecedoras, incluyendo compensar los daños ya hechos, eso es, cuando menos, simplista y, muchas veces, reflejo evidente de ignorancia frente a las señales de la historia, quizá incluso posición peligrosa desde la perspectiva de vecinos menos “entregados” a ese análisis.
Pero más allá de la “realpolitik” debo confesar mi animadversión a la versión más tribal e irracional de nosotros mismos que supone caer en las interacciones violentas, a veces incluso las más legales y cargadas de cierta “legitimidad” como la que implica que policías reduzcan a una persona amenazante, armada y violenta, antes de que haga más daño o, también, aquellas que nos llevan a golpearnos con otras personas al salir de un bar bajo los efectos de alguna droga, o las que ponen en práctica algunas personas para despojar a otra persona de sus pertenencias o en un acto de venganza, de celos o, en el peor reflejo de lo que somos, en una gran movilización social organizada para una guerra entre sociedades, pueblos y naciones.
Esta animadversión, mezclada con aquel reconocimiento de lo que somos como especie y de lo que somos capaces en medio de nuestra “conciencia de posesiones, materiales e imaginarias”, “conciencia territorial”, “integración al grupo” y cualquier otro factor que añada leña en ese fuego, me llevan a considerar ejemplos culturales de lo que, en pleno siglo XXI, cuando estamos a punto de parir versiones tecnológicas de nosotros mismos que nos sustituyan, cuando exploramos nuestro sistema solar y tenemos explicaciones bastante profundas sobre el Universo y sobre la vida, siguen dejando muy claro el arraigo de aquellos antecedentes biológico-culturales.
Por ejemplo, en recuerdo de batallas pasadas, sin entrar a considerar la justicia de su remembranza o la utilidad de su análisis histórico, el asunto de rememorar con un ejercicio expositivo de armamento, me parece casi intolerable, insisto, dado nuestro supuesto avance cultural. Al salir a marchar con miles de soldados armados, con tanques y tanquetas cargados de misiles, con abalorios y pegatinas de colores en las pecheras, hombreras y gorras de los líderes que dirigen parte de nuestro mundo, con música y coreografía que escenifica el arrojo y el heroísmo de humanos que se han asesinado, se asesinan y se asesinarán con otros humanos, yo veo gorilas machos enseñando sus testículos a otros gorilas machos, gorilas abriendo las piernas e inflando el pecho para luego darse golpes con sus propios puños y dejar clara la amenaza al otro, que pudiera ser muy extraño, por ejemplo, de otra especie, pero que es más común, dirigido al otro cercano, al que siendo igual que yo me amenaza con tomar mi poder, con ocupar mi puesto de liderazgo, a otro macho gorila.
Es triste. Es así, pero igual es triste. El que, habiendo tantos motivos para marchar juntos, para recrearnos en nuestras creaciones artísticas y tecnológicas, para cantar, coordinar y aunarnos como grupo, aun los humanos, especialmente los machos de la especie, nos dejemos dominar por los impulsos del poder gregario, territorial, xenófobo y violento, es triste.
No sé cuánto tiempo pasará, no sé si sobreviviremos a esta etapa de altísimo “desarrollo”, pero está claro que, desde otras especies, desde otros mundos y, ojalá, desde el mundo de nuestros propios descendientes, habrá un análisis muy duro sobre el nivel de estupidez que llegó a suponer esta “cúspide” evolutiva que llamamos humanidad.
Quizá esa esperanza en un futuro redentor supone también, inevitablemente, la apuesta por la feminización del poder. Si en 50 o 60 años las dos terceras partes de la humanidad están dirigidas por mujeres (en todos los espacios y niveles) y las cuatro quintas partes de los ministerios de defensa, generalato y oficialidad son femeninos, con al menos la mitad de la fuerza militar base constituida por hombres y mujeres, algo podría ser diferente. No por visión romántica de la mujer y sus relaciones, por simple asimilación de la carga evolutiva “extra” de violencia implícita en los roles más masculinizados del poder y su dinamización hormonal.
Quizá nuevos liderazgos, más mujeres, con una carga educativa distinguida, mucho más feminista, con más frecuente carga de proyectos políticos que desestructuren machismo y patriarcado, nos ayuden a salir de este atolladero. Si es sólo una apuesta de fe, pues quede suscrita solo por suponer un matiz diferenciador con respecto a miles de años de guerras tribales previas. Ojalá, además, se dé antes de la “sustitución” de humanos naturales por nuevos humanos “cargados” de nueva tecnología e inteligencia. Así, además, quizá esa IA sea también mejor.
En ese mundo nuevo, por favor, nunca más hagamos un desfile de armas. No digo que no recordemos a nuestros héroes y heroínas, más que todo como acto de constricción ante nuestros errores y omisiones, pero podemos hacerlo con mucho más respeto y consideración, sin necesidad de mostrar agresivamente nuestros genitales.