No es sencillo ser hija de un hombre machista. Mucho menos, asumirlo como un elemento que formará parte de tu vida y que, con toda seguridad, te afectará de una manera u otra. Me ocurrió siendo muy pequeña: cuando tenía ocho años, mi padre me dijo que las mujeres eran muy poco hábiles para los deportes y que no debía seguir insistiendo en participar en los improvisados juegos de béisbol que organizaban mis primos. Me lo dijo con la mejor intención del mundo y me recomendó “volver con mis muñecas”. Ni siquiera me gustaban las muñecas. Las pocas que tenía estaban olvidadas en un rincón de mi habitación.
—Pero siempre agarro las pelotas cuando las tiran —le expliqué impaciente— y corro muy rápido también. Puedo jugar.
—No, no puedes. Te vas a caer, lastimar las rodillas y después te pondrás a llorar —me aseguró—, no quiero que después estés por allí toda adolorida.
Dijo todo eso a pesar que hacía un par de meses atrás me había fracturado el brazo y no había llorado ni una sola vez. Incluso cuando una de mis maestras me tomó de la muñeca e intentó ayudarme, provocándome un dolor terrible. Había apretado los labios y de alguna forma había contenido el torrente de lágrimas que me cerró la garganta. Me enfurecí.
—¡Voy a jugar! —le reclamé a los gritos— ¡Yo quiero jugar!
Terminé castigada en un rincón de la enorme casa de una de mis tías, mirando por la ventana cómo mis primos se divertían corriendo de un lado a otro y arrojándose la pelota entre ellos. Mi padre se sorprendió de que aún estuviera enfurruñada por haberme prohibido jugar con la pandilla de chicos.
—¡Pero es lo normal! ¡Eso no lo hacen las niñas! —me intentó explicar—. Una niña no es buena en usar el guante ni el bate. No tiene la fuerza ni tampoco le gustan esas cosas. No seas malcriada.
Pasé semanas colérica y entristecida, obsesionada con la idea de que había algo realmente mal en mí que hacía que no me comportara de la manera como según mi padre debía hacerlo. Era un pensamiento triste y angustioso que me llevó esfuerzos sobrellevar, sobre todo porque venía a significar que era un bicho raro o peor aún, que no encajaba en ningún lugar.
Finalmente me armé de valor y le conté a mi abuela lo que me estaba preocupando: la inquieta posibilidad que hubiera cosas —como jugar béisbol, por ejemplo— que una niña de mi edad no podía hacer. Ella me dedicó una mirada desconcertada y luego se echó a reír.
—Por supuesto que puedes jugar béisbol y cualquier otra cosa que quieras y puedas —me respondió— eres una niña sana y muy despierta. ¿Por qué no podrías hacerlo?
—Mi papá dice que no es cosa de niñas normales.
—Las niñas normales están llena de curiosidad y quieren hacer muchas cosas. Y no hay nada que impida lo hagan, como no sea el prejuicio de alguien más — me explicó. No entendí mucho que quería decir, pero sí tuve claro lo principal: no estaba mal que quisiera jugar con mis primos. Me entusiasmé.
—¿O sea, puedo jugar pelota y fútbol y esas cosas?
—Por supuesto que puedes. Pero sólo si quieres.
Sí quería, por supuesto. Al día siguiente, mi abuela invitó a mi pandilla de primos y les ofreció el amplio jardín de su vieja casona para jugar. Y ninguno de ellos pareció muy sorprendido —aunque sí un par que me dedicaron miradas burlonas— cuando les pedí jugar pelota con el grupo. Mi primo mayor soltó una risita malintencionada.
—Tienes que ser muy rápida para atajar y lanzar la pelota.
—Soy rapidísima —le aseguré. Me hizo un guiño malicioso.
—Vamos a ver.
Resultó que no era tan rápida como yo creía, pero sí tenía un brazo fuerte y un talento natural para arrojar la pelota en línea recta a donde me indicarán. Confusa, un poco avergonzada por no conocer la mayoría de las reglas del juego, me las arreglé para no dejar caer ninguna de las pelotas y asegurarme de que siempre la atajara quien tuviera que hacerlo. Mis primos se tomaron mi entusiasmo como un buen síntoma y, aunque siguieron burlándose de mis piernas flacas y mi cabello en punta, comenzaron a considerarme un miembro más de los desordenados equipos del juego. Para el final de la tarde, nadie parecía recordar que era la prima más pequeña y todos me habían aceptado como uno “más de la pandilla”. Bueno, más o menos.
—Eres una niñita loca. ¿Cómo es que te gustan estas cosas? —preguntó uno de mis primos mientras bebíamos el jugo de naranja que mi abuela había preparado para nosotros. Me encogí de hombros.
—Porque me gusta —respondí, porque realmente no tenía ninguna otra explicación. Mi primo me dedicó una mirada sorprendida.
Muchos años después recordaría esa tarde como la ocasión en que había comprendido —aunque no lo supiera por entonces— que el mundo está lleno de restricciones, ideas limitantes y, sobre todo, roles artificiales que limitan el comportamiento de la mujer. Una y otra vez me tropezaría en el futuro con ese restringido punto de vista de mi padre sobre mi libertad personal y lo enfrentaría hasta comprender que no sólo podía hacerlo, sino que era necesario. Y que la mayoría de las veces, esa estructura que define lo que una mujer puede y debe ser, comienza desde el lugar menos esperado: la forma en la que sus padres y su familia le comprenden. Una idea dolorosa que todas las mujeres del mundo han enfrentado alguna vez y con la que la mayoría continuará luchando durante el resto de su vida. Y es que la percepción sobre lo femenino desde lo tradicional —esa percepción casi primitiva sobre el papel que una mujer puede desempeñar— parece ser parte de una serie de valores y percepciones muy distorsionados que se perpetúan de generación en generación.
En un país de mujeres y hombres conservadores como el mío, es difícil enfrentarse a esas pequeñas pero dolorosas percepciones sobre la identidad y el género. Sobre todo, cuando la mayoría de las veces son ideas que se asumen “naturales” y hasta socialmente necesarias. De padres que no dudan en criticar y restringir el comportamiento de sus hijas en beneficio de un deber ser difuso que poco o nada tiene que ver con la realidad.
Como me ocurrió a mí, un considerable número de mujeres se enfrentó durante su infancia a toda una serie de mensajes que intentaron limitar su libertad personal y hasta intelectual bajo el insistente argumento: “no es lo que hace una mujer”. Una situación dolorosa y la mayoría de las veces difusa que deja heridas considerables que lleva tiempo y esfuerzo cicatrizar.