Hace unos días, mi amiga S. escribió en Twitter que no deseaba ser madre. No lo hizo con afán de debatir el tema, buscar respuestas sobre su planteamiento o mucho menos, recibir consejos. De inmediato, una enorme y cada vez más agresiva multitud de comentaristas desconocidos, la atacó de forma directa con todos tipos de conceptos edulcorados, estereotípicos y retorcidos sobre la maternidad. Desde los habituales que intentan profundizar en la maternidad como un “hecho prodigioso e inevitable” (hubo quien utilizó esos términos) hasta los que consideran que tener hijos es una obligación biológica, aparejada a cierto tipo de instinto reproductivo primitivo. Una y otra vez, intentaron convencer a mi amiga que su “destino” era ser madre antes o después, no importa qué pudiera pensar. Que el mero hecho de tener un útero le hace maternal o incluso, una madre en potencia, no importa la decisión que pudiera tomar sobre su cuerpo o su análisis sobre el tema.
La discusión me deja un regusto amargo en la boca. ¿Cuántas veces habré visto los mismos argumentos, repetidos, versionados y reconstruidos para consumo público? ¿En cuántas películas, libros, noticias habré encontrado esa insistencia en que el instinto materno es una especie de elemento esencial de la personalidad femenina? Peor aún ¿Cuántas veces se da por supuesto, cierto e incontestable que toda mujer quiere ser madre? Una idea que me inquieta, pero más allá, me duele porque yo, no quiero serlo.
Hablemos claro: no se trata que me considero más moderna, más culta o distinta por el mero hecho de no sentir ningún llamado hacia la maternidad o ese tránsito biológico que parece insistir en que toda mujer de mi edad desea ser madre. O que debería serlo por una especie de responsabilidad social brumosa que nos empuja hacia esa decisión. Sólo se trata de una elección, tan libre y consciente como la de escoger en qué deseo trabajar o donde debo vivir. Pero mientras en otros aspectos de la vida, la sociedad parece ufanarse de haber comprendido — finalmente — que toda mujer tiene derecho a escoger lo que mejor le convenga de la manera de su preferencia, en lo tocante a la maternidad, la historia parece ser distinta. Porque la idea que toda mujer debe, quiere o al menos necesariamente considera la maternidad con una opción se asimila de manera tan profunda que cuando se contradice, desconcierta. Más de una vez, he recibido la misma mirada de asombro e incredulidad cuando dejo muy claro que no me interesa el tema de la maternidad.
– Todas las mujeres saben algo sobre niños, les viene natural — me insiste Joaquín, uno de mis amigos de la universidad, casado y padre de dos. Me hace sonreír su certeza, esa infantil convicción que la naturaleza femenina parece irremediablemente mezclada con su capacidad para concebir.
– Yo no sé absolutamente nada sobre niños — le respondo — me conoces desde hace el suficiente tiempo para saber que no se trata de una postura ni tampoco un capricho. No me interesa.
Joaquín sonríe, mientras toma un sorbo de café. Hemos tenido la misma discusión como para que podamos recordar con toda exactitud las anteriores. Siempre transcurren de la misma manera: primero esa incredulidad juguetona, luego la insistencia un poco más seria y finalmente, el desconcierto. Porque para Joaquín, el tercer hijo de una familia numerosa, con madre tradicional y que se llama a sí misma abnegada y padre de dos niñas pequeñas, la maternidad está en todas partes y forma parte de lo esencialmente femenino. Para él, la idea es indivisible e irremediable.
– Es natural que toda mujer tenga nociones sobre lo que es cuidar a un niño — insiste — mira, es simple: la evolución hizo a la mujer apta para concebir. Su cuerpo no es sólo capaz de dar a luz un niño sino, además, de saber sin que nadie se lo enseñe cómo cuidarlo. ¿No te parece lógico eso?
No, no me lo parece. Recuerdo mi torpeza, mi preocupación y sobre todo mi ignorancia en las contadas ocasiones en que he tenido que cuidar de un bebé. El pánico que me provoca esa confusión sobre el llanto, la risa o cómo puedo consolarlo. No hay ninguna sabiduría antigua, un instinto primigenio que venga a mi rescate mientras sostengo a un bebé que llora a todo pulmón o intento divertir a otro que parece más interesado en destrozar mis libros, que en prestar atención a lo que hago. De manera que, ¿De qué se trata esto? ¿Me falta algún elemento imprescindible? ¿Soy una especie de rareza biológica? ¿Qué ocurre conmigo que no disfruto de esa conexión universal con un niño? Cuando se lo comento a Carmen, la ginecóloga que me ha atendido desde que era una niña, suelta una carcajada.
– Que tengas un útero no te hace inmediatamente capaz de criar y educar. Te hace capaz de concebir, son ideas ligeramente distintas — me explica. También hemos sostenido conversaciones parecidas antes. En ocasiones, le cuento esas extrañísimas opiniones que todo el mundo parece tener sobre la mujer, la maternidad y las relaciones entre ambas cosas. Y Carmen ríe a carcajadas, venida de todas partes y de todas las opiniones, desconcertada y un poco asombrada de que nuestra cultura sea tan tradicional como simple. Pero claro que lo es, y por ese motivo, la presión sobre quien contradice esas pequeñas líneas de comportamiento se hace cada vez más fuerte a medida que el tiempo pasa — lo que ocurre es que en esta Venezuela que considera la maternidad como un atributo, esas cosas no se entienden muy claro.
Me cuenta de la mujer que llegó a su consultorio llorando porque luego de seis meses de casada aún no quedaba embarazada. Cuando Carmen le explicó que podía deberse a cientos de factores biológicos y no solamente a una probable infertilidad, suspiró con un alivio ancestral que la desconcertó. La mujer le explicó entonces que su flamante esposo tenía dos hijos de su anterior matrimonio y que el peso de tener “los suyos” la estaba asfixiando.
– ¿Pero no deseas esperar un poco? — me cuenta Carmen que le preguntó, preocupada por su nerviosismo — me refiero, a darte un poco de tiempo a ver que tal te llevas con los hijos, con tu esposo, con tu nueva vida.
– ¿Tiempo para qué? Uno se casa para tener hijos — le respondió aquella mujer, ingeniera, triunfadora, en mitad de la treintena — no puedo perder más tiempo.
– La presión social es inmensa, aunque nadie parece creérselo demasiado — me dice Carmen con cierto cansancio — en Venezuela, todo el mundo insiste en ser bastante moderno como para no pensar en la maternidad como una obligación. Eso, claro, hasta que la mujer pasa la treintena. Después de allí, las cosas parecen complicarse un poco.
Y de qué manera. Durante los primeros años de mi veintena, nadie a mi alrededor pareció preocuparse demasiado porque al parecer hubiera decidido no sólo ser soltera sino además, no tener un bebé. De hecho, recibí felicitaciones de los bien intencionados que consideraron muy sabia mi postura. “Oye, está muy bien que termines primero la universidad y conozcas el mundo real antes de involucrarte en algo tan complejo como una familia”, me decían, muy orgullosos al parecer de su comprensión. Cuando les insistía que se trataba de algo más terminante que un mero experimento personal, me dedicaban esa sonrisa paternal — o maternal, en todo caso — que dejaba muy claro que mi postura era postura era poco menos que una señal de inmadurez.
– Te quedan una buena cantidad de años por delante ¿Cómo puedes saber que querrás después?
– Tengo muy claro que la maternidad no es una opción.
– ¿Cómo lo tienes tan claro?
– Porque de la misma manera que a ti te parece debería sentir una inclinación natural por la maternidad, la tengo por otras cosas.
La conversación anterior resume las docenas de pequeñas discusiones, encontronazos y difíciles conversaciones que he sostenido con mi madre durante los últimos diez años, sobre todo, después que atravesé esa línea imaginaría de los treinta. Para ella, es impensable que tome una decisión tan terminante sobre un tema que definitivamente, me define. O que al menos, debería hacerlo.
– Estas asustada, eso es todo — me dice entonces — te asusta la responsabilidad de concebir y criar un niño. En eso te entiendo. Cuando tenía tu edad…
Cuando tenía mi edad, ya era madre. Mi madre tomó decisiones muy concretas siendo aún muy joven. Lo sé. Como otras tantas mujeres de su generación, mi mamá decidió que podía combinar su vida y aspiraciones maternales con la maternidad, en una especie de deber ser que definió de alguna forma esa revolución de la mujer “que lo tenía todo”. La recuerdo siempre muy contenta de tener esa capacidad de de disfrutar de su vida profesional y a la vez, de los pequeños placeres de la maternidad. Mi abuela, por su parte, se había dedicado a la vida hogareña desde el nacimiento de sus hijos y muchas veces me comentó que quizás no fue la decisión más idónea. “Siento que me perdí de muchas cosas”, me comentó en más de una ocasión con cierta tristeza que yo podía entender. Entre ambas, descubrí todos los matices de esa maternidad a dos tiempos, de esa necesidad de entender la crianza de un niño como una obsequio cultural y también, como una necesidad insatisfecha. Cuando le explico a mi mamá que no deseo por ningún motivo convertirme en madre, tuerce el gesto. Se irrita. Se ofende un poco, quizás.
– A ver, explícame, ¿Por qué te parece tan poco importante ser madre? De yo haber pensado de esa manera ¿Dónde estarías tú?
La pregunta no es dónde estaría yo sino dónde estarías tú, pienso pero no se lo digo. Y es que además de la inevitable brecha generacional, hay algo más profundo, elemental y desconcertante en esas dos visiones de algo tan primitivo y personal como la maternidad. Porque la capacidad para concebir de la mujer, parece ser del dominio público, un tema en el que todos pueden opinar y en el que de hecho, todos tienen una opinión.
Resulta asombroso y cuando menos inquietante, que la maternidad se debata como un atributo cultural necesario de la mujer y no como una de las tantas opciones y visiones de un mundo tan complejo como el femenino. Pero vamos, me digo, observando la expresión agria y dura de mi madre, la madre es una figura que se idealiza y se engrandece en nuestra sociedad. La abnegada, la mártir, la fuerte, la sensible, la amorosa, la luchadora. El refugio de las angustias, los brazos abiertos del amor. Toda esa letanía entre cursi y levemente manipulador que la cultura asume como real. Pero ¿Qué pasa con la mujer que no desea ser madre? Que no lo considera una opción viable, que cierra una puerta con delicadeza y firmeza a la opción. ¿Qué ocurre con la que simplemente ejerce esa libertad de decisión que no afecta a nadie más que su posible concepción de las cosas?
Casi todas mis amigas han contraído matrimonio. La gran mayoría son madres. De manera que la discusión continúa: Durante toda mi vida, me he tenido que enfrentar no sólo a quienes consideran mi opinión sobre la maternidad como antinatural, sino a quienes también creen que se trata de algún capricho intelectual inexplicable. Más de una vez, he recibido de varias de ellas largos sermones sobre el hecho que debo “afrontar” seré madre en alguna oportunidad de mi vida. Cuando les respondo que simplemente no tengo ninguna inclinación por la maternidad, la respuesta es una especie de desconcierto que tiene mucha relación con esa insistencia de la mujer como parte de un entramado tradicional de roles y estereotipos. Sólo que en esta ocasión, la discusión familiar se hace más enrevesada ¿Dónde encajo yo que no quiero criar como una madre devota, ni volverme abnegada después o sabia de cabellos blancos en la vejez, siempre junto a mis hijos? ¿Quién soy yo para contradecir a lo que madre naturaleza tiene dispuesto para mi desde antes de mi nacimiento?
Porque en lo tocante a la maternidad, la sociedad parece confiar muy poco en el criterio de quienes no la ejercen de manera natural o que no quieren hacerlo, en todo caso. He sostenido discusiones realmente incómodas con quienes opinan que mi negativa a convertirme en madre — o al menos, contemplar la posibilidad — disminuye mi rol femenino, me transforma en un personaje a la periferia sin mayor relevancia en la cultura a la que pertenecemos, un elemento sin definición en medio de un mundo de etiquetas.
— Estoy segura que en unos años, tu reloj biológico hará click y empezarás a enternecerte con los niños — me insiste con frecuencia una de mis amigas más queridas, madre de tres. La última vez que me lo comentó, nos encontrábamos sentadas en el parque preferido de sus hijos, mirándolos jugar. Suspiré cansada.
— ¿Trato mal a tus hijos?
— ¿De qué hablas?
— ¿Lo hago?
— No, eres la mejor tía consentidora del mundo.
Lo soy. Cada tanto, escribo un cuento dedicado para la menor de sus hijas, que ama la costumbre y siempre que puedo, telefoneo al mayor para conversar, ahora que tiene casi diez y sus padres le obsequiaron un teléfono celular. Y es que no se trata que tenga o sienta una antipatía especial por los niños: hablo que no deseo ser madre. No hay un sólo rasgo maternal en mi carácter, en mi manera de ver el mundo, en mi forma de concebirlo. Ninguno de mis planes futuros incluyen concebir ni mucho menos la crianza de un niño. Tal vez se trata de un tema de egoísmo, como me han sugerido algunos incrédulos o algo más profundo que aún no lo analizo, pero el hecho es que la maternidad no forma parte de mis opciones. Ni creo que lo sea en el futuro.
— ¿Entonces por qué supones se trata de un tema de decisiones o de temperamento? — le pregunto a mi amiga. Me mira un momento, se encoge de hombros.
— No entiendo cómo alguien no puede querer un hijo. En mi caso fue algo tan natural que nunca dudé sucedería.
— Y te entiendo — le digo con franqueza — pero eso no me ha sucedido a mi.
Durante mis tempranos veinte, yo también creí que se trataba, tal y como me aseguraba la mayoría de la gente, de una etapa. Me pregunté si se trataba de haber crecido sin niños a mi alrededor — soy hija única y la menor de las primas de una familia muy pequeña — o del hecho, que estaba tan concentrada en mis logros intelectuales, que todavía no había comenzado a considerar mi vida como algo más allá que un proyecto profesional o académico. Pero a medida que transcurrió el tiempo y continué sintiéndome de la misma forma, comencé a cuestionarme que todo fuera tan sencillo como una interpretación sobre mi estado de ánimo y mi manera de asumir mi feminidad.
Porque mientras todas las mujeres a mi alrededor sentían lo que parecía ser un llamado cultural a la maternidad y luego un impulso natural muy real, yo continuaba debatiéndome entre las dudas morales sobre el tema y el hecho simple y evidente que no deseaba tener hijos. Ni antes ni después. Por ningún motivo concreto pero tampoco una razón coherente. No deseaba hijos por la misma razón que algunas personas no disfrutan del café u otras tienen un gran talento para el baile. No forma parte de mi naturaleza integral.
Pero comprender eso, no hizo más sencillo mi tránsito de la primera juventud a la adultez en medio de un país que considera meritorio, necesario y casi indispensable que una mujer se mire a si misma como futura madre. Desde los inevitables comentarios familiares “¿Y para cuándo los niños’” hasta enfrentarme con reales problemas con respecto al tema. En una ocasión, un hombre con el que salía, pareció aterrorizado cuando le comenté que no sentía mayor inclinación por la maternidad. Primero bromeó sobre el tema y luego, cuando le expliqué que realmente no deseaba ser madre, ni antes ni después, no se lo tomó bien.
— Eso es antinatural. Además ¿Cómo puedes saberlo?
— ¿Quién mejor que yo para saberlo?
— Todas las mujeres quieren tener hijos.
— Yo soy mujer y no quiero.
— No…ahora.
La discusión terminó de manera muy incómoda, por supuesto. No hay manera de explicarle a alguien que contradices voluntariamente lo que parece ser el deber ser de tu género y sexo. Alguien lo comparó a una contradicción a lo “esencial” de ser mujer, como si mi capacidad para concebir fuera de hecho, la única característica destacable de mi identidad femenina.
— Si no eres madre, ¿Qué eres entonces?
— Soy una profesional preparada y además, una mujer con muchas aspiraciones.
— Un bebé es una aspiración.
— No la mía.
— Eso no puede ser natural.
Y es que esa es la objeción más frecuente cuando expreso una opinión que nadie parece entender y que de hecho, no desea entender. Con los años, he aprendido que quizás, debo enfrentarme al hecho que no ser maternal o en el mejor de los casos, no ser una hija de esa escuela de pensamiento que sugiere que toda mujer es madre por necesidad, me coloca en esa incómoda franja de quienes no encuentran su lugar en el mundo de las cosas comunes. Una de esas personas que siempre parece encajar con incomodidad donde no debe.
Porque la sociedad se define a sí misma a través de roles, pequeños papeles a desempeñar y tal vez, el hecho de rechazar lo que pone debes aceptar por las buenas, siempre te llevará a ese nada deseable rincón de los marginales, de quienes viven al borde, los que se replantean las costumbres culturales con más o menos éxito. Porque al fin de cuentas, la maternidad es una exigencia cultural que te brinda un lugar bajo el sol, que te otorga un lugar concreto en esa invisible pero evidente jerarquía social que todos obedecemos quizás a ciegas. Una herencia histórica dispareja que define a la mujer de la limitada experiencia de su rol biológico.
Con el transcurrir del tiempo, aprendí que muchas veces es mejor no explicar demasiado ese tipo de fisuras incómodas en la opinión popular. No sólo porque simplemente no hay un interlocutor que quiera escucharte — aunque sí opinar, lo que no deja de ser extraño — sino porque, además, esa pequeña batalla intima continúa, se extiende a todas partes, y tendrás que sobrellevarla con cierta tranquilidad probablemente por el esto de tu vida. Después de todo, al parecer hay un límite entre lo que asume natural, lo que desconcierta a la mayoría y esa interpretación del mundo tan privada como íntima.
Una grieta en la identidad cultural.