Hace unos meses, leía un artículo escrito por la pornstar Stoya titulado Es hora de que hagamos pornografía responsable y publicado en el periódico New York Times, en el que la actriz admitía que para bien o para mal, el cine de la triple X es la única fuente de información de buena parte de los adolescentes del mundo. No es una idea que extrañe a nadie supongo: la pornografía — barata e incluso gratis — parece ser una de las bondades de la gran red virtual y el motivo por el cual, el auge del cine adulto ha dado un salto exponencial durante las últimas tres décadas.
Pero a pesar de lo corriente de la idea, lo que sí resulta inquietante — y cuando menos sorprendente — es el hecho irrebatible que es un hecho evidente la mayoría de los jóvenes del mundo tienen su primer acercamiento a lo sexual a través de la industria. La mayoría comienza a conocer sobre su cuerpo, lo erótico (o lo que podría llamarse erótico) a través del sexo coreografiado, crudo y artificial del mundo del porno. A pesar que la pornografía no pretende educar, se convierte en un vehículo de información accesible y la mayoría de las veces confuso sobre lo que el sexo puede ser, la noción de la salud reproductiva e incluso, conceptos tan preocupantes como el consentimiento y la violencia sexual. Todo en un paquete atractivo y accesible.
Pienso en todo lo anterior mientras leo el artículo que mencioné más arriba, que además de ser un punto de vista novedoso sobre el negocio del sexo, está lleno de pensamientos y reflexiones preocupantes sobre la manera en la que una generación educada por internet asume la sexualidad propia y ajena.
Vamos, no se trata que la pornografía sea buena o mala. Ese jamás ha sido el debate o al menos, no es el que me interesa. El sexo vende, es un hecho comercial a cierta dimensión y continúa siendo parte de nuestra cultura, de manera que ¿por qué no analizarlo? ¿Por qué no asumir su peso y valor — porque lo tiene — dentro de lo que consideramos sexual?
Después de todo, el porno es un gran secreto cultural: se sabe que existe, se asume es parte de lo erótico, pero pocas veces se muestra con claridad. Una mezcolanza de tabúes a medio construir, de reflexiones sobre la naturaleza humana en estado crudo. Nos hace a todos un poco voyeristas, observadores de una gran orgía misteriosa que nadie acepta por las buenas, disfruta. Somos moralistas, eso hay que aceptarlo y la mejor prueba de eso, es que aún la pornografía sea una palabra que provoque sobresaltos, que asuste e incomode. Nadie quiere admitir que observa, pero lo hacemos. La pornografía podría ser entonces esa descripción dura e inmediata de una sociedad castrada, que decidió asumirse como pura, pero sin alejarse demasiado de la puerta entreabierta de esa habitación llena de gemidos que tanto le tienta. ¡Y de que manera!
De manera que resulta casi natural que esa inevitable pulsión sobre el sexo — lo prohibido, lo directamente considerado tabú — sostenga un negocio tan robusto como para que se haya convertido en un reflejo del ámbito sexual más allá de las escenas rocambolescas, extravagantes y cuyo único incentivo es la satisfacción directa.
Según recientes estudios, casi el 12% de todo el material que circula alrededor de Internet tiene contenido sexual — o está dirigido al consumo del material porno — y el 35% de todas las descargas hechas en la red contienen material sexual explícito. Además, cada año el acceso a la pornografía se reduce en edad, lo que quiere decir que con el transcurrir del tiempo el público consumidor del porno — esa gran base amplia que sostiene el negocio — es mucho más joven.
Las consecuencias son obvias: los expertos insisten en que una nueva generación de hombres — y en menor medida, mujeres — no se esfuerzan por desarrollar una sexualidad sana, sino que utilizan el porno como inmediata referencia a lo que el sexo puede ser. Una idea inquietante si trasladamos esa percepción utilitaria sobre el sexo crudo al mundo más allá de la pantalla: recientemente, la idea sobre los efectos del porno como único medio para interpretar la sexualidad estuvo en medio de una inquietante discusión, cuando en medio del juicio que se llevó a cabo contra la llamada “manada” que cometió una violación grupal durante la celebración de los toros en Pamplona, salió a relucir que los acusados eran cuando menos adictos a la pornografía y que solían bromear sobre sexo grupal. Por supuesto, no se trata de justificar la conducta delictiva debido al consumo de pornografía, pero no deja de ser preocupantes que un grupo de hombres jóvenes sean incapaces de distinguir el consentimiento y la coacción, llevados por la imagen la mayoría de las veces sumisa y complaciente de la mujer dentro del porno.
¿Se trata de una reacción a esa despersonalización progresiva y evidente a la que la industria somete a la mujer y al hombre, al sexo y a la sexualidad en general? Esa parece ser la opinión de Angela Gregory, psicoterapeuta sexual del Hospital de la Universidad de Nottingham, en Reino Unido. “Muchos pierden sensibilidad física y psicológica a la estimulación y excitación sexual normal. Pero otros tantos, en cambio, desarrollan hipersexualidad o un deseo sexual desaforado, una conducta potenciada por el consumo excesivo de porno”, afirmó la experta, autora de una investigación sobre el tema que arrojó preocupantes conclusiones como la anterior.
Si a eso se añade el hecho, que la mayoría de los adolescentes y jóvenes modernos inician su vida sexual con la masturbación frente a la pantalla de la computadora, la situación se torna preocupante. Porque el sexo no está concebido para educar, sino para satisfacer una fantasía y la mayoría de las veces tiende a exagerar y deformar la percepción sobre el acto sexual.
El siempre provocador Andy Warhol insistía en que “el sexo es más excitante en la pantalla y entre las páginas, que en las sábanas”. Una idea curiosa pero que parece definir el concepto de la pornografía actual. Ese gran negocio impenitente, millonario e inevitable que parece estar incluso en los lugares más inesperados de nuestra sociedad.