En una ocasión, Nan Goldin le insistió a un periodista de The Guardian que no era «narcisista ni voyerista», los dos epítetos más comunes que se le suelen dedicar debido a la mirada —en ocasiones obsesiva— de la fotógrafa sobre la intimidad propia y ajena. Pero Goldin, que lleva casi la mitad de su vida escudriñando el concepto de lo íntimo, privado y público a través de la fotografía, hay un concepto mucho más complejo y duro de comprender en el mero hecho de la contemplación de la realidad en estado puro. Para la fotógrafa no se trata de una percepción documental sino una concepción de la vida como una serie de escenas de profundo significado que la fotografía capta como un todo casi existencialista.
«En las fotos hay un esfuerzo por romper las fronteras entre los seres humanos, estar en un entorno íntimo para mirar a los demás de forma profunda. Tampoco soy voyeur, no miro a través de una ventana cerrada. Utilizo una cámara de cerca y las personas pueden cambiar aspectos de esta relación de gran confianza», confesó en la misma entrevista y añadió que desde su óptica, esa relación de intimidad entre el fotógrafo y a quien fotografía, es una relación poderosa que nace de manera casi espontánea. «Es imposible forzarla. urge de la relación y participo de sus latidos del corazón. No soy una moda, aunque con mayor reconocimiento me atacan más». Goldin, que ha batallado con la censura más de una vez, también está convencida que esa ruptura de paradigma le hace avanzar hacia ciertos dolores y traumas sociales que se reflejan en su trabajo casi de manera casual. «El pudor crea el prejuicio».
Pero ¿Qué hace que el trabajo de Nan Goldin sea tan polémico? ¿Qué provoca reacciones tan encontradas, emocionales y la mayoría de las veces incómodas con respecto a lo que muestra su extenso trabajo fotográfico? Tal vez no haya una respuesta sencilla para eso. Goldin es una artista instintiva y nocturna, que creó sus propias reglas y un estilo fotográfico que prospera al borde de cierta intención fotográfica tradicional. La fotógrafa se hizo de un nombre durante los primeros años de la década de los ochenta, registrando con un ojo pasional y profundamente compasivo su vida y la de sus amigos más cercanos, un grupo disoluto en el que incluyó adictos, prostitutas, travestis y toda una sinfonía de lo extraño y lo enigmático de una época de ruptura. Utilizó la fotografía como una fuente inagotable de exploración de lo auténtico y sobre todo, lo profundamente humano y lo llevó a una dimensión desconocida hasta entonces en la fotografía. Sin quererlo, Nan Goldin redefinió lo que la fotografía podía hacer y lo que podría aspirar a lograr en las décadas siguientes: Un espejo en movimiento de la vida cotidiana pero con una serie de tintes más exploratorios y emocionales por completo novedosos.
Para Nan Goldin la fotografía es una interpretación de la realidad mucho más compleja que el simple acento subjetivo o el registro espontáneo. Quizás por ese motivo, su serie más conocida «La balada de la dependencia sexual» sea mucho más que un ensayo sobre la humanidad y la intimidad de quienes le rodeaban que una mirada fotográfica sobre su entorno. Concebida como una presentación de diapositivas que retrataba a sus amigos más cercanos en momentos incómodos o directamente desagradables, la mirada fotográfica de Goldin la llevó a explorar algo más profundo y emocional: Su estudio sobre la subcultura de las drogas duras en el lado más tétrico de Nueva York no sólo resultó ser una impactante que la mera intención de documentación, sino que además creó toda una percepción inédita de la fotografía como recurso expresivo.
La obra asombró por su crudeza pero también por su completa franqueza: No hay nada artificioso en las poderosas escenas de amor, sexo y violencia que la cámara capta. Goldin no sólo atravesó una serie de líneas invisibles sobre la intimidad sino que también, analizó la vulnerabilidad, el temor y los pequeños dolores existenciales desde una óptica privilegiada y compasiva. Aunque el punto de vista de la fotógrafa es directo, no es por ello destructor o mucho menos crítico. Se trata de un recorrido emocional por cierto tipo de dolor espiritual tan contemporáneo como invisible, que Goldin convirtió en una perdurable obra de arte.
La serie se presentó por primera vez en la bienal de Whitney en Nueva York de 1985 y causó revuelo. Goldin fue acusada de «pornógrafa» y enfrentó sus primeros escarceos con la censura, cuando algunos críticos señalaron su trabajo como «excesivo y grosero». No obstante, también hubo un reconocimiento unánime a su capacidad para transformar la fotografía en una visión orgánica y devastadora sobre la fragilidad del hombre y su realidad. Una visión carente de idealizaciones y concepciones sobre la naturaleza humana. El año siguiente, la serie llegó a las librerías como un libro que emulaba un álbum de fotografías. El éxito fue inmediato: Nan Goldin se convirtió no sólo en exponente de un nuevo movimiento en busca de la realidad descarnada de la fotografía sino en su rostro más reconocible.
La influencia de Nan Goldin en la fotografía contemporánea es notoria. Para la curadora fotográfica y escritora Susan Bright, el trabajo de Goldin marcó un antes y un después en la búsqueda especulativa de la imagen y sobre todo, en su pretensión de construir una mirada fresca sobre lo que lo que atañe a la fotografía como medio artístico. Con las fronteras entre lo privado y lo público —o lo que puede ser mostrado a través como objeto fotográfico— desapareciendo para crear otras, hay una búsqueda eminente e insistente de un sentido por el cual se fotografía. O mejor dicho, un análisis subsecuente y duro sobre la imagen como una forma de ensayo necesario sobre la vida que capta y traduce como imaginario estético. «Uno sólo tiene que enseñar a una clase de estudiantes de fotografía de pregrado a darse cuenta de su influencia. Su ideas de tomar el quehacer fotográfico y convertirlo en medio para comprender a los miembros de la familia cercana, amigos o ideas de la comunidad es revolucionaria. Goldin le ha dado legitimidad a un enfoque que ha sido cruelmente adoptado y entendido como “Estilo de instantánea” o “diarístico”. Yo diría que su trabajo ha llegado a representar todo un estilo nuevo poco relacionado con ambos términos», insiste la experta.
Por supuesto, la propuesta de Goldin no es otra cosa que una búsqueda de cierto tópico que terminó redefiniendo a través de un sostenido esfuerzo por analizar la realidad como acto creativo. Cuando Nan Goldin llegó a Nueva York en los años sesenta, sólo tenía un grado como fotógrafo en la escuela de Bellas Artes de Boston y ninguna intención precisa sobre lo que deseaba hacer como discurso estilístico. Por entonces, la fotógrafa artística más reconocida del medio era Cindy Sherman: su trabajo «Untitled Film Stills» (1977–1980) dominaba no sólo la propuesta artística sino que meditaba sobre todo tipo de tópicos sobre la sexualidad, el género y los estereotipos desde un punto de vista original que sorprendió a críticos y al mundo artístico norteamericano. Goldin jamás se sintió atraída por esta leve parodia de la realidad, pero sí comprendió sus fines y motivos. Todo un descubrimiento que mostró a Goldin las posibilidades de la fotografía como herramienta de búsqueda de respuestas existencialistas y sobre todo, la síntesis de una propuesta honesta sobre la necesidad de la identidad artística.
Hay algo mórbido, crudo y en ocasiones temible en la imágenes de Goldin: Su retrato de la vida común carece de cualquier elemento artificial y se presenta como una sucesión de preguntas sin respuestas. Ninguno de los retratados o las escenas que muestra tienen un objetivo único como construcción visual. Es una mezcla —una síntesis en ocasiones sin forma ni sentido— de un sentido único a esa gran cualidad vitalista que define el trabajo de la autora. Una mirada curiosa e invasiva que sin embargo, no llega a romper el delicado equilibrio entre lo que se muestra —como hecho visual y estético— y el mensaje que podría expresar esa obsesión por la cercanía, el poder de la imagen como vehículo de comunicación y la terquedad de Goldin por insistir en un tipo de belleza realista, sucia y en ocasiones grotesca.
Goldin asumió el hecho fotográfico como una interminable sucesión de escenas inmediatas y quizás por ese motivo, en plena época de la cámara digital, Instagram y el hallazgo del documento efímero, su trabajo continúa siendo tan poderoso y vigente. Incluso se le acusado de abrir la puerta hacia esa exploración casi violenta de la vida cotidiana a través de la imagen, lo que no sólo sorprende a la fotógrafa sino que además, la desconcierta. «No puedo ser responsable de todo lo que ha ocurrido desde entonces», llegó a responder donde una entrevista con el New York Times en que se le cuestionó al respecto. «La mayoría de esas cosas son tan fáciles y carecen de cualquier tipo de profundidad o contexto emocional. Hoy en día, la gente se olvida de lo radical que fue mi trabajo cuando apareció por primera vez. Nadie más estaba haciendo lo que hice».
Con sesenta años, Goldin conserva la misma inquietud rebelde y contestataria de su juventud. Se asume como reformadora pero en ningún caso como vanguardia de movimiento alguno, a pesar de ser serlo, de una forma y otra. La idea para la fotógrafa tiene algo de rígido y académico, planteamientos a los que ha rehuido durante buena parte de su vida. Su trabajo continúa siendo fuente de discordia y escándalo, aunque por supuesto, ha sido absorbido por cientos de planteamientos idénticos. Pero Nan Goldin continúa luchando ya no tanto por la originalidad, como por la necesidad de encontrar un lenguaje personalísimo que intenta subvertir el orden del arte como medio expresivo.
Nada es sencillo en la mirada fotográfica de Goldin y no lo es, porque la fotógrafa parece obsesionada por la necesidad de encontrar una forma de enarbolar ideas concretas que se manifiestan con una asombrosa originalidad. Por ese motivo, aunque han transcurrido casi treinta años desde la publicación de «La balada de la dependencia sexual» —y convertido en un clásico de la fotografía— la fotógrafa sigue cuestionando a fondo los motivos narrativos que sostienen cualquier pieza fotográfica. Una especie de disyuntiva perenne que llena no sólo su trabajo posterior sino que además, analiza la pertinencia del lenguaje fotográfico que realiza como algo más que una provocación.
En una ocasión la artista escribió que la «Balada de la dependencia sexual» era un diario privado que permitía leer al público. La cámara convertida en una extensión de su mano y de su ojo, en un intruso y también parte de su circulo de amistades. Se trata de un concepto que a la distancia no parece tan sorprendente como pudo haberlo sido en una década en la que aún se debatía el pudor y la censura como límites del lenguaje artístico. «Transgredimos las normas sociales, pero no éramos gente marginal», explica la fotógrafa en un vídeo dirigido por Emma Reeves que suele acompañar sus exposiciones. «Éramos parte del mundo. No nos sentíamos marginados porque no nos importaba nada lo que la gente convencional pensará de nosotros. No teníamos tiempo para ellos, y ellos no aparecían en nuestro radar de acción. Éramos muchos los que vivíamos así, dentro de ese estilo de vida».
Nan Goldin siempre le ha exigido la verdad a la fotografía. Y quizás por eso, no encontró otro recurso más sincero para honrar esa exigencia que contar su propia vida: «La balada es algo que hice para mí, y el porqué tomé estas imágenes fue la prueba de lo que viví. Y esto es algo que nadie podrá revisar», escribe en el prólogo de uno de los libros recopilatorios de su obra. Lo hace con la misma sinceridad a toda prueba con que mira la realidad y con la que sin duda, se mira a sí misma. La imagen convertida en una puerta a los lugares más oscuros de la vida y de su propia mente. Un reflejo profundamente significativo de la realidad.