Eres bruja y no lo sabías

Eres bruja y no lo sabías
octubre 17, 2023 Aglaia Berlutti

En la novela de Madeline Miller Circe, la clásica bruja literaria se enfrenta a su padre Helios y a Zeus, por obtener su libertad. Lo hace casi de manera accidental, luego que se hiciera evidente, poseía capacidades extraordinarias que la hacían especial, incluso en los dominios de los Dioses. En medio del enfrentamiento, Helios expresa preocupación por lo que su hija puede hacer y señala que tiene “más poder del que hace sentir cómodos a los hombres”. La novela de hecho, recorre el mito de la bruja desde la perspectiva de la mujer y su relevancia: Circe no es solamente un héroe o cómo se le suele retratar, una villana de retorcidas intenciones, sino una bruja que debe tomar decisiones — la mayoría de las veces impulsivas — para salvar su vida, su integridad e incluso, su futuro. Al final, la bruja de Miller es la encarnación de un tipo de percepción sobre lo femenino que resulta novedoso aunque en realidad es muy antiguo. La mujer incómoda, transgresora, subversiva y por todo lo anterior, peligrosa.

Para la profesora de literatura renacentista de la Universidad de Exeter Marion Gibson, la cuestión va mucho más allá. Las brujas históricas son una combinación de lo irrealizable del ideal femenino y además, del temor a la castración y la capacidad de la mujer que suele tener cualquier cultura cuyo poder se base en la sangre, la herencia matrilineal y lo portentoso. Para Gibson, la historia nos enseña que las brujas deben ser castigadas por encarnar un tipo de prejuicio sobre la mujer muy antiguo: el monopolio de la sabiduría.

A través de la historia, las mujeres con poder han sido reinas con enorme influencia sobre sus maridos e hijos, cabezas coronadas por derecho propio, pero también, curanderas, parteras, herederas de conocimiento oral, por lo que su sabiduría debe atacarse mediante interrogatorios, torturas y ejecuciones. Un punto de vista que aún en la actualidad es válido: El presidente Donald Trump suele llamar “brujas” a cualquier mujer capaz de adversar, confrontar y defender su opinión. En plena época #MeToo, la mujer poderosa es también la interlocutora de causas que sostienen su rebeldía intelectual y se construyen desde la devoción y la concepción del bien y el mal arbitrario.

Hace unos años y a propósito de una investigación universitaria, me encontré analizando con cuidado la idea de la identidad de la mujer poderosa — la Diosa, la bruja, la sabia, incluso la malvada — en la literatura occidental. Recuerdo que por entonces, me encontré con todo tipo de reflexiones sobre el tema pero además de eso, con un vacío de información que parecía abarcar el hecho de la mujer extraordinaria — esa figura que pocas veces aparece en el arte más allá de la idealización — como una idea directamente relacionada con algo más elaborado, meritorio y extraño. Esa percepción de lo femenino místico, irreal, profundamente arraigado en el subconsciente colectivo como una premisa que se toca poco y mucho menos, se analiza con la debida profundidad.

— Mira, se trata de la forma como se reflexiona sobre la mujer en contexto — me dijo una de mis profesoras cuando pedí su consejo — ese conocimiento esencial sobre el hecho de la mujer: eres doncella, eres madre, eres puta, eres sabia. Entre esas cuatro casillas, existen grises que pocas veces se analizan y es esa versión de la mujer lo que buscas. Para los antiguos, la mujer era sagrada. Después, la mujer se hizo peligrosa.

La profesora estaba tan obsesionada como yo con los textos medievales sobre la iluminación y la comprensión del conocimiento, en los que obviamente, la figura de la mujer tenía poca cabida. Aún así, la figura seguía presente, siendo parte de una idea general sobre lo creativo muy relacionada con la Diosa o la divinidad relacionada con la mujer. Una idea que parece subsistir a pesar de los intentos de la Iglesia católica y la cultura en general por ocultar, minimizar y menospreciar al simbolismo asociado con la divinidad femenina.

— La cosa es así: la sabia siempre ha sido parte de la imaginería popular, pero también de algo más amplio, más elaborado y más elemental sobre la forma como concebimos los símbolos. De modo que la Diosa, la Poderosa, la Bruja, son manifestaciones de la mujer Sagrada, que está en alguna parte de nuestra mente.
— ¿Olvidada? — le pregunté en esa ocasión. Ella sonrió.
— Oculta — me respondió — lo que quiere decir, que se manifiesta de manera simbólica.

Con frecuencia, la idea de una divinidad con identidad femenina desconcierta. Años de visión Patriarcal, y sobre todo, de la insistencia de un Dios Mecanicista — Yo lo construyo, todo se construye en mi — hace complicado comprender la idea de la Diosa Primigenia, la Diosa del Bosque sin nombre, la Deidad femenina dadora de vida. No obstante, la idea de la Divinidad femenina ha sido una constante en numerosas culturas. Desde la esposa — equilibrio hasta la Diosa de todos los rostros, la idea de la creación con forma de mujer no es nueva ni mucho menos, novedosa.

Era una adolescente cuando leí por primera vez a Robert Graves. Y no lo hice en relación alguna con sus obras, si no investigando sobre la misteriosa Laura Riding, su amante y escritora maldita que por unos años, me tuvo obsesionada. Por cierto que ella en sí misma merece todo un artículo, pero esa es otra historia. Lo cierto es que, por supuesto, terminé leyendo la obra de Graves y encontré que el escritor había logrado conjugar no solo la visión teológica de una Divinidad con atributos femeninos, si no además, dotarla de una dimensión histórica y literaria que me dejó no solo asombrada, si no por supuesto, cautivada.

Para Graves, la Diosa Madre, asume muchas formas. Es de hecho, una visión sobre esa capacidad de la naturaleza de ser hermosa y bondadosa, cruel y destructora a la vez y es que Graves engloba la visión de lo femenino a través de extremos. Sus arquetipos son siempre opuestos y más aún, complementarios, creando una especie de teología de lo femenino que por extraño que parezca, se contradice y se complementa entre sí. De hecho, los arquetipos de la bruja buena y mala son sólo dos de ellas. La mujer que puede ser tanto amante como asesina, la Medea maldita y triunfante que parece repetirse tantas veces en la historia Universal, no solo como estereotipo, si no además, como visión sobre lo esencialmente femenino.

Tal vez por ello, esa disyuntiva constante de la Santa y la puta, de la tentadora y la que purifica. La perdición y la salvación. Para Robert Graves todas las facetas de la divinidad inquietante y misteriosa, se funden en una identidad con rostro de mujer. No es casual por cierto, que la más famosa evocación de la Diosa Madre en la literatura reciente es probablemente la descripción que hace de ella Robert Graves en La Diosa Blanca. El autor asocia la Diosa Madre a la musa y a la luna, y llega a afirmar que ninguna composición poética es verdadera poesía si no la invoca.

Tal vez tomando como referencia inmediata los Romances y otras formas literarias históricas, la prueba decisiva de la inspiración de un poeta, podría decirse, es el esmero con el que pinta la Diosa Blanca y la isla sobre la que reina. La razón por la que un poema nos hace poner los pelos de punta, lagrimear los ojos, cerrar la garganta y sentir un escalofrío en la espina dorsal es que se trata de un verdadero poema, y un verdadero poema es necesariamente una invocación a la Diosa Blanca o Musa, a la Madre de Todos los Vivientes, al antiguo poder del miedo, y de la sexualidad… la araña hembra, o la abeja reina, cuyo abrazo significa muerte. Según Graves, este principio se aplica al mundo literario al completo: desde los cuentos de Hadas, hasta los más pequeñas historias que tengan a una mujer como protagonista.

En la visión de Graves hay una capacidad enorme para sintetizar, esa identidad divina de la Mujer en todas sus sutilezas y sentidos. Según el autor, la Diosa, más allá de una entidad esencial y etérea, es una idea que engloba la feminidad, la divinidad y el concepto de misterio en sí misma. Hay una necesidad del escritor de englobar toda idea divina y terrenal en una sola identidad, en el rostro de la Diosa blanca, que a la vez es mujer y también, por supuesto, espíritu creador.

De manera que, para Graves ¿Quién es la Diosa Blanca y qué tiene que ver con las brujas? Es “una mujer bellísima, delgada, con nariz aguileña, el rostro de una palidez mortal, los labios rojos como serbas salvajes, los ojos de un azul increíble y largos cabellos rubios; se transformará de repente en cerda, yegua, perra, asna, comadreja, serpiente, lechuza, loba, tigresa, sirena u horrible arpía”.

La Diosa Blanca de Graves demuestra que todos las formas en que conocemos a la bruja — desde el moderno arquetipo de la bruja a la Walt Disney como la vieja fea y mala con la nariz y el mentón curvados hasta el antiguo estereotipo de la curandera que habitaba en un bosque secreta, tienen la misma progenitora divina, la antigua y pagana Diosa Madre, la Reina del Cielo, conocida también con el nombre de Ísis por los egipcios, de Ishtar por los asirios, de Inanna por los sumerios y de Astarte por los fenicio.

Corresponde también a Venus/Afrodita, que era, en los tiempos antiguos, más que una simple diosa del amor, una poderosa creadora de vida y de muerte. Todas las versiones de la divinidad concebidas como una estructura sacra que sostiene la versión de la mujer como una concepción de la realidad y la interpretación colectiva de la incertidumbre.

Para el escritor, toda la verdadera poesía es en realidad una evocación a la antigua diosa adorada en el Cercano Oriente y en Europa. La noción sobre el culto primigenio a una Diosa sin nombre sobrevive en el lenguaje de la poesía, aunque parezca haber desaparecido de todo documento escrito desde hace siglos. Lo singular es que sin duda, la percepción sobre la mujer Sagrada — la amante, la hermosa que todos los verdaderos poetas la honoran, consciente o inconscientemente — es el hecho que engloba un lenguaje mítico usado por los poetas de forma reiterada y construida a través de todo tipo de ideas que parecen superponerse entre sí.

Se trata de una idea fascinante: ¿Hay un tipo de simbología oculta, elaborada convertida en un discurso proverbial y constructivo a partir de esa sombra de una divinidad desconocida que sin embargo parece formar parte de la noción colectiva sobre lo sagrado. Lo más sorprendente, es que la idea de Graves — esa presencia absolutamente misteriosa de una mujer poderosa y deseada por el hecho mismo de su poder — parece de pronto encontrarse en todas partes. ¿Es a ella a la que se brinda culto y elegía en La Belle Dame Sans Merci de Keats, por ejemplo? ¿la encantadora que representa el amor, la muerte y la inspiración poética, la moderna encarnación del tríplice aspecto de la diosa? ¿Se encuentra en los textos de Shakespeare a Spencer, a Donne, a John Clare, a Coleridge, a Keats, a Yeats y otros?

La teoría de Graves es innegablemente sugestiva y poderosa. No se trata por cierto de una idea feminista o de homenaje a la mujer (a pesar de su apasionada fidelidad a la musa) sino de un análisis de la idea sobre lo femenino (divinizado, sacramental) elaborada. Hay una percepción extravagante en su forma de concebir a la inspiración creativa: la elabora y la condiciona relación entre la musa y el poeta en sentido sexual (un erotismo de la mente) que asume y se asemeja a esa versión de YO sustantivo que se crea a partir de la idea de la escritura como un acto personalísimo. De modo que para Graves, la diosa y bruja, bruja y poetisa, son creaciones del mismo punto de vista, la creación absoluta enmarcada dentro de una percepción elaborada sobre el bien y el mal, la belleza y lo profundamente significativo.

 

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