Leda (Olivia Colman) parece desdichada y confusa durante las primeras escenas de La hija oscura (2020), el largometraje debut de Maggie Gyllenhaal. El personaje atraviesa un estado intermedio entre una sutil amargura y la desdicha. Colman, con otra de sus actuaciones brillantes, imprime al personaje la rara condición del anonimato. Sin identidad o un lugar entre una multitud de desconocidos, Leda naufraga en una infelicidad plácida. Pero también, lidia con un lado oscuro incómodo que la directora y guionista no muestra de inmediato. Lo que sea que ocurra en el interior del personaje, es un paisaje invisible de heridas a medio cicatrizar. Uno que, además, empuja a esta mujer solitaria de mediana edad, a un terreno nuevo y agreste en el que deberá lidiar con sus traumas, sufrimientos y pesares en soledad.
El film es una elegante adaptación de la novela del mismo nombre de Elena Ferrante, seudónimo de uno de los misterios más curiosos del mundo editorial actual. En la literatura, el seudónimo suele ser una manera no tanto de proteger la identidad del autor sino una declaración de intenciones. Una percepción muy directa sobre las implicaciones y la forma como quien escribe percibe su obra. Pero más allá de eso, se trata de una percepción directa sobre los motivos para crear del escritor y la percepción sobre el objeto destino de cualquier libro. El seudónimo protege, pero también, se erige como una metáfora sobre el resultado final de lo que se cuenta.
Quizás por ese motivo, el caso de Ferrante sea tan notorio y se haya debatido con tanta insistencia. Se trata de la autora — o autor, según la versión de quien cuente la historia — de un notable éxito que consiguió la proeza de mantener su identidad oculta en plena época de la hiper información. Pero, además, la insistencia de Ferrante en no divulgar su nombre es un mensaje claro acerca de su apasionante mirada literaria y su mundo privado. Para Ferrante, escribir es una aventura profundamente personal, que no admite revisiones ni miradas ajenas.
En La hija oscura, hay una clara impronta sobre el misterio, lo que se oculta debajo de dimensiones complejas y en especial, de un juego de espejos que se hace más incómodo a medida que avanza la narración. Publicada antes del fenómeno de la llamada tetralogía napolitana de la escritora, la novela es una concepción durísima sobre la maternidad, la individualidad femenina y las luchas misteriosas por la preeminencia del poder personal. Todo reflejado en la relación complicada y ambigua entre sus dos protagonistas.
Gyllenhaal lleva la misma tensión a la pantalla grande y, además, añade la urgencia de la huida. La directora no muestra de inmediato qué es lo que Leda oculta o en todo caso, la obsesiona. Al contrario, juega con el enigma tanto tiempo como puede hasta construir una cuidadosa mirada hacia su mundo interior. El guion, que atrapa el ritmo y el tono de la versión en papel y lo lleva a una versión argumental incómoda, sigue con tenacidad al personaje de Colman. Lo observa, lo analiza, trata que sea tanto el núcleo de una mirada en dos direcciones — el pasado y el presente — que no llega a definirse del todo. La Leda de Colman es una criatura herida, una mujer cansada pero también, una singular pieza en un mecanismo de preguntas y presunciones sobre sus paisajes íntimos.
Lo que sorprende de La hija oscura, es el hecho que todo su complicado y elegante recorrido por la psiquis femenina, sea tan preciso como desprovisto de juicios morales. Del cine que solía percibir a la mujer como objeto del deseo, símbolo de abnegación o dolor en estado puro, Gyllenhaal brinda a su película un tono austero, pero también, una madurez sobre la figura de la mujer imperfecta. Una clara reinvención de un tema que se ha tocado cada vez con mayor soltura en los últimos años.
Los personajes de Gyllenhaal son complejas y elaboradas obras de arte o lo que es lo mismo, aproximaciones insólitas de enorme valor simbólico. La mirada de la directora — analítica, dulce y por momentos brutalmente honesta — es un recorrido que construye una esplendorosa visión sobre el paso del tiempo, la madurez femenina, los dolores y temores del espíritu humano. Pero más allá de eso, Gyllenhaal parece obsesionada con la percepción del poder femenino, sus estratos más oscuros y la coincidencia de los pequeños trozos de historias que se unen entre sí para crear algo más amplio.
El film juega con las pequeñas y grandes vicisitudes de sus personajes como un gran lienzo que se completa con cuidado, con duras reflexiones sobre la emoción y su trascendencia, pero, sobre todo, una dolorosa comprensión sobre el amor y sus alcances. Una apasionada reflexión sobre la identidad, la pérdida de las ilusiones y la esperanza como puerta abierta hacia la tranquilidad espiritual.
En La hija oscura la apuesta es arriesgada. Desde el rechazo, el desamor, el juego de los secretos y misterios a medio develar de una familia corriente, la directora encuentra una formidable capacidad para narrar la vida de todos los que componen el mosaico de sus personajes. De sostener un recorrido y una virtuosa percepción de lo imposible, que se anuda y se vincula a un mapa mucho más profundo sobre las emociones, el poder de la fe y la virtud de la desesperanza.