Una vez leí que por mucho tiempo, el peor castigo que la sociedad cristiana patriarcal había esgrimido contra las herederas de Eva había sido el anonimato. Encontré la frase en un interesante libro sobre la mujer y la liberación intelectual y jamás la olvidé, aunque me llevó unos buenos años comprenderla.
No es fácil, aceptar que la sociedad donde vives mira a la mujer de reojo, tiene una opinión sobre ella que parece superar y sobrepasar tu individualidad. Y tampoco es fácil notarlo, aunque los indicios parecen estar en todas partes: desde niña te educan — te presionan — para amoldarte a un rol social tan específico que resulta asfixiante, restrictivo. Y esa obligación del deber ser, del eres-una-mujer-y-eso-implica-un comportamiento está en todas partes.
Recuerdo las ocasiones en que una de mis vecinas me preguntó muy seriamente si mi madre no me reprendía por llevar el cabello suelto y sin peinar. Por entonces tenía unos ocho o nueve años y nunca, que yo recordara, había tenido la necesidad de peinarme de otra manera que no fuera con los dedos, para quitarme de la cara los mechones de cabello enredados. Por supuesto, a mi vecina, tan mujer tradicional — lo que sea que eso signifique — esto le parecía incomprensible.
– ¿Y tu mamá no te regaña por andar así toda desaliñada? — me preguntó. Recuerdo que su pregunta me pareció muy extraña. Mi mamá era una mujer muy pulcra y femenina pero que a la vez, no consideraba que llevar maquillaje o ir bien peinada significara otra cosa que solo eso: una manera de apreciar su propia estética.
Por supuesto, era muy pequeña para pensar en esos términos, pero sí sabía algo muy concreto: a mi mamá le importaba muy poco si llevaba la camiseta dentro del pantalón, el cabello recogido con un lacito o los zapatos limpios. Mi mamá y mi abuela, podían estar muy en desacuerdo con muchas cosas, pero en lo que ambas parecían coincidir era demostrarme desde niña que la mujer lo es, esencialmente, por algo más tangible que la manera de vestirse o llevar el cabello.
– No, yo nunca me peino — respondí, resumiendo todos esos pensamientos de la mejor manera que supe. Mi vecina me dedicó una mirada dura.
– Eso es de niños.
– Yo soy una niña y no me peino.
– Por eso está mal.
– ¿Quién lo dice?
La anciana apretó los labios. Era una mujer muy bonita, con su cabello castaño bien teñido siempre peinado cuidadosamente, los ojos maquillados y la ropa impecable. Había algo en ella contenido, preocupado, tenso. Siempre me producía la impresión que esa nítida higiene personal tenía algo de duro, como una superficie muy pulida que cuesta esfuerzo mantener. Con ocho años, no lo pensé en términos tan complejos. Quizás ni siquiera lo razoné: solo supe que no quería ser así.
Porque a la mujer se le exige. La sociedad asume una identidad para lo que considera femenino a trozos de muchas ideas sobre lo femenino, que no parecen encajar muy bien. Hablamos de todas esas variaciones de la mujer que forman parte del imaginario popular: la hija disciplinada, la mujer joven decorosa, la madre abnegada, la anciana cálida.
¿Qué ocurre con quienes no encajamos allí? ¿Qué ocurre con las que no nos miramos como parte de una idea de género sino como parte de una conciencia individual? Al rincón de los marginados, pienso con frecuencia. A esa zona de las que no entienden — ni quieren — un nombre o una imagen que completar, que insisten en mirarse más allá del rol legal, formal, cultural y social que obtuvieron por el sólo hecho de nacer con un útero y una vagina. Del rol biológico al estereotipo cultural, sólo hay un par de tetas, escuché decir una vez a mi tía L, y aunque en un primer momento la frase me hizo reír, con el correr de los años terminé temiéndole un poco.
Porque la mujer, lo que somos, lo que aspiramos a ser, rebasa la visión paternal de una cultura que nos mira a través de esa diminuta rendija, que nos define a medias y que nunca nos comprende en realidad.