El delito de ser mujer.

El delito de ser mujer.
marzo 28, 2021 Aglaia Berlutti
feminismo

Durante la segunda semana de Marzo del 2021, hubo tres feminicidios en el estado Bolívar. En menos de un día, tres mujeres fueron asesinadas de forma violenta y por motivos asociados a su género. Milanyela Mariana Carvajal Jiménez, Alyamil Josefina Torres y Daniela Geraldine Figueredo Salazar murieron casi el mismo día y por razones parecidas. Pero en Venezuela, la discusión no es la crítica gravedad de la situación que demuestran sus casos. Mucho menos, el hecho de lo que supone que incluso, una de ellas, haya sido ejecutada a sangre fría por evitar ser violada. El verdadero problema para el ciudadano promedio, el lector de la noticia, el hombre y la mujer es el debate sobre la circunstancia es cómo se denomina el hecho criminal.

¿Parece una locura? No lo es tanto. El cúmulo de noticias saltó a los titulares de prensa y casi en simultáneo, por esa lógica incómoda de nuestra época, al debate de las redes sociales. Y de inmediato, los interminables comentarios apuntaron en una única dirección: a la víctima. La mayoría se preguntó en voz alta qué había hecho cualquiera de las mujeres fallecidas para provocar semejante violencia. Hubo quien tuvo oportunidad de criticar sus decisiones, su forma de vestir, incluso la imagen que se incluyó en la nota que informó de la muerte de una de ellas.

Pero lo más incómodo y molesto para buena parte de los opinadores anónimos del país virtual, no fue la muerte de las tres víctimas. Lo que pudieron sufrir, el trastorno social que supone que un hombre se beneficie del privilegio legal y social para matar. Que un agresor sepa que puede golpear, herir, torturar e incluso asesinar a una mujer y habrá alguien que justifique el acto de violencia que cometió. Alguien que señalará que la víctima “estaba en el lugar equivocado”, que “no tomó las precauciones”, que “provocó” la situación que la llevó a morir de una manera cruenta. Que más allá, sin duda tendrá a su disposición un coro de voces que intentarán analizar el comportamiento de la mujer que murió, para encontrar la línea que la separa de la víctima perfecta.

Lo que en realidad preocupa al grueso de los comentaristas de las redes sociales, a esa porción pequeña pero representativa de la psiquis nacional, es la palabra feminicidio. Es cómo se denomina un crimen y de qué manera permite entender las situaciones que le rodean. La mayoría de los irritados comentarios insisten que señalar que si un hombre es asesinado, nadie llama la atención sobre “sus condiciones”. Como si la extensa variedad de tipificaciones específicas — fratricidio, matricidio, parricidio, infanticidio entre tantas otras — fueran en realidad importantes, pero no cuando se refieren a una mujer.

La gran molestia es la palabra que pone el acento en un contexto turbio y del que rara vez se habla. Que separa de tantos otros crímenes el que se cometen contra una víctima por el sólo por el hecho de ser una mujer. Por el hecho que su pareja le consideró de su propiedad. Por el hecho de ser una víctima de violencia doméstica. De abuso sexual. Por el hecho de ser una mujer que debido a sus condiciones socioeconómicas, no tiene la posibilidad de huir de su agresor, de quien tiene el control sobre su vida. El feminicidio es el punto que abre la brecha entre una víctima que sólo sufre por el entorno y una, que demuestra todas las carencias, todos los dolores, todos los espacios de puro menosprecio que debe sufrir  en una sociedad misógina como la nuestra.

— Eso suena dramático.
— ¿Dramático?
— No te molestes, pero…sí, dramático.

Me lo dice una de mis primas, que me escucha leer en voz alta todo lo relacionado a los crímenes de Bolívar. Es una mujer de mi edad, con una licenciatura universitaria. Una adulta en un matrimonio estable. Madre dos. Pero para ella, el “feminicidio” es una palabra “dramática”. La miro en silencio y ella sacude la cabeza.

— No te lo tomes a pecho.
— Explícame lo de “dramático”.
— ¿Para qué poner el énfasis en que a una mujer la mató un hombre?

La pregunta me la han hecho varias veces, tantas que en ocasiones siento un miedo genuino por el trasfondo de esa ignorancia. ¿Qué tiene de importante señalar las condiciones en que murió una mujer? ¿Qué tiene de importante mostrar la desigualdad, la pobreza, la desigualdad de oportunidades, la violencia doméstica, de género y sexual? ¿Qué tiene de importante dejar claro lo que tantas mujeres sufren?

— Si te mataran ¿Qué te gustaría se dijera sobre ti? — le pregunté.
— ¿Cómo?
— Si te mataran. Te violan, te asesinan. ¿Qué quisieras que dijera al escribir sobre tu caso?

Mi prima me miró con el rostro tenso. Con esos temas no se bromea, pareció decir el silencio a continuación. De eso no se habla. Pero en realidad, esto se resumen en un pensamiento más genérico, peligroso y frío. Eso no podría pasarme a mí. Eso jamás le ocurrirá a una mujer que toma todas las precauciones. A una mujer que jamás lleva falda corta, que no le dirige la palabra a desconocidos. Una mujer que lleva una vida “decente”. Una madre y esposa ejemplar.

— Es horrible lo que acabas de decir.
— ¿Por qué?
— ¿Me estás preguntando qué escribirías sobre mí, si me matan?
— Sí, que quieres diga, cómo lo describo. ¿Dejo claro qué cosa primero?

Mi prima es una mujer encantadora. Una con un humor fantástico, alegre. Una que además, se esfuerza por ser una ciudadana respetuosa de la ley, una madre afectuosa, una esposa cariñosa. Cuando me mira, de arriba a abajo, furiosa, los labios apretados, las manos tensas sobre las rodillas, sé qué es eso en que está pensando. Sé que ahora mismo, se está haciendo preguntas sobre cómo puedo creer que alguien podría asesinarla, si no ha hecho nada para provocar algo semejante. ¿Qué quiere decir eso? ¿Qué está convencida que cada víctima cometió un error fatal? ¿Que cada víctima caminó por la calle equivocada, usó la ropa que de pronto, se convirtió en una provocación involuntaria? ¿Qué piensa mi prima y todas las personas como mi prima? ¿Que las mujeres que son asesinadas son víctimas de su torpeza, inexperiencia?

— ¿Qué digo? ¿Que eras madre? ¿Que tu esposo entrena al equipo de fútbol del colegio de tus chamos? ¿Que te casaste muy joven? — sigo — ¿que eres una buena mujer?

Se pone de pie. Sé que he ido muy lejos. Sé que es imperdonable lo que acabo de decir. Pero traer a mi prima a la línea de las probabilidades de la violencia, hacerla consciente de que es una víctima en potencia en un país impune y agresivo, es una declaración de intenciones. Porque de hecho, cuando me mira asustada, enfurecida, el rostro sonrojado de preocupación, sé que entendió la cuestión concreta.

Sé que sabe de qué le hablo. Sé que recuerda todas las veces que ha tenido miedo porque un desconocido la sigue en una calle. Las ocasiones en que evitó subir a un ascensor porque un desconocido le miró el escote y las piernas. Las ocasiones en que sintió vergüenza porque alguien le gritó obscenidades en plena calle. Porque puse el dedo en el hecho de por qué no se atreve a ir por sus hijos a la cancha de futbol. De por cual motivo tiene terror real que algo ocurra. No es sólo porque vivimos en el tercer país más peligroso del mundo y en la ciudad más violenta del continente.

Es porque es mujer. Como yo. Como las víctimas de Bolívar. Como cada mujer que ha muerto asesinada, aterrorizada, convertida en un objeto sin nombre, sin lugar. Solo una palabra. Feminicidio. Eso nos separa de ellas.

— Es dramático, sí — digo entonces — pero creo que tú y yo, usamos la palabra de forma distinta.

Tengo miedo, pienso en ese preciso instante. Tengo miedo por ella, por mí. Por todas las mujeres que conozco. Y no sé desde hace cuanto lo tengo. Quizás, durante toda mi vida.

***

Hace tres años, un hombre que caminaba a unos pasos detrás de mi, extendió la mano y me tocó el trasero. Hablo que me sujetó una nalga y apretó hasta causarme dolor. Un gesto muy directo, que no pudo disimular a los transeúntes que nos rodeaban. Cuando me detuve y le grité, entre asustada y sorprendida, el hombre soltó una carcajada.

— Mija, acostúmbrate, estás en Latinoamérica.

Continué gritando y señalándole mientras se alejaba por la calle. Insistí en lo que había hecho, llamándole “abusador de mujeres” y “agresor”. Nadie me dedicó una sola mirada. La mayoría de quienes me escucharon se apresuraron a alejarse y a bajar la cabeza, avergonzados e incluso irritados por mi reacción. Finalmente, una mujer mayor se acercó, me tomó del brazo y me obligó a caminar unos metros más allá.

— Muchacha, siga pa’ dónde iba ¿Qué quiere usted? Nadie va a hacer nada — me dijo. Abrí la boca para contestar, me solté de su mano, la miré enfurecida. Ella sacudió la cabeza, interrumpiéndome con un gesto resignado — nadie va a hacer nada, yo que se lo digo.

La mujer se alejó calle arriba y me dejó a solas, mientras se confundía con el tumulto de mediodía que bajaba por la esquina. Me quedé allí, paralizada por la angustia y la impotencia, con la piel aún dolorida por el golpe que me había propinado el desconocido pero sobre todo, aturdida por el hecho que me encontraba sola en mitad de la situación. En medio de esa región blanca de indiferencia que parece definir las agresiones a la mujer.

Por primera vez en mi vida era muy consciente que un hombre podía agredirme como lo había hecho y que no ocurriría gran cosa. Que tal y como me había gritado el hombre, en Latinoamérica, ser una mujer conlleva ciertos riesgos que se deben asumir. Y uno de ellos, es por supuesto, que tu cuerpo pueda ser amenazado, invadido y violentado por el hombre, bajo la mirada permisiva y resignada de la cultura. Una idea escalofriante, pero sobre todo inquietante que por años me atormentó.

Recuerdo esa sensación mientras leo lo ocurrido en Colonia, Alemania durante la nochevieja del 2015: más de un centenar de hombres atacaron a mujeres de todas las edades en plena calle y bajo la mirada indiferente — en ocasiones, incluso levemente divertida — de quienes las rodeaban. Se trató de un ataque organizado, que se llevó a cabo con una precisa y escalofriante organización: la multitud de hombres borrachos y agresivos recorrieron la calle de la ciudad acorralando a sus víctimas. Hubo desde manoseos hasta violaciones grupales y también, se habla de una mujer quemada luego que uno de los atacantes le arrojara un fuego artificial para hacerla correr y caer. La situación se desbordó a tal medida que muy pronto la policía fue incapaz de controlar los ataques, que se sucedieron en los alrededores de la estación central de Colonia, al lado de la famosísima catedral de la cuarta mayor ciudad de Alemania.

No obstante, la noticia no llegó a los periódicos alemanes sino cuatro días después del suceso: ¿El motivo? que la mayoría de los atacantes fueron identificados como sirios o africanos. Más allá de la repercusión política del hecho, sorprende que las autoridades alemanas minimizaran por motivos no muy claros el ataque sistemático a cientos de mujeres, la mayoría de ellas muy aterrorizadas como para denunciar un hecho inédito en la historia del país. Preocupa aún más, que la atención  alemana y posteriormente la mundial, parezca más interesada en debatir las repercusiones xenófobas del hecho — que las tiene y resultan preocupantes en pleno auge de la islamofobia en Europa — que en asumir que hubo una multitud de ataques sexuales violentos contra mujeres. Organizados a través de las redes sociales disponibles. Llevados a cabo sin que ninguna autoridad interviniera de inmediato o al menos, con la suficiente firmeza como para detenerlos. Y lo que resulta más preocupante, que parecen ser minimizados por la lectura política que pueda tener el asunto.

Por supuesto, no es para sorprenderse que el ataque sexual a la mujer sea motivo de debate e incluso argumentación, antes de ser condenado como un ataque criminal o incluso, considerado directamente un delito. La controversia parece basada en esencia en la postura tradicional sobre la posibilidad que la víctima pueda de hecho, provocar el abuso que puede sufrir.

Por años, la cultura que promueve considerar a la víctima responsable de la violencia que sufre ha sido parte de la manera como se interpreta la violencia sexual en distintas partes del mundo y sobre todo, de crear una interpretación del tema ambiguo y peligrosamente cercano a la justificación. Desde la controvertida campaña de la policía de Hungría, en la cual se insistía que la mujer que lleva ropa provocativa puede provocar una violación hasta el desconcertante fallo de un juez italiano que dictaminó que si una mujer es abusada sexualmente es porque lo permite de alguna manera, la violación parece encontrarse a mitad de camino entre una interpretación moral y cierto debate social preocupante.

Más de una de vez, la cultura de la violación — que premia, promueve e incluso, oculta las implicaciones de la violencia sexual contra las mujeres — parece sostenerse sobre esa visión del abuso sexual como aceptable o incluso admisible, desde cierto punto de vista. O lo que resulta aún peor: una perspectiva donde la mujer puede provocar el ataque que sufre.

O al menos, eso parece pensar Henriette Reker, alcaldesa de Colonia, que luego de comprender la serie de agresiones ocurridas en la ciudad, aconsejó a las mujeres de la localidad a seguir lo que llamó “un código de conducta”, para evitar posibles ataques. Reker recomendó públicamente “mantenerse a un brazo de distancia” de un desconocido y a cuidar “el comportamiento en las calles” como una manera de evitar ataques. Las palabras de la alcaldesa no sólo parecen resumir la percepción de que la violencia sexual puede ser “provocada” por el comportamiento de la víctima sino además, esa tendencia a excusar al violador en cierta medida. Un pensamiento muy cercano a esa noción sobre la violación como delito que requiere interpretación — y más una idea moral — que otra cosa.

Por supuesto, se trata de una vieja herencia histórica. La violación no fue considerada delito independiente durante buena parte de la historia Occidental. Desde el código de Hammurabi hasta sociedades tribales como la Hebrea y la Egipcia, la violación sólo era considerada como un crimen cuando la sufría una doncella. En otras palabras, lo que se penalizaba era el derecho del futuro marido a a disponer de la virginidad de la mujer y no la agresión sufrida por la víctima.

En Roma por ejemplo, la violación se interpretaba como un prejuicio a la casa del padre de la mujer que la sufría, al no poder reclamar una dote cuantiosa al negociar un futuro matrimonio. En Grecia, en donde la mujer jamás fue considerada otra cosa que un objeto posesión del marido, la violación sólo era penada por la ley cuando la mujer moría tratando de evitarla. Una y otra vez, la interpretación de la agresión sexual se relaciona más con la forma como la cultura concibe a la mujer que con el hecho de la violencia que pueda suponer.

Parte de esa percepción parece subsistir en la actualidad. Y se hace obvio cuando circunstancias como la ocurrida en Colonia demuestran que la percepción de la víctima parece mezclada y confundida con una concepción interpretativa sobre la violación. ¿Qué mensaje envía la alcaldesa Reker al recomendar a las mujeres precaución y no asegurar las medidas necesarias para evitar que agresiones como las ocurridas en Colonia puedan volver a ocurrir? ¿Cuál es la conclusión a la que puede llegar cualquier agresor cuando se le disculpa por el hecho de ser incontrolable y se insiste que es la víctima quien debe evitar que un hecho de violencia sexual ocurra?

***
Mi amiga G. (abogada y penalista) suele decir que Venezuela es quizás el país más ambiguo del hemisferio en lo que a agresión sexual se refiere. Me cuenta que con frecuencia, debe defender casos de violencia y agresión contra mujeres, donde la víctima no sólo se siente responsable sino que además, insiste en disculpar de agresor. Cuando conversamos sobre lo ocurrido en Colonia, sacude la cabeza con cierto pesar.

— Lo que ocurrió en Alemania sorprende al mundo porque pasó en un país del primer mundo. Pero ese tipo de agresiones sistematizadas y en masa son muy habituales en nuestros países — me comenta — mujeres que son asediadas por grupos de hombres, manoseadas y toqueteadas sin que nadie intervenga. Insólito para Europa, normal en Latinoamérica.

Debatimos sobre el ingrediente político del suceso en Colonia, del hecho de lo que pareció ser una especie de ataque generalizado contra mujeres se ocultó en beneficio de cierta actitud política. Mi amiga me mira con cierta preocupación cuando le explico que me sorprende la actitud del gobierno alemán, de incluso la opinión pública alemana. El lamentable mensaje de la alcaldesa Renker. Ella se encoge de hombros.

— Para mucha gente, la violación sigue siendo un asunto de cómo lo interpretes y no un delito concreto, sin matices — me explica — cada vez que una mujer es violada, le preguntarán como iba vestida antes de si se encuentra bien. Y le interrogarán hasta la humillación para asegurarse que hizo todo lo que se supone debía hacer para evitar la agresión. Sólo allí y con muchísima desconfianza, se le considerará agredida.

Una vez leí que a una mujer violada en Latinoamérica, se le considera culpable hasta que puede demostrar que no lo es. Una opinión que no sólo se basa en el tradicional machismo del hemisferio sino en esa interpretación de lo que la  violación puede ser que atraviesa toda una serie de conjeturas sobre la conducta sexual e incluso moral de la víctima.

— ¿Incluso con toda la atención que el gobierno dice dedicar a los derechos de la mujer? — le pregunto. Me refiero por supuesto a las leyes que el gobierno chavista ha promovido en defensa de lo femenino. Incluso, hay un ministerio con cartera que según la insistente propaganda gubernamental, se dedica exclusivamente al tema de la mujer en nuestro país. Mi amiga sonríe.

— De nuevo: la política. El gobierno trata de promover su concepción sobre la contracultura y absorber el tradicional discurso feminista en su beneficio. ¿Defensa de la mujer? Mira, todavía no he visto a la primera víctima que pueda decir que las leyes le favorecen en caso de agresión o que se siente protegida por ellas en caso de violencia sexual. Y ejemplos bien conocidos hay de sobra.

Sé a qué se refiere y el mero pensamiento me provoca escalofríos. La venezolana Linda Loaiza fue secuestrada durante tres años por un hombre que la violó, torturó y desfiguró hasta que Linda logró huir del apartamento donde se encontraba confinada. Para el momento que lo hizo, había perdido los lóbulos de su orejas, parte del labio inferior, tenía la mandíbula dislocada y uno de sus pezones había sido mutilado.

Parecía ser un caso claro y sin matices sobre una brutal agresión. No obstante, no todo parecía ser tan claro en una cultura donde la mujer puede ser juzgada por el sólo hecho de serlo. Y de hecho, Linda no sólo dejó de ser una víctima sino que se cuestionó su conducta sexual como elemento “culpabilizante” con respecto a la agresión que sufrió. Se le acusó de ser “la amante” de su agresor y poco después de ser “una prostituta”.

Una y otra vez, la posición de la policía venezolana pareció volverse ambigua e incluso negligente con respecto al caso esencial de Linda: una mujer agredida y mutilada por un hombre que la secuestró. No obstante, para cierta parte de la opinión pública venezolana, la posible conducta de Linda — nunca demostrada más allá de rumores poco comprobables — era un elemento esencial a tener en cuenta al momento de analizar su caso. Y de hecho, continuó siéndolo a lo largo del largo periplo legal que Linda tuvo que atravesar intentando obtener justicia.

No lo logró: en 2014, después de casi una década de atravesar obstáculos legales y todo de tipo de retrasos procesales y judiciales injustificados, el secuestrador de Linda, Luis Carrera Almoina fue absuelto por falta de pruebas. La sentencia sorprendió a la opinión pública del país y no obstante, un considerable porcentaje de venezolanos siguió insistiendo en que quizás, el comportamiento de Linda pudo provocar la agresión.

Casi veinte años después del suceso, Linda continúa luchando contra un sistema legal que la condena antes de brindarle apoyo y sobre todo, procurarle justicia. “Mi secuestrador me causó mucho daño. Pero el sistema de justicia venezolano lo hizo también”, dice Loaiza, ahora con treinta y dos años. Luego de luchar contra múltiples trabas legales, Linda Loaiza consiguió que la sentencia que absolvía a su agresor fuera anulada: Almoina fue condenado por “lesiones corporales graves y la privación ilegal de libertad” pero no por las agresiones sexuales que infligió a Linda durante tres años y debido a las cuales, sufre secuelas físicas permanentes. Actualmente, Almoina está libre.

Un año atrás, Linda Loaiza llevó su caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, donde denunció los graves vicios que atravesó su caso y que aún sigue sufriendo. Y es que Linda, victima de su secuestrador y agresor y también de la justicia venezolana, es el mejor ejemplo de la manera como se interpreta la violación y el abuso sexual a nivel cultural no sólo en Venezuela sino en buena parte de Latinoamérica.

Para Linda Loaiza la búsqueda de justicia no es un objetivo que emprende únicamente por el caso que vivió: para ella, su situación visibiliza lo que cientos de mujeres viven a diario y a la cual deben enfrentarse en las peores condiciones. No sólo se trata de un sistema judicial viciado y poco capacitado para asumir la responsabilidad y sobre todo, para comprender los alcances de una violación, sino que además de una perspectiva social que convierte a la mujer en víctima en tanto del Estado como de su agresor.

— Lo de Linda es un caso en miles, millones — insiste mi amiga — ¿Cuántas mujeres son violadas por sus maridos y deben continuar viviendo con su agresor bajo el mismo techo porque no hay una ley que las proteja? En cambio, el Ministerio de la Mujer insiste en procurar todo tipo de becas y beneficios al ama de casa, a la madre soltera. ¿Qué ocurre con los delitos de esta envergadura? ¿Qué pasa con las mujeres que son golpeadas hasta la muerte pero eso se considera de índole doméstico? ¿Qué pasa con las prostitutas que mueren baleadas y acuchilladas? ¿Qué pasa con todas las mujeres que sufren violencia pero que deben padecer el matiz de justificar a quien las agrede?

La conversación me recuerda a un artículo que leí hace unos cuantos meses, en el cual la periodista Mari Luz Peinado se cuestiona sobre la importancia que la actriz Carmen Maura hablara en público sobre la violación que sufrió hace más de veinte años. Maura no sólo habló sin tapujos sobre la agresión sino algo tan preocupante como la violencia que tuvo que enfrentar: la actitud de las autoridades sobre su caso. “Lo peor fue todo lo que vino después, porque él estaba haciendo el servicio militar y tuvimos un juicio lleno de militares (…) Y como se enteraron de que era actriz, me hicieron preguntas como ‘¿Y estás segura de que tú no querías hacerte conocida?” cuenta la actriz, ahora de 70 años, rompiendo lo que el tabú que aún existe en su natal España sobre el hecho de hablar sobre violencia sexual. El relato se volvió viral de inmediato y obligó a buena parte de los usuarios de las redes sociales a debatir sobre el tema de la violencia sexual abiertamente.

“Nosotras consideramos importantísimo que se diga públicamente. Incluso los testimonios que se atreven a hablar a medios lo hacen con la cara tapada porque hay un sentimiento de culpa en la propia mujer. No porque ellas sean culpables, por supuesto, sino porque la sociedad las culpabiliza”, explicó más tarde Tina Alarcón presidenta de CAVAS, el Centro de Asistencia a Víctimas de Agresiones Sexuales y para quien el escándalo que suscitaron las declaraciones de Maura no sólo es necesario sino imprescindible. “En los interrogatorios, por ejemplo, se duda todo el rato de si dicen la verdad o no. Que haya mujeres que lo empiecen a decir es fundamental, ayuda a que otras mujeres denuncien”. Para Alarcón no se trata de algo legal, sino cultural. Como si la idea de la mujer violada aún fuera inaceptable o incluso, por completo debatible desde cierta perspectiva cultural.

Pienso en todo lo anterior mientras leo que las agresiones ocurridas en Colonia, también pasaron en otras seis ciudades alemanas. Que hubo situaciones parecidas aunque en menos escala en Austria, Suiza y Finlandia. Se trató de una masiva agresión sexual a mujeres, que sin embargo no ha provocado una reacción inmediata ni en las autoridades ni tampoco en la opinión pública.

¿Cuándo el ingrediente político se hizo mucho más importante que el hecho que un considerable números de mujeres fueron agredidas de manera violenta? ¿Cuándo la cultura de la violación fue más visible, más evidente, más preocupante? Pero vayamos más allá ¿Cómo se percibe alrededor del mundo lo ocurrido en Colonia? ¿En cuántos lugares parece demostrarse a través de la actitud de las autoridades y los medios el hecho que la violación no es un delito sino un tipo de interpretación moral sobre la víctima? ¿Cuáles pueden ser las repercusiones de esa percepción de la agresión sexual como parte de una mezcla borrosa de justificación y noción política?

No tengo respuesta para ninguno de esos cuestionamientos y quizás, nadie las tenga por ahora. Y esa sensación de  vulnerabilidad — que el tema sobre la violencia contra la mujer se encuentra en un terrero blanco y peligroso, imposible de definir — sea quizás lo más preocupante.

 

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

Comment (1)

  1. Emma Salazar 3 años ago

    ¡Excelente! Aunque para compartir este artículo… Tuve que renombrarlo. Del delito contra la mujer a la «debilidad» de ser mujer. Porque es una debilidad hablar de la mujer como un delito… quizás hasta como un delirio… pero como delito no. Suficiente cosificación tenemos. Y si…si en países de primer mundo lentos y errados y sin hacer justicia… que esperar suceda en el tercer mundo o en la quinta paila del infierno lejos del sueño del Paraíso (Nuevo Mundo). Ya que justamente como Mujeres debemos procurar ser reconocidas en el lenguaje…y dejar atrás tanta autodescalificación. Un cambio aún por lograr. En su desarrollo, buena redacción y contenido. Quizás Venezuela en tantos problemas que se nos ha olvidado que era el país de las mujeres bellas e inteligentes…y que es distinta la violencia que se sufres aquí en comparación a la que es se vive en Irán, Burkina Faso, Uganda, India, Haití, Congo y hasta en Italia, Portugal, Honduras, Guatemala, México y hasta en USA…siendo pertinente revisar las estadísticas; que a veces tanto dolor nos extraña…peor ahora ya que una vez.mas en auge vemos el incremento del femicidio..dado el deterioro de las condiciones de vida, que ncide en el retroceso a situaciones anteriores…una sociedad más que cubanizada… atomizada, deshilvanada, estafada, desdibujada, dispersa y sometida…por lo que toca salvarse de tantas violencias vinculadas en forma muy diferente a otras liberaciones, desde valores y experiencias más que épica…en generatividad. Un abrazo.En comunicación,

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