La caza de brujas en Europa fue quizás uno de los momentos más oprobiosos de la historia Universal. No sólo por el hecho que instauró el hecho del uso del poder como una forma de represión histórica hacia quienes se consideraban inferiores sino que además, dejó muy claro que la figura de la mujer para la Iglesia y el Estado, era poco menos que insignificante.
Durante el siglo XV y principios del Siglo XVI, hubo miles de ejecuciones, torturas y detenciones en Alemania, Italia, Inglaterra y Francia. Según crónicas de la época, el 85% de los reos quemados vivos eran mujeres de todas las edades, desde niñas hasta ancianas que muy probablemente sabían por qué motivo se les encarcelaba y se les torturaba. En algunas regiones alemanas y en medio del furor papal y eclesiástico, había al menos seiscientas ejecuciones anuales. La mayoría eran llevadas a cabo sin juicio previo y bajo acusaciones sin fundamento. Y aún así, la Iglesia las consideraba lo suficientemente válidas como para llevar al tormento a las víctimas.
En Toulouse, cuatrocientas mujeres fueron torturadas y asesinadas a un mismo día. Como en otras regiones de Europa, ninguna de las acusaciones buscaban demostrar la culpabilidad del acusado: el mismo hecho de sospecharse su culpabilidad era una prueba lo bastante contundente como para provocarle la muerte. Las imputaciones eran tan absurdas como improbables: desde beberse la sangre de los niños hasta volar sobre pueblos y aldeas aterrorizando a sus residentes.
Y sin embargo, la mayoría parecían estar sustentadas en algunas ideas que para la época resultaban inaceptables en la mujer: independencia y poder. En la hoguera inquisitorial murieron mujeres por el pecado de poseer conocimientos médicos e incluso por el simple hecho de brindar ayuda a parturientas, cuando la prédica eclesiástica insistía que la mujer debía parir con dolor y riesgo para purgar su pecado original.
En medio de la ignorancia y el terror, cientos de miles de mujeres sufrieron el oprobio y la humillación de ser consideradas animales, criaturas sin alma, por un poder eclesiástico que censuraba todo tipo de expresión personal de la mujer. E incluso censuraba su capacidad para amar y sentir placer.
Es quizás de esas nociones sobre la mujer malvada — la definitiva demonización de lo femenino — sea lo que tenga como inevitable consecuencia que la identidad de la mujer, su visión cultural e incluso su rol legal sean menospreciados y desvirtuados constantemente.
Hay una interpretación insistente de la mujer como parte de una idea social que disminuye su reclamo por la independencia y que aún hoy, forma parte de toda esa interpretación de la mujer como frágil, débil, dependiente y subsidiaria de la figura masculina.
Una especie de cárcel de principios que incluso en la actualidad es parte de la visión cultural más extendida sobre la mujer y su mundo. Una condición que eventualmente la condena a esa torpe percepción sobre género en la que se insiste en construir una idea.