Esa mañana salí de casa por necesidad. Por deber. Estaba nublado y la temperatura era baja, algo atípico en Barquisimeto. Aún tenía sueño y un largo trecho por caminar.
Son seis cuadras hasta la parada de autobús. Ya me acostumbré a la soledad del camino, a los paisajes recurrentes y a toparme con algunas caras conocidas. Al llegar, esperé inquieta mientras veía los repletos buses pasar. Al aislarme socialmente, olvidé las expresiones que se escuchan en la calle y las acciones que parecen ser parte de las sombras en los habitantes de la ciudad. Ninguna merece revolotear en mi mente.
Me mantuve alerta al estar allí; recordaba el acelerado crecimiento de los casos de violencia de género en la ciudad y el país durante la cuarentena. Para mi suerte, a los pocos minutos llegó un autobús vacío. El ayudante del chofer gritó efusivamente el punto final del recorrido, el cual acepté resignada. Subí, y cuando pude sentarme cómoda, tracé en mi mente la ruta que debía caminar luego de llegar a dicho destino: otras siete cuadras.
Seis más siete. Trece.
Al mirar por la ventanilla, percibí el azul de un mar de mascarillas en la acera, en pocos carros y en muchas bicicletas. La vida funciona bajo nuevas reglas. Aunque sigue con las mismas erráticas conductas.
Cuando llegué a la parada, ajusté las correas de mi morral para bajarme de la unidad. Desembarqué en la avenida Vargas, o como yo la llamo, el muro de Berlín de Barquisimeto. Es una barrera invisible que marca una diferencia entre este y oeste. Hasta hace algunos meses había buses que recorrían la ciudad sin terminar su ruta allí, pero ya no. Ahora es más notoria la división.
Mientras caminaba, atravesé grupos de personas entre la improvisación de una parada de buses y la preocupación por llegar a su destino a tiempo. Me he dado cuenta que, con el uso de mascarillas, los ojos se convirtieron en nuestro medio de comunicación inmediato. Pero yo no deseé los ojos de ese hombre calvo vestido de negro. No deseé esa mirada de arriba abajo que me desnudó. Esa que me hizo desear otra ropa, una que no marcase mi cuerpo…
Esa mirada no era para mí.
Caminé más rápido para que el viento me limpiara el asco y recité un soliloquio para tranquilizarme. Seguí la ruta cabizbaja; levanté la cabeza lo necesario para sortear obstáculos y cruzar las calles. Rogué para no encontrar otros ojos como esos, pero no pasó mucho tiempo hasta que mi oído agudizado escuchó un áspero, sucio y repulsivo Buenossss díassss.
Quería frotarme la piel y sacudirme las náuseas; lavarme la repulsión de mis ojos y oídos. Mi niña interna estaba en posición fetal y mi adulta exterior caminaba a pasos agigantados para llegar a mi zona segura: la oficina.
Correr no era opción. Sentí que podría alertar a los demás de las ganas que tenía de escapar de mi interior, pues estaba impregnado de la aversión hacia lo vivido.
Abrí rápidamente la puerta de mi zona segura y entré. Respiré enardecida de frustración y llena de miedo. Recordé lo mucho que sé de la muerte. Y no. No hablo de la física, sino de aquellas veces donde una parte del espíritu se fragmenta y fenece en actos como los que describo.
Sin embargo, el pedazo de mí que murió ese día reencarna en estas líneas.
Fui víctima de acoso. Lo soy cada vez que me cruzo con una mirada perversa, un saludo malintencionado o un piropo no solicitado. Pero no me quedo con ese sentimiento; lo convierto en nuevos proyectos o lo dreno a través de textos como este.
No era para mí. Nunca será para mí.
Antes pensaba que por ser gorda me salvaría del acoso y la violencia; creía que por ser “la gordita del grupo” estaba exenta de esas perversas atenciones. Que nada de eso me ocurriría a mí porque mi cuerpo no lucía como ese modelo hegemónico que nos imponen como cañón de belleza —sí, cañón— que nos apunta constantemente.
Esto es un error heredado, porque con ese cuerpo o con el mío o con cualquier otro, el acoso está al acecho y no le interesa cómo lucimos ni qué vestimos.
El tiempo me ha enseñado a romper con el patrón inculcado y con el estigma, a reaprender(me) y reconocer(me). La lucha contra la violencia no es tema de género, sexo o apariencia. Y como a mí, te afecta a ti, a tu familia y a tus amigos.
El leviatán de este tipo de violencia está en la cultura y fue bautizado como patriarcado. Lucharé contra ello, desde mis letras o mis acciones, para hacer consciencia, disminuirlo y quizá, eliminarlo. Suena utópico, pero quizá en mi círculo social no lo sea tanto. Esa es mi lucha. Esto sí es para mí.
Editado por: Luisana Zavarce (@luizavarce)